El debate anual sobre el salario mínimo revive con una propuesta del Gobierno de aumentar el 12 % para 2026. El riesgo de continuar con alzas sin base técnica es aumentar informalidad, frenar inversión y estimular migración.
Cómo funciona. El 15 de septiembre venció el plazo para que las seis comisiones paritarias entregaran propuestas a la Comisión Nacional del Salario (CNS). Aunque el ajuste incidirá solo en una quinta parte de los ocupados, su alcance político y económico condiciona la competitividad nacional.
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Si bien las recomendaciones pasan a la CNS, estas no son obligatorias ni vinculantes. La decisión final siempre recae en el mandatario de turno.
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El ajuste salarial es más que un número. Este redefine la viabilidad de las empresas en un país donde la productividad no siempre acompaña los costos laborales.
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Un diseño de revisión anual consume meses de recursos sin modificar la raíz del problema: la escasa creación de empleo formal.
Punto de fricción. David Casasola, investigador asociado del CIEN, explica que los incrementos anuales ocasionan incertidumbre y empujan a las empresas a automatizar procesos o reducir plazas. En los últimos dos años, estos no produjeron mejoras en formalidad o competitividad.
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Unos 2M de guatemaltecos están en el sector formal, mientras que el 80 % de trabajadores vive en la informalidad. “Los ajustes no modifican las condiciones de subsistencia de estos últimos”, advierte el analista.
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El economista asegura que la desconexión entre política salarial y problemas estructurales perpetúa la falta de empleo formal. Esto reduce el sueldo a un mero recurso aspiracional.
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Mientras tanto, la revisión anual expone a las empresas a una incertidumbre constante. Frena sus inversiones y planificaciones de largo plazo.
Visto y no visto. “La metodología actual depende de confrontaciones y no de criterios técnicos que midan productividad, inflación y capacidad de pago”, menciona Sigfrido Lee, director de la Unidad Económica del CACIF. “No es solo un aumento a la nómina”.
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“Ese balance ya no existe”, enfatiza. Explica que el costo laboral supera lo que muchos trabajadores aportan en productividad. Esto obliga a sustituir empleos por tecnología o cerrar operaciones.
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La sostenibilidad está en riesgo: en menos de dos años los incrementos suman más del 20 %, mientras la inflación ronda apenas el 2 %. “No hay justificación técnica”, recalca Lee.
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El impacto ya se refleja. Desde 2020, Guatemala pasó de crear 100 000 plazas formales anuales a solo 60 000 este año, dejando a 40 000 jóvenes sin oportunidades y empujados hacia la informalidad o la migración.
Lo que sigue. Los expertos coinciden en que el debate debe ser en cómo diseñar los aumentos. Las decisiones deberían basarse en método y productividad, no en confrontaciones anuales.
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Una metodología que combine inflación, costo de vida y productividad permitiría ajustes sostenibles para empresas y trabajadores.
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Casasola plantea que pactos de mediano plazo —como sucede en otros países de la región— darían previsibilidad y evitarían la volatilidad de decisiones políticas anuales. Se debe vincular productividad, inflación y costo de vida.
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“Sin empresa que pague, no hay salario”, advierte Lee. Subraya que el verdadero desafío es preservar empleos.
El debate anual sobre el salario mínimo revive con una propuesta del Gobierno de aumentar el 12 % para 2026. El riesgo de continuar con alzas sin base técnica es aumentar informalidad, frenar inversión y estimular migración.
Cómo funciona. El 15 de septiembre venció el plazo para que las seis comisiones paritarias entregaran propuestas a la Comisión Nacional del Salario (CNS). Aunque el ajuste incidirá solo en una quinta parte de los ocupados, su alcance político y económico condiciona la competitividad nacional.
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Si bien las recomendaciones pasan a la CNS, estas no son obligatorias ni vinculantes. La decisión final siempre recae en el mandatario de turno.
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El ajuste salarial es más que un número. Este redefine la viabilidad de las empresas en un país donde la productividad no siempre acompaña los costos laborales.
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Un diseño de revisión anual consume meses de recursos sin modificar la raíz del problema: la escasa creación de empleo formal.
Punto de fricción. David Casasola, investigador asociado del CIEN, explica que los incrementos anuales ocasionan incertidumbre y empujan a las empresas a automatizar procesos o reducir plazas. En los últimos dos años, estos no produjeron mejoras en formalidad o competitividad.
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Unos 2M de guatemaltecos están en el sector formal, mientras que el 80 % de trabajadores vive en la informalidad. “Los ajustes no modifican las condiciones de subsistencia de estos últimos”, advierte el analista.
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El economista asegura que la desconexión entre política salarial y problemas estructurales perpetúa la falta de empleo formal. Esto reduce el sueldo a un mero recurso aspiracional.
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Mientras tanto, la revisión anual expone a las empresas a una incertidumbre constante. Frena sus inversiones y planificaciones de largo plazo.
Visto y no visto. “La metodología actual depende de confrontaciones y no de criterios técnicos que midan productividad, inflación y capacidad de pago”, menciona Sigfrido Lee, director de la Unidad Económica del CACIF. “No es solo un aumento a la nómina”.
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“Ese balance ya no existe”, enfatiza. Explica que el costo laboral supera lo que muchos trabajadores aportan en productividad. Esto obliga a sustituir empleos por tecnología o cerrar operaciones.
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La sostenibilidad está en riesgo: en menos de dos años los incrementos suman más del 20 %, mientras la inflación ronda apenas el 2 %. “No hay justificación técnica”, recalca Lee.
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El impacto ya se refleja. Desde 2020, Guatemala pasó de crear 100 000 plazas formales anuales a solo 60 000 este año, dejando a 40 000 jóvenes sin oportunidades y empujados hacia la informalidad o la migración.
Lo que sigue. Los expertos coinciden en que el debate debe ser en cómo diseñar los aumentos. Las decisiones deberían basarse en método y productividad, no en confrontaciones anuales.
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Una metodología que combine inflación, costo de vida y productividad permitiría ajustes sostenibles para empresas y trabajadores.
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Casasola plantea que pactos de mediano plazo —como sucede en otros países de la región— darían previsibilidad y evitarían la volatilidad de decisiones políticas anuales. Se debe vincular productividad, inflación y costo de vida.
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“Sin empresa que pague, no hay salario”, advierte Lee. Subraya que el verdadero desafío es preservar empleos.