La caída de Alejandro Gertz Manero expuso que el gobierno de AMLO no desmontó las estructuras de corrupción e impunidad heredadas del PRI, sino que las adaptó a su propio proyecto político.
En perspectiva. Gertz fue el instrumento perfecto para esa continuidad. Nombrado bajo la promesa de “purificar la vida pública”, terminó replicando los mismos vicios que Morena decía combatir, como la justicia selectiva, las persecuciones políticas, los arreglos en la oscuridad y una red de lealtades personales por encima de la ley.
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Durante el sexenio de AMLO, el fiscal operó con un nivel de autonomía discrecional que recordaba los peores años del priismo.
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Los casos incómodos nunca avanzaron; los adversarios del gobierno enfrentaron investigaciones fulminantes, y los aliados recibieron trato preferencial.
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La FGR se convirtió en un brazo político más, disfrazado de combate a la corrupción.
Cómo funciona. El detonante que ahora lo derriba —el escándalo en torno a Raúl Rocha Cantú, empresario con una red de negocios opacos y vínculos sensibles con operadores de Morena y personajes cercanos al poder presidencial— reveló hasta qué punto la Fiscalía se había convertido en un campo de batalla entre facciones de la 4T. Gertz ordenó su detención, convencido de que tenía margen político para hacerlo, pero el golpe abrió un expediente incómodo.
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Rocha no era opositor, sino un aliado funcional del sistema, y su arresto amenazaba con exponer relaciones financieras y compromisos internos que la 4T necesitaba mantener fuera del escrutinio público.
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La reacción fue presión para liberar al empresario, y presión todavía mayor para forzar la salida del fiscal. La narrativa oficial intenta presentar la renuncia como un acuerdo amistoso.
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Todas las piezas apuntan a un ajuste interno motivado por el temor de que la red de relaciones de Rocha Cantú terminara comprometiendo a figuras clave del proyecto obradorista.
Entre líneas. Es en este escenario donde Claudia Sheinbaum enfrenta una disyuntiva peligrosa. Por un lado, necesita marcar distancia de un fiscal que encarna la opacidad y el abuso que los votantes más críticos asocian con el viejo régimen. Por otro, debe evitar que esa distancia se interprete como un reconocimiento explícito de que Morena continuó las prácticas corruptas que juró combatir. Su equipo lo sabe, y por eso cada movimiento se ejecuta con una calculada ambigüedad.
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Las declaraciones de Sheinbaum en los últimos días son un ejemplo claro. Afirma que ofreció una embajada a Gertz como salida institucional, pero nunca explica las razones de su remoción ni su país de destino.
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No menciona los abusos del fiscal ni reconoce que fue despedido. Por el contrario, presenta su salida como un acuerdo político neutral, cuando todo indica que fue una decisión precipitada ante el temor de un daño mayor al gobierno.
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Sus portavoces intentan afirmar que no hubo presiones, mientras que figuras como Adán Augusto López se esfuerzan por negar cualquier rol en su destitución, a pesar de haber sido él la figura central que operativizó su destitución.
Visto y no visto. La estrategia resulta cada vez menos sostenible. La opinión pública percibe el intento de contención y más que evidentes son las inconsistencias, los silencios y los lapsus de la presidenta en torno al tema. La narrativa de que Gertz se fue por voluntad propia se desmorona ante la evidencia de que su caída respondió a una pugna interna entre grupos de poder de Morena y la insistencia en presentar todo como un proceso institucional ordenado únicamente subraya el artificio del relato.
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Morena enfrenta ahora el mismo dilema que enfrentaron los gobiernos del PRI cuando intentaban renovar su imagen sin reformar sus prácticas.
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Deben intentar mostrar que se “apartan de la corrupción” sin que eso sea una admisión de la existencia de esa corrupción.
En conclusión. La delfín de AMLO intenta inaugurar su sexenio con una exigencia de credibilidad que choca con la herencia política que carga. No puede romper con AMLO, pero tampoco puede gobernar con su sombra. Gertz Manero se convirtió en el recordatorio más evidente de esa contradicción.
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La incógnita es cuánto más podrá sostenerse la narrativa oficial antes de que el propio sistema de alianzas y lealtades internas haga imposible la ilusión de ruptura.
