Juan Pablo Ligorría: “La autoconstrucción quiso divorciarse del adobe y se casó con el block”
La vivienda en Guatemala crece en vertical, pero también hacia zonas más complejas: laderas, pendientes, suelos deslizables y áreas donde condiciona la geología. Entender cómo responde el terreno no es un detalle técnico: es el eje del riesgo.
En entrevista con República Inmobiliaria, el ingeniero geofísico Juan Pablo Ligorría explica la diferencia de sensibilidad de sismos en zonas vecinas, cómo la ciudad terminó construida sobre trazas de fallas y qué errores urbanos comprometen proyectos.
¿Por qué un mismo sismo se siente distinto en zonas que están cerca?
—La condición de los sismos es que ellos propagan su energía en el subsuelo. No es por medio del aire ni por los medios artificiales. Y el subsuelo tiene heterogeneidades y diferencias entre una localidad y otra.
No es lo mismo estar a la orilla de un barranco, donde las pendientes amplifican las ondas sísmicas, que estar cerca de una montaña. Por eso, unos y otros reciben la sensibilidad del sismo de distinta manera.
El otro factor es el origen del sismo. No es lo mismo uno que venga del norte del país que uno del sur o de otra posición geográfica. La procedencia de la fuente sísmica es diferente.
¿Cuáles son los errores urbanos más frecuentes al construir en el territorio nacional?
—Es una combinación de todo. Cuando habitamos o construimos en un terreno, pensamos en metros cuadrados, pero vivimos en metros cúbicos: hay profundidad y espacio hacia arriba.
El primer error es no entender esa relación tridimensional. Hay barrancos y estructuras geológicas no evidentes en la superficie, borradas por el desarrollo urbano.
Hace unos 20 años, al consolidarse el Plan de Ordenamiento Territorial, me preguntaron si tenía un mapa de fallas de la ciudad. Resultó que buena parte de la mancha urbana ya estaba construida sobre trazas de fallas.
Los acuíferos inciden en las cimentaciones, así como la proximidad a accidentes geográficos. Los barrancos, drenajes naturales, suelen trazarse sobre sistemas de fallas. Decir “fallas” es agresivo: son elementos geográficos estructurales. Que estén activos es una cosa; que generen un sismo requiere confinamiento a 8-20 kilómetros de profundidad.
Las fallas visibles son resultado de millones de años. No es válido decir: “Aquí pasa una falla, mañana va a temblar”. No funciona así.
¿Qué información deberían revisar las municipalidades antes de aprobar proyectos?
—Más que sísmica o geotérmica, es geotécnica. Se refiere a las condiciones del terreno y a la amenaza sísmica.
Un terreno en estado natural cambia cuando decidimos construir sobre él una escuela, parque o edificio. La información esencial depende del esfuerzo que vamos a imponer y de cómo responderá el terreno.
El estudio fundamental es la caracterización del terreno. A profundidad, la pregunta es: ¿qué pasa en el subsuelo? Con la edificabilidad actual, se exigen estacionamientos que obligan a excavar fosos profundos.
En una ciudad tan densamente ocupada, importan mucho las colindancias. Esos “barranquitos artificiales” deben estar bien confinados para que las paredes no colapsen. Pero, al hacerlo, afectamos las vecindades. Edificio junto a edificio genera riesgo adicional.
¿Estamos construyendo vivienda en suelos capaces de soportar la densidad actual?
—Los suelos de la ciudad son generosos en capacidad de soporte. Resisten cargas de edificios. Pero, como no hay dos glorias juntas, son muy deslizables: pueden degradarse o desmoronarse con agua subterránea o esfuerzos mecánicos.
Que un terreno aguante no significa que sea absolutamente estable. También influye lo que le exigimos. Cuando extraemos agua, el acuífero baja y hay que bombear más profundo. Esa afección no es sana.
Además, hay edificios sobre laderas en zonas como la 16. Esas laderas pueden deslizarse si la cimentación no es adecuada. Lo ideal sería no construir ahí, pero las vistas bonitas empujan a hacerlo.
La construcción en laderas tiene demandas mayores que en planicies. En otros países son roca pura; aquí, suelos boscosos y más livianos.
¿Qué requerimientos mínimos deberían cumplirse para construir de forma segura en laderas?
—El concepto clave es riesgo: una probabilidad de pérdida. El riesgo combina amenaza y vulnerabilidad.
Para ilustrarlo: si cuento dinero en un barrio marginal, soy vulnerable; si lo hago en una bóveda, no. Lo mismo ocurre con los sismos: debemos reducir la vulnerabilidad.
Las medidas esenciales son tres. Primero, conocer el terreno: qué tan cerca está de una fuente sísmica y cómo responderá. Segundo, el ordenamiento territorial: comportarnos según dónde se ubica el proyecto. Tercero, las normas de construcción: definen cómo diseñar un edificio sismorresistente.
Y hay otra: el contenido del edificio. Cielos falsos mal sostenidos, ventanales sin asegurar o elementos sueltos aumentan riesgos. La forma en que ocupamos el espacio también influye.
¿Qué debería revisar un ciudadano para entender el riesgo del lugar donde vive?
—No hay nada mejor que estar informado. Esta conversación busca generar conciencia y sensibilización. Culturalmente, nuestras experiencias marcan comportamiento.
En 1976 murió mucha gente y se perdió el 18 % del PIB. Eso dejó huella y rechazamos el adobe. La construcción formal va por buen camino. No perfecta, pero con rigor aceptado. La autoconstrucción no ha tenido ese rigor.
Las remesas impulsaron la semiverticalidad: casas de un nivel convertidas en tres o cuatro con estructura insuficiente. Es un nuevo “adobe”, ahora de block. Hay que tecnificar a albañiles y maestros de obra. Informarnos, educarnos, conocer el terreno y apoyar los esfuerzos académicos.
¿La construcción en Guatemala cambió después del terremoto de 1976?
—No toda la edificación formal, pero buena parte, pasó la prueba del 76. Es un mensaje ambiguo: la autoconstrucción quiso divorciarse del adobe y se casó con el block, pero eso no garantiza estructura.
El ejemplo del esqueleto humano ayuda: uno puede caminar por su estructura. Si se fractura la pierna, no puede sostenerse. No importa si se raspó la piel; lo crucial es la estructura.
Si ahora ocurriera un sismo muy fuerte, sentiríamos un impacto grande, pero un edificio bien diseñado se mantiene en pie. Tardaríamos en bajar gradas, pero la vida se salva.
La construcción formal ha evolucionado positivamente. Sin embargo, el terreno está saturado: vehículos, personas, cargas. La respuesta ha sido densificar verticalmente. Más edificios, más apartamentos.
Una solución es fortalecer ciudades intermedias y otros contextos urbanos del país. Eso dinamiza la economía y evita seguir saturando la capital.
Juan Pablo Ligorría: “La autoconstrucción quiso divorciarse del adobe y se casó con el block”
La vivienda en Guatemala crece en vertical, pero también hacia zonas más complejas: laderas, pendientes, suelos deslizables y áreas donde condiciona la geología. Entender cómo responde el terreno no es un detalle técnico: es el eje del riesgo.
En entrevista con República Inmobiliaria, el ingeniero geofísico Juan Pablo Ligorría explica la diferencia de sensibilidad de sismos en zonas vecinas, cómo la ciudad terminó construida sobre trazas de fallas y qué errores urbanos comprometen proyectos.
¿Por qué un mismo sismo se siente distinto en zonas que están cerca?
—La condición de los sismos es que ellos propagan su energía en el subsuelo. No es por medio del aire ni por los medios artificiales. Y el subsuelo tiene heterogeneidades y diferencias entre una localidad y otra.
No es lo mismo estar a la orilla de un barranco, donde las pendientes amplifican las ondas sísmicas, que estar cerca de una montaña. Por eso, unos y otros reciben la sensibilidad del sismo de distinta manera.
El otro factor es el origen del sismo. No es lo mismo uno que venga del norte del país que uno del sur o de otra posición geográfica. La procedencia de la fuente sísmica es diferente.
¿Cuáles son los errores urbanos más frecuentes al construir en el territorio nacional?
—Es una combinación de todo. Cuando habitamos o construimos en un terreno, pensamos en metros cuadrados, pero vivimos en metros cúbicos: hay profundidad y espacio hacia arriba.
El primer error es no entender esa relación tridimensional. Hay barrancos y estructuras geológicas no evidentes en la superficie, borradas por el desarrollo urbano.
Hace unos 20 años, al consolidarse el Plan de Ordenamiento Territorial, me preguntaron si tenía un mapa de fallas de la ciudad. Resultó que buena parte de la mancha urbana ya estaba construida sobre trazas de fallas.
Los acuíferos inciden en las cimentaciones, así como la proximidad a accidentes geográficos. Los barrancos, drenajes naturales, suelen trazarse sobre sistemas de fallas. Decir “fallas” es agresivo: son elementos geográficos estructurales. Que estén activos es una cosa; que generen un sismo requiere confinamiento a 8-20 kilómetros de profundidad.
Las fallas visibles son resultado de millones de años. No es válido decir: “Aquí pasa una falla, mañana va a temblar”. No funciona así.
¿Qué información deberían revisar las municipalidades antes de aprobar proyectos?
—Más que sísmica o geotérmica, es geotécnica. Se refiere a las condiciones del terreno y a la amenaza sísmica.
Un terreno en estado natural cambia cuando decidimos construir sobre él una escuela, parque o edificio. La información esencial depende del esfuerzo que vamos a imponer y de cómo responderá el terreno.
El estudio fundamental es la caracterización del terreno. A profundidad, la pregunta es: ¿qué pasa en el subsuelo? Con la edificabilidad actual, se exigen estacionamientos que obligan a excavar fosos profundos.
En una ciudad tan densamente ocupada, importan mucho las colindancias. Esos “barranquitos artificiales” deben estar bien confinados para que las paredes no colapsen. Pero, al hacerlo, afectamos las vecindades. Edificio junto a edificio genera riesgo adicional.
¿Estamos construyendo vivienda en suelos capaces de soportar la densidad actual?
—Los suelos de la ciudad son generosos en capacidad de soporte. Resisten cargas de edificios. Pero, como no hay dos glorias juntas, son muy deslizables: pueden degradarse o desmoronarse con agua subterránea o esfuerzos mecánicos.
Que un terreno aguante no significa que sea absolutamente estable. También influye lo que le exigimos. Cuando extraemos agua, el acuífero baja y hay que bombear más profundo. Esa afección no es sana.
Además, hay edificios sobre laderas en zonas como la 16. Esas laderas pueden deslizarse si la cimentación no es adecuada. Lo ideal sería no construir ahí, pero las vistas bonitas empujan a hacerlo.
La construcción en laderas tiene demandas mayores que en planicies. En otros países son roca pura; aquí, suelos boscosos y más livianos.
¿Qué requerimientos mínimos deberían cumplirse para construir de forma segura en laderas?
—El concepto clave es riesgo: una probabilidad de pérdida. El riesgo combina amenaza y vulnerabilidad.
Para ilustrarlo: si cuento dinero en un barrio marginal, soy vulnerable; si lo hago en una bóveda, no. Lo mismo ocurre con los sismos: debemos reducir la vulnerabilidad.
Las medidas esenciales son tres. Primero, conocer el terreno: qué tan cerca está de una fuente sísmica y cómo responderá. Segundo, el ordenamiento territorial: comportarnos según dónde se ubica el proyecto. Tercero, las normas de construcción: definen cómo diseñar un edificio sismorresistente.
Y hay otra: el contenido del edificio. Cielos falsos mal sostenidos, ventanales sin asegurar o elementos sueltos aumentan riesgos. La forma en que ocupamos el espacio también influye.
¿Qué debería revisar un ciudadano para entender el riesgo del lugar donde vive?
—No hay nada mejor que estar informado. Esta conversación busca generar conciencia y sensibilización. Culturalmente, nuestras experiencias marcan comportamiento.
En 1976 murió mucha gente y se perdió el 18 % del PIB. Eso dejó huella y rechazamos el adobe. La construcción formal va por buen camino. No perfecta, pero con rigor aceptado. La autoconstrucción no ha tenido ese rigor.
Las remesas impulsaron la semiverticalidad: casas de un nivel convertidas en tres o cuatro con estructura insuficiente. Es un nuevo “adobe”, ahora de block. Hay que tecnificar a albañiles y maestros de obra. Informarnos, educarnos, conocer el terreno y apoyar los esfuerzos académicos.
¿La construcción en Guatemala cambió después del terremoto de 1976?
—No toda la edificación formal, pero buena parte, pasó la prueba del 76. Es un mensaje ambiguo: la autoconstrucción quiso divorciarse del adobe y se casó con el block, pero eso no garantiza estructura.
El ejemplo del esqueleto humano ayuda: uno puede caminar por su estructura. Si se fractura la pierna, no puede sostenerse. No importa si se raspó la piel; lo crucial es la estructura.
Si ahora ocurriera un sismo muy fuerte, sentiríamos un impacto grande, pero un edificio bien diseñado se mantiene en pie. Tardaríamos en bajar gradas, pero la vida se salva.
La construcción formal ha evolucionado positivamente. Sin embargo, el terreno está saturado: vehículos, personas, cargas. La respuesta ha sido densificar verticalmente. Más edificios, más apartamentos.
Una solución es fortalecer ciudades intermedias y otros contextos urbanos del país. Eso dinamiza la economía y evita seguir saturando la capital.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: