Petro quiso desafiar al imperio y terminó sin combustible, varado en Madrid, como un enemigo de Occidente en lugar del jefe de Estado que supone ser.
En perspectiva. Durante una escala técnica en Madrid rumbo a Arabia Saudita, el avión presidencial colombiano fue rechazado para reabastecerse en el aeropuerto de Barajas, luego de que EE. UU. sancionara a Gustavo Petro bajo las regulaciones de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro por presuntos vínculos con el narcotráfico.
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La empresa encargada del suministro de combustible, temerosa de violar las sanciones, se negó a prestar el servicio.
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Tras horas de tensas negociaciones con el gobierno español, el equipo de Petro consiguió autorización para repostar en una base militar cercana.
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La imagen del avión presidencial colombiano retenido en Barajas es la metáfora perfecta del derrumbe político y geopolítico del presidente.
Entre líneas. La sanción del 24 de octubre fue el golpe final de una guerra diplomática que Petro provocó con entusiasmo. Desde que llegó al poder, el colombiano apostó por ser la voz disidente de América del Sur frente a Donald Trump. Cuestionó las operaciones militares estadounidenses contra lanchas cargadas de droga, acusó a Washington de violar el derecho internacional y llamó públicamente a los soldados norteamericanos a desobedecer órdenes.
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Petro subestimó la asimetría del poder. La Casa Blanca respondió divulgando que, bajo su mandato, la producción colombiana alcanzó su nivel más alto en décadas y el flujo de droga hacia el norte se disparó.
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Trump lo desenmascaró como un “narcoterrorista de cuello blanco” cuya rebeldía sirve de advertencia para el resto del continente.
Por qué importa. La consecuencia inmediata fue el aislamiento. Las aerolíneas temen abastecer su avión, los bancos congelan sus cuentas y hasta la España de Pedro Sánchez —su supuesto aliado ideológico— lo dejó esperando en la pista.
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Colombia, el histórico aliado no-OTAN de EE. UU. en Sudamérica, ha pasado en dos años de ser el pivote regional de la seguridad hemisférica a un socio impredecible y sancionado.
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La cooperación en inteligencia y antinarcóticos, columna vertebral de la relación bilateral durante tres décadas, se encuentra en su punto más bajo desde los noventa.
Visto y no visto. El costo interno es igual de severo. Petro ha perdido el favor de la clase media urbana que alguna vez lo vio como reformista, mientras las élites económicas observan con horror el deterioro de las relaciones con Washington, de las que dependen inversiones, mercados y asistencia militar. Su narrativa antiimperialista puede entusiasmar a sus bases más ideologizadas, pero Colombia paga —caro— en dólares el aislamiento luego de cada uno de sus discursos.
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Aun así, Petro dobla la apuesta, anunciando que viajará a Nueva York “así no quieran recibirme”, pese a la revocación de su visa y a estar incluido en la lista Clinton.
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Su plan es hablar ante el Consejo de Seguridad de la ONU, ofreciendo incluso su escaño a Palestina, “sabiendo que nos vetan”.
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Lo que busca es implantar la narrativa de que él no es el narcopresidente del que se le acusa, sino una víctima de persecución política.
En el radar. Las encuestas ya reflejan un desplome de su popularidad por debajo del 25 %. La izquierda ya busca reorganizarse para evitar una victoria conservadora en 2026, pero todo indica que pagarán los platos rotos de un presidente que rompió el consenso que sostenía la alianza más estable del continente con EE. UU. Petro jugó a ser el Che Guevara institucional, pero terminó reducido a una ridícula figura simbólica, sin poder de maniobra.
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Su intento de independencia geopolítica frente a EE. UU. no construyó soberanía, sino que la puso de manifiesto como incapaz de plantar cara a las grandes potencias.
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Hoy, el presidente colombiano evidencia la aritmética del poder en la región. El pulso dejó claro que Washington sigue mandando, a pesar del descuido negligente de la década pasada bajo las presidencias demócratas.
Petro quiso desafiar al imperio y terminó sin combustible, varado en Madrid, como un enemigo de Occidente en lugar del jefe de Estado que supone ser.
En perspectiva. Durante una escala técnica en Madrid rumbo a Arabia Saudita, el avión presidencial colombiano fue rechazado para reabastecerse en el aeropuerto de Barajas, luego de que EE. UU. sancionara a Gustavo Petro bajo las regulaciones de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro por presuntos vínculos con el narcotráfico.
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La empresa encargada del suministro de combustible, temerosa de violar las sanciones, se negó a prestar el servicio.
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Tras horas de tensas negociaciones con el gobierno español, el equipo de Petro consiguió autorización para repostar en una base militar cercana.
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La imagen del avión presidencial colombiano retenido en Barajas es la metáfora perfecta del derrumbe político y geopolítico del presidente.
Entre líneas. La sanción del 24 de octubre fue el golpe final de una guerra diplomática que Petro provocó con entusiasmo. Desde que llegó al poder, el colombiano apostó por ser la voz disidente de América del Sur frente a Donald Trump. Cuestionó las operaciones militares estadounidenses contra lanchas cargadas de droga, acusó a Washington de violar el derecho internacional y llamó públicamente a los soldados norteamericanos a desobedecer órdenes.
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Petro subestimó la asimetría del poder. La Casa Blanca respondió divulgando que, bajo su mandato, la producción colombiana alcanzó su nivel más alto en décadas y el flujo de droga hacia el norte se disparó.
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Trump lo desenmascaró como un “narcoterrorista de cuello blanco” cuya rebeldía sirve de advertencia para el resto del continente.
Por qué importa. La consecuencia inmediata fue el aislamiento. Las aerolíneas temen abastecer su avión, los bancos congelan sus cuentas y hasta la España de Pedro Sánchez —su supuesto aliado ideológico— lo dejó esperando en la pista.
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Colombia, el histórico aliado no-OTAN de EE. UU. en Sudamérica, ha pasado en dos años de ser el pivote regional de la seguridad hemisférica a un socio impredecible y sancionado.
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La cooperación en inteligencia y antinarcóticos, columna vertebral de la relación bilateral durante tres décadas, se encuentra en su punto más bajo desde los noventa.
Visto y no visto. El costo interno es igual de severo. Petro ha perdido el favor de la clase media urbana que alguna vez lo vio como reformista, mientras las élites económicas observan con horror el deterioro de las relaciones con Washington, de las que dependen inversiones, mercados y asistencia militar. Su narrativa antiimperialista puede entusiasmar a sus bases más ideologizadas, pero Colombia paga —caro— en dólares el aislamiento luego de cada uno de sus discursos.
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Aun así, Petro dobla la apuesta, anunciando que viajará a Nueva York “así no quieran recibirme”, pese a la revocación de su visa y a estar incluido en la lista Clinton.
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Su plan es hablar ante el Consejo de Seguridad de la ONU, ofreciendo incluso su escaño a Palestina, “sabiendo que nos vetan”.
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Lo que busca es implantar la narrativa de que él no es el narcopresidente del que se le acusa, sino una víctima de persecución política.
En el radar. Las encuestas ya reflejan un desplome de su popularidad por debajo del 25 %. La izquierda ya busca reorganizarse para evitar una victoria conservadora en 2026, pero todo indica que pagarán los platos rotos de un presidente que rompió el consenso que sostenía la alianza más estable del continente con EE. UU. Petro jugó a ser el Che Guevara institucional, pero terminó reducido a una ridícula figura simbólica, sin poder de maniobra.
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Su intento de independencia geopolítica frente a EE. UU. no construyó soberanía, sino que la puso de manifiesto como incapaz de plantar cara a las grandes potencias.
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Hoy, el presidente colombiano evidencia la aritmética del poder en la región. El pulso dejó claro que Washington sigue mandando, a pesar del descuido negligente de la década pasada bajo las presidencias demócratas.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: