El pasado lunes 30 de septiembre falleció en su residencia Humberto Ortega. El hermano del dictador nicaragüense llevaba ya cuatro meses sin salir, rodeado por un cordón del Ejército que antes, como jefe de las Fuerzas Armadas, dirigía. Para Daniel Ortega, sin embargo, la sangre no es más espesa que el agua y ni siquiera los lazos familiares ni la camaradería de la lucha guerrillera soportan una crítica a su régimen y, mucho menos, a su esposa.
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El Ejército rodeó y sitió la residencia de Humberto Ortega el 21 de mayo, dos días después de que el excomandante castrense criticara el plan de sucesión del régimen de su hermano.
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El pretexto fue la instalación de una unidad médica. No se explica, empero, de qué manera se velaba por su salud al decomisar computadoras y teléfonos de su residencia. El gobierno se encargó de anunciar periódicamente que su salud se deterioraba con el tiempo, entreviendo lo inevitable.
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El cerco no fue más que un arresto domiciliario en ausencia de un proceso judicial; la crónica de una muerte –sandinista– anunciada, que se confirmó el último día del mes de septiembre.
Visto y no visto. Sin el valor para pronunciar su nombre al difamarlo, el dictador inició el asesinato de carácter de su hermano solo una semana después de establecer el cerco. Afirmó que Humberto había cometido traición a la patria en 1992 tras condecorar a un militar estadounidense. El autócrata pasó 22 años sin castigar lo que consideraba una traición, pero no aguantó dos días para reprimir sus críticas del régimen.
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El 19 de mayo, Infobae publicó una entrevista con Humberto Ortega, donde, además de criticar el carácter autocrático del régimen de su hermano, afirmó que su gobierno tendría dificultades para continuar sin Daniel.
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Afirmó que, después de su hermano –de 79 años– no quedaba un sucesor legítimo para su administración. Ni su esposa Rosario ni su hijo Laureano tenían autoridad ni legitimidad para prolongar el régimen.
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Estas palabras no cayeron bien a un dictador que llama a su esposa su “copresidenta” y que ha aplanado el camino para que su hijo tome las riendas en un futuro.
Entre líneas. Una vez fallecido, el gobierno no ha dudado en exaltar su figura. Con comunicados y condecoraciones que resaltan la valentía e importancia de Humberto en la revolución sandinista, el régimen ha tratado de maquillar su rol en su muerte. Rosario Murillo, en su papel vicepresidencial, leyó los comunicados al pie de la letra, pero se rehusó a dedicar una sola palabra a su difunto cuñado.
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Humberto Ortega llevaba incomunicado desde el día que se impuso el cerco militar. Desde que osó a desafiar a su hermano, cuñada y sobrino, Ortega no volvió a ver nada fuera de las paredes de su hogar.
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Periodistas y políticos opositores —desde el exilio— denuncian la responsabilidad del régimen en la muerte del exguerrillero. Aunque Ortega tenía 77 años, su deceso fue asistido y acelerado por la dictadura.
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De acuerdo con el excandidato presidencial exiliado, Juan Sebastián Chamorro, Ortega murió “bajo arresto domiciliar y custodia de la policía sandinista [...] Cualquier persona que exprese una opinión contraria a la dictadura está en peligro, no está a salvo, así sea incluso el hermano del dictador Daniel Ortega”.
En conclusión. En una conversación con República en septiembre de 2023, Chamorro afirmó que Ortega no dejaría el poder, a pesar de la presión civil. “No veo solución política en este momento, más que la resistencia y la denuncia de sus crímenes”, declaró. Ortega ha intensificado su represión desde las protestas del Indio Maíz en 2018, suprimiendo todas las instituciones intermedias —políticas, religiosas y sociales— que puedan hacer frente a su gobierno.
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Con su avanzada edad, a Daniel Ortega le queda poco más que hacer. Ahora, debe dejar un Estado lo suficientemente mermado para que su dinastía pueda mantenerse en el poder.
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El proceso necesita de la supresión de cualquier duda razonable sobre el futuro del proyecto sandinista. Una voz como la de su hermano, aunque vieja y cansada, no era tolerable.
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Ortega sabe que el futuro es incierto una vez él ya no esté. Todo aquel que critique o ataque al régimen tiene dos opciones: abandonar Nicaragua o sufrir una muerte anunciada, como lo hizo su hermano Humberto.
El pasado lunes 30 de septiembre falleció en su residencia Humberto Ortega. El hermano del dictador nicaragüense llevaba ya cuatro meses sin salir, rodeado por un cordón del Ejército que antes, como jefe de las Fuerzas Armadas, dirigía. Para Daniel Ortega, sin embargo, la sangre no es más espesa que el agua y ni siquiera los lazos familiares ni la camaradería de la lucha guerrillera soportan una crítica a su régimen y, mucho menos, a su esposa.
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El Ejército rodeó y sitió la residencia de Humberto Ortega el 21 de mayo, dos días después de que el excomandante castrense criticara el plan de sucesión del régimen de su hermano.
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El pretexto fue la instalación de una unidad médica. No se explica, empero, de qué manera se velaba por su salud al decomisar computadoras y teléfonos de su residencia. El gobierno se encargó de anunciar periódicamente que su salud se deterioraba con el tiempo, entreviendo lo inevitable.
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El cerco no fue más que un arresto domiciliario en ausencia de un proceso judicial; la crónica de una muerte –sandinista– anunciada, que se confirmó el último día del mes de septiembre.
Visto y no visto. Sin el valor para pronunciar su nombre al difamarlo, el dictador inició el asesinato de carácter de su hermano solo una semana después de establecer el cerco. Afirmó que Humberto había cometido traición a la patria en 1992 tras condecorar a un militar estadounidense. El autócrata pasó 22 años sin castigar lo que consideraba una traición, pero no aguantó dos días para reprimir sus críticas del régimen.
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El 19 de mayo, Infobae publicó una entrevista con Humberto Ortega, donde, además de criticar el carácter autocrático del régimen de su hermano, afirmó que su gobierno tendría dificultades para continuar sin Daniel.
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Afirmó que, después de su hermano –de 79 años– no quedaba un sucesor legítimo para su administración. Ni su esposa Rosario ni su hijo Laureano tenían autoridad ni legitimidad para prolongar el régimen.
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Estas palabras no cayeron bien a un dictador que llama a su esposa su “copresidenta” y que ha aplanado el camino para que su hijo tome las riendas en un futuro.
Entre líneas. Una vez fallecido, el gobierno no ha dudado en exaltar su figura. Con comunicados y condecoraciones que resaltan la valentía e importancia de Humberto en la revolución sandinista, el régimen ha tratado de maquillar su rol en su muerte. Rosario Murillo, en su papel vicepresidencial, leyó los comunicados al pie de la letra, pero se rehusó a dedicar una sola palabra a su difunto cuñado.
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Humberto Ortega llevaba incomunicado desde el día que se impuso el cerco militar. Desde que osó a desafiar a su hermano, cuñada y sobrino, Ortega no volvió a ver nada fuera de las paredes de su hogar.
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Periodistas y políticos opositores —desde el exilio— denuncian la responsabilidad del régimen en la muerte del exguerrillero. Aunque Ortega tenía 77 años, su deceso fue asistido y acelerado por la dictadura.
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De acuerdo con el excandidato presidencial exiliado, Juan Sebastián Chamorro, Ortega murió “bajo arresto domiciliar y custodia de la policía sandinista [...] Cualquier persona que exprese una opinión contraria a la dictadura está en peligro, no está a salvo, así sea incluso el hermano del dictador Daniel Ortega”.
En conclusión. En una conversación con República en septiembre de 2023, Chamorro afirmó que Ortega no dejaría el poder, a pesar de la presión civil. “No veo solución política en este momento, más que la resistencia y la denuncia de sus crímenes”, declaró. Ortega ha intensificado su represión desde las protestas del Indio Maíz en 2018, suprimiendo todas las instituciones intermedias —políticas, religiosas y sociales— que puedan hacer frente a su gobierno.
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Con su avanzada edad, a Daniel Ortega le queda poco más que hacer. Ahora, debe dejar un Estado lo suficientemente mermado para que su dinastía pueda mantenerse en el poder.
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El proceso necesita de la supresión de cualquier duda razonable sobre el futuro del proyecto sandinista. Una voz como la de su hermano, aunque vieja y cansada, no era tolerable.
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Ortega sabe que el futuro es incierto una vez él ya no esté. Todo aquel que critique o ataque al régimen tiene dos opciones: abandonar Nicaragua o sufrir una muerte anunciada, como lo hizo su hermano Humberto.