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Si algo dejó claro el caso Gertz-Rocha es que, con Morena, el viejo PRI nunca desapareció: solo cambió de rostro.
La caída de Alejandro Gertz Manero expuso que el gobierno de AMLO no desmontó las estructuras de corrupción e impunidad heredadas del PRI, sino que las adaptó a su propio proyecto político.
En perspectiva. Gertz fue el instrumento perfecto para esa continuidad. Nombrado bajo la promesa de “purificar la vida pública”, terminó replicando los mismos vicios que Morena decía combatir, como la justicia selectiva, las persecuciones políticas, los arreglos en la oscuridad y una red de lealtades personales por encima de la ley.
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Durante el sexenio de AMLO, el fiscal operó con un nivel de autonomía discrecional que recordaba los peores años del priismo.
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La FGR se convirtió en un brazo político más, disfrazado de combate a la corrupción.
Cómo funciona. El detonante que ahora lo derriba —el escándalo en torno a Raúl Rocha Cantú, empresario con una red de negocios opacos y vínculos sensibles con operadores de Morena y personajes cercanos al poder presidencial— reveló hasta qué punto la Fiscalía se había convertido en un campo de batalla entre facciones de la 4T. Gertz ordenó su detención, convencido de que tenía margen político para hacerlo, pero el golpe abrió un expediente incómodo.
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Rocha no era opositor, sino un aliado funcional del sistema, y su arresto amenazaba con exponer relaciones financieras y compromisos internos que la 4T necesitaba mantener fuera del escrutinio público.
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La reacción fue presión para liberar al empresario, y presión todavía mayor para forzar la salida del fiscal. La narrativa oficial intenta presentar la renuncia como un acuerdo amistoso.
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Todas las piezas apuntan a un ajuste interno motivado por el temor de que la red de relaciones de Rocha Cantú terminara comprometiendo a figuras clave del proyecto obradorista.
Entre líneas. Es en este escenario donde Claudia Sheinbaum enfrenta una disyuntiva peligrosa. Por un lado, necesita marcar distancia de un fiscal que encarna la opacidad y el abuso que los votantes más críticos asocian con el viejo régimen. Por otro, debe evitar que esa distancia se interprete como un reconocimiento explícito de que Morena continuó las prácticas corruptas que juró combatir. Su equipo lo sabe, y por eso cada movimiento se ejecuta con una calculada ambigüedad.
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Las declaraciones de Sheinbaum en los últimos días son un ejemplo claro. Afirma que ofreció una embajada a Gertz como salida institucional, pero nunca explica las razones de su remoción ni su país de destino.
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No menciona los abusos del fiscal ni reconoce que fue despedido. Por el contrario, presenta su salida como un acuerdo político neutral, cuando todo indica que fue una decisión precipitada ante el temor de un daño mayor al gobierno.
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Sus portavoces intentan afirmar que no hubo presiones, mientras que figuras como Adán Augusto López se esfuerzan por negar cualquier rol en su destitución, a pesar de haber sido él la figura central que operativizó su destitución.
Visto y no visto. La estrategia resulta cada vez menos sostenible. La opinión pública percibe el intento de contención y más que evidentes son las inconsistencias, los silencios y los lapsus de la presidenta en torno al tema. La narrativa de que Gertz se fue por voluntad propia se desmorona ante la evidencia de que su caída respondió a una pugna interna entre grupos de poder de Morena y la insistencia en presentar todo como un proceso institucional ordenado únicamente subraya el artificio del relato.
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Morena enfrenta ahora el mismo dilema que enfrentaron los gobiernos del PRI cuando intentaban renovar su imagen sin reformar sus prácticas.
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Deben intentar mostrar que se “apartan de la corrupción” sin que eso sea una admisión de la existencia de esa corrupción.
En conclusión. La delfín de AMLO intenta inaugurar su sexenio con una exigencia de credibilidad que choca con la herencia política que carga. No puede romper con AMLO, pero tampoco puede gobernar con su sombra. Gertz Manero se convirtió en el recordatorio más evidente de esa contradicción.
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La incógnita es cuánto más podrá sostenerse la narrativa oficial antes de que el propio sistema de alianzas y lealtades internas haga imposible la ilusión de ruptura.
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Si algo dejó claro el caso Gertz-Rocha es que, con Morena, el viejo PRI nunca desapareció: solo cambió de rostro.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: