El Ejecutivo decretó estado de Calamidad por el “[…] alto índice de acumulación de lluvia (sic) y saturación actual de los suelos en el territorio nacional, aumentando así el riesgo de experimentar desastres naturales […]”. Ante cualquier posible afectación a la vida y la propiedad de los ciudadanos, ciertamente el Gobierno debe tomar las medidas necesarias para evitar que suceda.
Sin embargo, en el caso del Decreto Gubernativo 2-2024, lo que originalmente lo motivó –el huracán Beryl– no tocó tierras guatemaltecas. Si bien no será el único meteoro en amenazar al país, no se trata de eventos que toman por sorpresa; las lluvias estacionales, casi todos los años, provocan deslaves, lahares, destrucción de la infraestructura vial, etc.
La ubicación de muchas viviendas populares –así como su precariedad– hacen particularmente vulnerable a buena parte de la población; la mala calidad de las carreteras y la falta de mantenimiento, también las hacen blanco fácil para que lluvias que no debiesen afectarla, lo hagan. Eso no está en discusión.
Lo que sí debe discutirse –y resolverse sin demora– es la escasa o nula preparación y capacidad gubernamental para prevenir y atender situaciones que son más que previsibles, pues son recurrentes. Es allí donde está la calamidad.
Guatemala cuenta con los recursos suficientes para que los fenómenos climatológicos no sean más que eso; no obstante, los mecanismos de adquisición gubernamental son excesivamente restrictivos y los estados de excepción obedecen a un régimen que no se alinea con la Constitución.
El Gobierno sabía con antelación que en esta época podría ocurrir lo que acontece. Si no lo sabían, evidenciaría que no estaban preparados y ese es un problema de otra magnitud; debieron prever y no lo hicieron.
Ahora, parece que la única opción que queda para poder atender todo lo que se sabía que venía, es adquirir insumos –puentes modulares, materiales de construcción, maquinaria, medicinas, equipamiento de emergencia, etc.– sin pasar por los restrictivos procesos de compras estatales. Es decir, régimen de excepción.
La discusión –válida– sobre si se deben restringir todos los derechos de los artículos 5 y 26 constitucionales o solo algunos, es secundaria. También lo es, la facultad casi ilimitada de compras, por más que los funcionarios prometan mesura. La discusión importante es la de abordar –sin demora– la creación de un régimen de adquisiciones en donde existan mecanismos de control, pero a la vez permita atender situaciones emergentes. Para encontrar la fórmula correcta no se debe caer en adanismos.
El futuro del estado de Calamidad decretado por el Gobierno está en manos del Congreso que hoy discute si lo aprueba, modifica o rechaza. Más allá de los intereses políticos, debe privar el interés nacional y el bienestar de los guatemaltecos.
El Ejecutivo decretó estado de Calamidad por el “[…] alto índice de acumulación de lluvia (sic) y saturación actual de los suelos en el territorio nacional, aumentando así el riesgo de experimentar desastres naturales […]”. Ante cualquier posible afectación a la vida y la propiedad de los ciudadanos, ciertamente el Gobierno debe tomar las medidas necesarias para evitar que suceda.
Sin embargo, en el caso del Decreto Gubernativo 2-2024, lo que originalmente lo motivó –el huracán Beryl– no tocó tierras guatemaltecas. Si bien no será el único meteoro en amenazar al país, no se trata de eventos que toman por sorpresa; las lluvias estacionales, casi todos los años, provocan deslaves, lahares, destrucción de la infraestructura vial, etc.
La ubicación de muchas viviendas populares –así como su precariedad– hacen particularmente vulnerable a buena parte de la población; la mala calidad de las carreteras y la falta de mantenimiento, también las hacen blanco fácil para que lluvias que no debiesen afectarla, lo hagan. Eso no está en discusión.
Lo que sí debe discutirse –y resolverse sin demora– es la escasa o nula preparación y capacidad gubernamental para prevenir y atender situaciones que son más que previsibles, pues son recurrentes. Es allí donde está la calamidad.
Guatemala cuenta con los recursos suficientes para que los fenómenos climatológicos no sean más que eso; no obstante, los mecanismos de adquisición gubernamental son excesivamente restrictivos y los estados de excepción obedecen a un régimen que no se alinea con la Constitución.
El Gobierno sabía con antelación que en esta época podría ocurrir lo que acontece. Si no lo sabían, evidenciaría que no estaban preparados y ese es un problema de otra magnitud; debieron prever y no lo hicieron.
Ahora, parece que la única opción que queda para poder atender todo lo que se sabía que venía, es adquirir insumos –puentes modulares, materiales de construcción, maquinaria, medicinas, equipamiento de emergencia, etc.– sin pasar por los restrictivos procesos de compras estatales. Es decir, régimen de excepción.
La discusión –válida– sobre si se deben restringir todos los derechos de los artículos 5 y 26 constitucionales o solo algunos, es secundaria. También lo es, la facultad casi ilimitada de compras, por más que los funcionarios prometan mesura. La discusión importante es la de abordar –sin demora– la creación de un régimen de adquisiciones en donde existan mecanismos de control, pero a la vez permita atender situaciones emergentes. Para encontrar la fórmula correcta no se debe caer en adanismos.
El futuro del estado de Calamidad decretado por el Gobierno está en manos del Congreso que hoy discute si lo aprueba, modifica o rechaza. Más allá de los intereses políticos, debe privar el interés nacional y el bienestar de los guatemaltecos.