La destitución de Dina Boluarte vuelve a evidenciar la fragilidad institucional del país andino, y una crisis de gobernabilidad que parece no tener fin.
En perspectiva. En una votación unánime —122 a 0—, el Congreso de Perú destituyó, en la madrugada del viernes, a la presidenta Dina Boluarte, declarando su “incapacidad moral permanente” para gobernar. La decisión llegó tras una semana de indignación nacional por el ataque armado en un concierto de cumbia en Lima y la creciente percepción de que el Estado había perdido el control frente al crimen organizado.
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Boluarte, que asumió la presidencia en 2022 tras la caída del expresidente Pedro Castillo, se convierte así en la sexta mandataria removida o encarcelada desde 2016.
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El presidente del Congreso, José Jerí, fue juramentado como mandatario interino hasta las elecciones generales previstas para abril de 2026, aunque en el clima actual de crispación y oportunismo legislativo, tendrá poco margen para llegar hasta entonces en el cargo.
Por qué importa. La caída de Boluarte es el síntoma de un Estado que ha perdido la capacidad de gobernarse a sí mismo. En un país que alguna vez fue modelo de estabilidad macroeconómica y de apertura al mercado, la política ha degenerado en una sucesión de alianzas frágiles, liderazgos efímeros y una clase política divorciada del ciudadano común.
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Boluarte llegó a tener solamente un 3 % de aprobación, convirtiéndola en la presidenta más impopular del mundo, pero el Congreso, convertido en árbitro y verdugo, tampoco cuenta con legitimidad.
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El índice de desaprobación del legislativo también supera el 90 %. Perú vive una democracia sin gobernantes estables ni instituciones confiables, donde los incentivos políticos están moldeados por la supervivencia y el cálculo electoral, no por el interés nacional.
Fisgón histórico. La historia reciente del Perú se ha vuelto una sucesión de presidentes destituidos, encarcelados o exiliados. Desde Pedro Pablo Kuczynski hasta Pedro Castillo, pasando por Martín Vizcarra y Alejandro Toledo, todos han caído por una combinación de corrupción, populismo y fragmentación institucional.
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Boluarte, que llegó al poder prometiendo orden y continuidad, terminó atrapada en el mismo ciclo: represión, escándalos y soledad política.
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Su “Rolexgate” —un caso de corrupción y enriquecimiento ilícito— y su aumento salarial en plena crisis económica simbolizaron una desconexión total con el país.
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Más grave aún fue su incapacidad para enfrentar la ola de violencia. La expansión de bandas transnacionales y el aumento exponencial de extorsiones y asesinatos —más de 2000 casos mensuales— fueron la evidencia final de un Estado en descomposición.
Entre líneas. Boluarte no cayó solo por sus errores, sino por los incentivos perversos del sistema político peruano. Desde la Constitución de 1993, el Congreso mantiene amplios poderes para declarar la “incapacidad moral” de un presidente, una figura ambigua que se ha convertido en un mecanismo de chantaje permanente.
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La ausencia de partidos sólidos, el hiperpresidencialismo populista, y un Congreso atomizado, han creado un régimen parlamentario de facto, donde nadie gobierna y todos conspiran.
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Cada administración se sostiene sobre acuerdos coyunturales entre facciones rivales que, al primer tropiezo, vuelven a girar el cuchillo.
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A ello se suma una cultura política corroída por el clientelismo y el cortoplacismo, donde la corta expectativa de vida gubernamental hace que los presidentes busquen el enriquecimiento personal en el menor tiempo posible.
En el radar. Perú lleva casi una década atrapado en un vacío de poder estructural, donde la economía sobrevive por inercia y la política se hunde en la desconfianza. Su crisis no es ideológica, sino institucional: es un Estado débil, sin partidos reales, sin justicia independiente y sin elites dispuestas a asumir costos políticos en defensa de la estabilidad.
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El peligro ahora no es solo la inestabilidad, sino la fatiga democrática. Cuando la población deja de creer que las reglas sirven, el populismo y el autoritarismo vuelven a parecer soluciones atractivas y “viables”.
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Con un Congreso desacreditado y un Ejecutivo interino sin capital político, las decisiones estratégicas quedarán postergadas y el poder real seguirá desplazándose hacia actores informales —las fuerzas armadas, caudillos locales y el crimen organizado—.
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Sin una reforma profunda que reordene los incentivos políticos y reconstruya la autoridad del Estado, Perú permanecerá en un ciclo de inestabilidad funcional, sin colapsar, pero sin capacidad de gobernar.
La destitución de Dina Boluarte vuelve a evidenciar la fragilidad institucional del país andino, y una crisis de gobernabilidad que parece no tener fin.
En perspectiva. En una votación unánime —122 a 0—, el Congreso de Perú destituyó, en la madrugada del viernes, a la presidenta Dina Boluarte, declarando su “incapacidad moral permanente” para gobernar. La decisión llegó tras una semana de indignación nacional por el ataque armado en un concierto de cumbia en Lima y la creciente percepción de que el Estado había perdido el control frente al crimen organizado.
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Boluarte, que asumió la presidencia en 2022 tras la caída del expresidente Pedro Castillo, se convierte así en la sexta mandataria removida o encarcelada desde 2016.
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El presidente del Congreso, José Jerí, fue juramentado como mandatario interino hasta las elecciones generales previstas para abril de 2026, aunque en el clima actual de crispación y oportunismo legislativo, tendrá poco margen para llegar hasta entonces en el cargo.
Por qué importa. La caída de Boluarte es el síntoma de un Estado que ha perdido la capacidad de gobernarse a sí mismo. En un país que alguna vez fue modelo de estabilidad macroeconómica y de apertura al mercado, la política ha degenerado en una sucesión de alianzas frágiles, liderazgos efímeros y una clase política divorciada del ciudadano común.
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Boluarte llegó a tener solamente un 3 % de aprobación, convirtiéndola en la presidenta más impopular del mundo, pero el Congreso, convertido en árbitro y verdugo, tampoco cuenta con legitimidad.
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El índice de desaprobación del legislativo también supera el 90 %. Perú vive una democracia sin gobernantes estables ni instituciones confiables, donde los incentivos políticos están moldeados por la supervivencia y el cálculo electoral, no por el interés nacional.
Fisgón histórico. La historia reciente del Perú se ha vuelto una sucesión de presidentes destituidos, encarcelados o exiliados. Desde Pedro Pablo Kuczynski hasta Pedro Castillo, pasando por Martín Vizcarra y Alejandro Toledo, todos han caído por una combinación de corrupción, populismo y fragmentación institucional.
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Boluarte, que llegó al poder prometiendo orden y continuidad, terminó atrapada en el mismo ciclo: represión, escándalos y soledad política.
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Su “Rolexgate” —un caso de corrupción y enriquecimiento ilícito— y su aumento salarial en plena crisis económica simbolizaron una desconexión total con el país.
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Más grave aún fue su incapacidad para enfrentar la ola de violencia. La expansión de bandas transnacionales y el aumento exponencial de extorsiones y asesinatos —más de 2000 casos mensuales— fueron la evidencia final de un Estado en descomposición.
Entre líneas. Boluarte no cayó solo por sus errores, sino por los incentivos perversos del sistema político peruano. Desde la Constitución de 1993, el Congreso mantiene amplios poderes para declarar la “incapacidad moral” de un presidente, una figura ambigua que se ha convertido en un mecanismo de chantaje permanente.
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La ausencia de partidos sólidos, el hiperpresidencialismo populista, y un Congreso atomizado, han creado un régimen parlamentario de facto, donde nadie gobierna y todos conspiran.
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Cada administración se sostiene sobre acuerdos coyunturales entre facciones rivales que, al primer tropiezo, vuelven a girar el cuchillo.
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A ello se suma una cultura política corroída por el clientelismo y el cortoplacismo, donde la corta expectativa de vida gubernamental hace que los presidentes busquen el enriquecimiento personal en el menor tiempo posible.
En el radar. Perú lleva casi una década atrapado en un vacío de poder estructural, donde la economía sobrevive por inercia y la política se hunde en la desconfianza. Su crisis no es ideológica, sino institucional: es un Estado débil, sin partidos reales, sin justicia independiente y sin elites dispuestas a asumir costos políticos en defensa de la estabilidad.
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El peligro ahora no es solo la inestabilidad, sino la fatiga democrática. Cuando la población deja de creer que las reglas sirven, el populismo y el autoritarismo vuelven a parecer soluciones atractivas y “viables”.
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Con un Congreso desacreditado y un Ejecutivo interino sin capital político, las decisiones estratégicas quedarán postergadas y el poder real seguirá desplazándose hacia actores informales —las fuerzas armadas, caudillos locales y el crimen organizado—.
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Sin una reforma profunda que reordene los incentivos políticos y reconstruya la autoridad del Estado, Perú permanecerá en un ciclo de inestabilidad funcional, sin colapsar, pero sin capacidad de gobernar.