Las elecciones venezolanas dieron el resultado que, en retrospectiva, todos debieron haber anticipado: el régimen recurrió al fraude sin miramientos; a las lastimosamente fútiles protestas de la oposición se unió hasta el Partido Comunista, que ha venido alejándose del régimen.
- La reacción internacional fue enteramente previsible. EE. UU. está “monitoreando” la situación, es decir, aún no ha decidido qué sanciones imponer. La Unión Europea peca de tibia, pidiendo “transparencia” y considerando “prematura” cualquier sanción.
- El desagrado de la mayoría de los países latinoamericanos ha llevado a Caracas a romper relaciones con siete de ellos: Argentina, Chile, Panamá, Uruguay, Perú, República Dominicana y Costa Rica.
- Nicaragua, Cuba, Bolivia y Honduras han felicitado a Maduro por su autoproclamado triunfo. El Foro de São Paulo –representante de la izquierda más rancia de la región– vitoreó la oportunidad de dar “continuidad a la revolución bolivariana”. Para sorpresa de algunos, la cancillería colombiana logró callar a su presidente, Gustavo Petro, y emitir una condena.
Entre líneas. Resulta algo curioso el caso del Grupo de Puebla. Uno de los miembros de su delegación de veedores en Caracas, el expresidente dominicano Leonel Fernández, pidió —a título propio— que el Consejo Nacional Electoral (CNE) venezolano “garantice la transparencia del proceso electoral publicando la totalidad de las actas de escrutinio, desagregadas por centros y mesas de votación”.
- Sólo se le unió el expresidente colombiano Ernesto Samper. José Luis Rodríguez Zapatero, otrora presidente del Gobierno español y también representante del Grupo de Puebla, no suscribió la carta. Tampoco lo hizo el Grupo de Puebla en sí, que felicitó a Maduro.
- Fernández y Samper son figuras caducas; en algún momento se habrán declarado socialdemócratas, pero son, ante todo, centristas con cierta inclinación tecnocrática. Su asociación con el Grupo de Puebla es en cierto sentido incidental.
- Lo mismo puede decirse que Gabriel Boric, el presidente de Chile. En ocasiones se ha mostrado cercano al Grupo de Puebla, interviniendo por videoconferencia en sus cumbres, pero ha sido uno de los más duros críticos del fraude en las elecciones venezolanas. Es otro tipo de izquierdista.
Vieja guardia. Los movimientos de izquierda en Latinoamérica pueden dividirse en dos: los “rancios”, herederos de las revoluciones del siglo XX y de la marea rosa de la primera década de este siglo, y, por denominarlos de algún modo, los socialdemócratas de Harvard Yard, izquierdistas euro-estadounidenses con alguna impronta criolla.
- A nadie puede sorprenderle que Cuba, una dictadura trasnochada que pende de un hilo —y se salva por el petróleo subsidiado que le extiende Venezuela—, apoye a Maduro. Un cambio de régimen en Caracas dejaría a La Habana en un “periodo especial”, como cuando colapsó la URSS.
- Lo mismo puede decirse de Nicaragua. Daniel Ortega, en contra de las recomendaciones de su hermano, Humberto, continúa distanciándose de EE. UU. Va fraguando una alianza con Pekín, pero esta no le bastará; para su coordinación diplomática, le es imprescindible mantener a las demás dictaduras de la región.
- Sin Venezuela, los despojos restantes de la marea rosa quedarían huérfanos. Sólo la más prestigiosa de las figuras de sus figuras, el presidente brasileño Lula da Silva, ha logrado salir de este marco; por algo en la noche de las elecciones se murmuraba que sólo Celso Amorim, mano derecha de Lula en términos de política exterior, podría convencer a Maduro de desistir.
El porvenir. Lejos han quedado las esperanzas de la oposición, que pensaba —sin razón, como se ha constatado—, que esta vez sí sería diferente. En vista de las escasas posibilidades de que triunfen las manifestaciones que han ido surgiendo, habrán aprendido que Venezuela carece de salidas electorales.
- Queda constatada la impotencia de la comunidad internacional, que quiso creer posibles unas elecciones relativamente limpias en Venezuela. Lo más probable es que se impongan algunas sanciones, aunque no serán de peso.
- Es evidente, además, la división dentro de la izquierda latinoamericana. Los resquicios de la marea rosa, salvo Lula da Silva —siempre más cínico y moderado que los demás—, continúan decantándose por Maduro.
- Por lo demás, una izquierda más nueva y alineada con EE. UU. ya no siente la necesidad de defender al régimen venezolano. Esto no ha de generar sorpresas: en Venezuela abundan los exchavistas.
Las elecciones venezolanas dieron el resultado que, en retrospectiva, todos debieron haber anticipado: el régimen recurrió al fraude sin miramientos; a las lastimosamente fútiles protestas de la oposición se unió hasta el Partido Comunista, que ha venido alejándose del régimen.
- La reacción internacional fue enteramente previsible. EE. UU. está “monitoreando” la situación, es decir, aún no ha decidido qué sanciones imponer. La Unión Europea peca de tibia, pidiendo “transparencia” y considerando “prematura” cualquier sanción.
- El desagrado de la mayoría de los países latinoamericanos ha llevado a Caracas a romper relaciones con siete de ellos: Argentina, Chile, Panamá, Uruguay, Perú, República Dominicana y Costa Rica.
- Nicaragua, Cuba, Bolivia y Honduras han felicitado a Maduro por su autoproclamado triunfo. El Foro de São Paulo –representante de la izquierda más rancia de la región– vitoreó la oportunidad de dar “continuidad a la revolución bolivariana”. Para sorpresa de algunos, la cancillería colombiana logró callar a su presidente, Gustavo Petro, y emitir una condena.
Entre líneas. Resulta algo curioso el caso del Grupo de Puebla. Uno de los miembros de su delegación de veedores en Caracas, el expresidente dominicano Leonel Fernández, pidió —a título propio— que el Consejo Nacional Electoral (CNE) venezolano “garantice la transparencia del proceso electoral publicando la totalidad de las actas de escrutinio, desagregadas por centros y mesas de votación”.
- Sólo se le unió el expresidente colombiano Ernesto Samper. José Luis Rodríguez Zapatero, otrora presidente del Gobierno español y también representante del Grupo de Puebla, no suscribió la carta. Tampoco lo hizo el Grupo de Puebla en sí, que felicitó a Maduro.
- Fernández y Samper son figuras caducas; en algún momento se habrán declarado socialdemócratas, pero son, ante todo, centristas con cierta inclinación tecnocrática. Su asociación con el Grupo de Puebla es en cierto sentido incidental.
- Lo mismo puede decirse que Gabriel Boric, el presidente de Chile. En ocasiones se ha mostrado cercano al Grupo de Puebla, interviniendo por videoconferencia en sus cumbres, pero ha sido uno de los más duros críticos del fraude en las elecciones venezolanas. Es otro tipo de izquierdista.
Vieja guardia. Los movimientos de izquierda en Latinoamérica pueden dividirse en dos: los “rancios”, herederos de las revoluciones del siglo XX y de la marea rosa de la primera década de este siglo, y, por denominarlos de algún modo, los socialdemócratas de Harvard Yard, izquierdistas euro-estadounidenses con alguna impronta criolla.
- A nadie puede sorprenderle que Cuba, una dictadura trasnochada que pende de un hilo —y se salva por el petróleo subsidiado que le extiende Venezuela—, apoye a Maduro. Un cambio de régimen en Caracas dejaría a La Habana en un “periodo especial”, como cuando colapsó la URSS.
- Lo mismo puede decirse de Nicaragua. Daniel Ortega, en contra de las recomendaciones de su hermano, Humberto, continúa distanciándose de EE. UU. Va fraguando una alianza con Pekín, pero esta no le bastará; para su coordinación diplomática, le es imprescindible mantener a las demás dictaduras de la región.
- Sin Venezuela, los despojos restantes de la marea rosa quedarían huérfanos. Sólo la más prestigiosa de las figuras de sus figuras, el presidente brasileño Lula da Silva, ha logrado salir de este marco; por algo en la noche de las elecciones se murmuraba que sólo Celso Amorim, mano derecha de Lula en términos de política exterior, podría convencer a Maduro de desistir.
El porvenir. Lejos han quedado las esperanzas de la oposición, que pensaba —sin razón, como se ha constatado—, que esta vez sí sería diferente. En vista de las escasas posibilidades de que triunfen las manifestaciones que han ido surgiendo, habrán aprendido que Venezuela carece de salidas electorales.
- Queda constatada la impotencia de la comunidad internacional, que quiso creer posibles unas elecciones relativamente limpias en Venezuela. Lo más probable es que se impongan algunas sanciones, aunque no serán de peso.
- Es evidente, además, la división dentro de la izquierda latinoamericana. Los resquicios de la marea rosa, salvo Lula da Silva —siempre más cínico y moderado que los demás—, continúan decantándose por Maduro.
- Por lo demás, una izquierda más nueva y alineada con EE. UU. ya no siente la necesidad de defender al régimen venezolano. Esto no ha de generar sorpresas: en Venezuela abundan los exchavistas.