El 12 de octubre suele despertar pasiones cruzadas. Para algunos, es “el día de la raza”; para otros, una fecha de duelo que recuerda el inicio del supuesto genocidio indígena. Pero más allá de los mitos modernos, lo que conmemoramos no es un acto de conquista brutal. Esta lectura distorsiona la historia y mutila el sentido profundo de lo que en verdad ocurrió: el inicio del mayor proyecto civilizatorio y cultural de la historia occidental: la Hispanidad.
La leyenda negra, elaborada en los siglos XVI y XVII por los rivales imperiales de España, fue una maquinaria propagandística que sirvió a intereses políticos, religiosos y económicos. Pintó a los españoles como crueles, fanáticos y explotadores, justificando así la expansión británica, francesa y neerlandesa bajo el supuesto manto de la civilización. Su eco, sin embargo, no se apagó con los siglos. En América Latina, encontró terreno fértil en las narrativas indigenistas y populistas que, incapaces de asumir la responsabilidad de sus propios fracasos, culpan a un pasado remoto de todos sus males. En España, en cambio, ha germinado en una culpa postimperial que reniega de su propia historia. Ambos extremos olvidan que no fue solo una conquista política, sino también un proceso de fusión cultural, religiosa y lingüística sin precedentes.
La empresa americana de España fue, con todos sus errores y sombras, una obra civilizatoria. En pocas décadas, los territorios descubiertos se llenaron de ciudades, universidades, hospitales, templos y cabildos. Se introdujo el derecho romano, la lengua castellana, el calendario, la moneda, la agricultura organizada y la imprenta. Se estableció una red de comercio y de comunicación que unió tres continentes bajo un mismo orden político. Ninguna otra potencia europea intentó algo semejante. Donde los británicos y franceses erigieron colonias extractivas y segregacionistas, los españoles construyeron una sociedad mestiza y cristiana.
A diferencia del modelo anglosajón, que expulsó o aniquiló a las poblaciones nativas, España las integró, las evangelizó y las reconoció jurídicamente como parte del imperio. Las Leyes de Indias de 1680 no fueron perfectas, pero expresaron un principio radical para la época: que los indígenas eran súbditos de la Corona con derechos protegidos por el mismo monarca. La controversia de Valladolid, en la que el fray Bartolomé de las Casas defendió la dignidad de los pueblos americanos, no tiene paralelo en ningún otro proceso colonial. Ni Francia debatió la humanidad de los africanos, ni Inglaterra reconoció a los nativos como iguales ante la ley. En la América hispana, en cambio, el mestizaje no fue una anomalía, sino el cimiento de una nueva identidad.
Esa identidad hispánica es, precisamente, lo que hoy muchos niegan o desprecian. Se habla del “trauma colonial” con los mismos clichés del siglo XIX, sin advertir que sin España no existirían ni México ni Guatemala, ni Perú ni Colombia. No existiría la lengua que nos une, ni la fe que dio sentido a nuestras instituciones, ni el derecho que todavía estructura nuestros códigos. A partir de esa cultura hispana, América creó sus propias formas, su literatura, su música, su arte y su política. La grandeza del continente no se explica a pesar de España, sino a partir de España.
La hispanidad frente al espejo del presente
La hispanidad, entonces, no es un recuerdo imperial, sino una comunidad viva que atraviesa océanos y siglos. Es un espacio espiritual y cultural en el que más de quinientos millones de personas comparten una lengua, una visión del mundo y una historia común. Rechazarla en nombre del resentimiento es un acto de mutilación cultural. En tiempos en los que la fragmentación, la polarización y el revisionismo amenazan con borrar los vínculos que nos sostienen, reivindicar la hispanidad es un gesto de reconciliación y de orgullo.
Desde España, sería un error seguir avergonzándose de un pasado que, con todos sus claroscuros, dio forma a medio planeta. Desde América, lo sería seguir cultivando la narrativa victimista que reduce cinco siglos de historia a una caricatura de opresores y oprimidos. En ambos lados del Atlántico, hemos caído en la trampa de la leyenda negra: vernos con desconfianza, desprecio o paternalismo, en lugar de reconocernos como ramas de un mismo tronco.
La hispanidad no fue un accidente histórico, sino un proyecto civilizatorio que unió pueblos, lenguas y credos bajo una misma cosmovisión. Fue —y sigue siendo— una comunidad de cultura y de destino. Este 12 de octubre no se debe pedir perdón ni lamentarse por ella, sino celebrarla. Lo que comenzó aquel día de 1492 no fue el fin de una civilización, sino el nacimiento de una nueva y mejor. Y su legado, lejos de ser una carga, es una herencia que nos une, nos define y nos hace, en lo más profundo, parte de un mismo mundo.
El 12 de octubre suele despertar pasiones cruzadas. Para algunos, es “el día de la raza”; para otros, una fecha de duelo que recuerda el inicio del supuesto genocidio indígena. Pero más allá de los mitos modernos, lo que conmemoramos no es un acto de conquista brutal. Esta lectura distorsiona la historia y mutila el sentido profundo de lo que en verdad ocurrió: el inicio del mayor proyecto civilizatorio y cultural de la historia occidental: la Hispanidad.
La leyenda negra, elaborada en los siglos XVI y XVII por los rivales imperiales de España, fue una maquinaria propagandística que sirvió a intereses políticos, religiosos y económicos. Pintó a los españoles como crueles, fanáticos y explotadores, justificando así la expansión británica, francesa y neerlandesa bajo el supuesto manto de la civilización. Su eco, sin embargo, no se apagó con los siglos. En América Latina, encontró terreno fértil en las narrativas indigenistas y populistas que, incapaces de asumir la responsabilidad de sus propios fracasos, culpan a un pasado remoto de todos sus males. En España, en cambio, ha germinado en una culpa postimperial que reniega de su propia historia. Ambos extremos olvidan que no fue solo una conquista política, sino también un proceso de fusión cultural, religiosa y lingüística sin precedentes.
La empresa americana de España fue, con todos sus errores y sombras, una obra civilizatoria. En pocas décadas, los territorios descubiertos se llenaron de ciudades, universidades, hospitales, templos y cabildos. Se introdujo el derecho romano, la lengua castellana, el calendario, la moneda, la agricultura organizada y la imprenta. Se estableció una red de comercio y de comunicación que unió tres continentes bajo un mismo orden político. Ninguna otra potencia europea intentó algo semejante. Donde los británicos y franceses erigieron colonias extractivas y segregacionistas, los españoles construyeron una sociedad mestiza y cristiana.
A diferencia del modelo anglosajón, que expulsó o aniquiló a las poblaciones nativas, España las integró, las evangelizó y las reconoció jurídicamente como parte del imperio. Las Leyes de Indias de 1680 no fueron perfectas, pero expresaron un principio radical para la época: que los indígenas eran súbditos de la Corona con derechos protegidos por el mismo monarca. La controversia de Valladolid, en la que el fray Bartolomé de las Casas defendió la dignidad de los pueblos americanos, no tiene paralelo en ningún otro proceso colonial. Ni Francia debatió la humanidad de los africanos, ni Inglaterra reconoció a los nativos como iguales ante la ley. En la América hispana, en cambio, el mestizaje no fue una anomalía, sino el cimiento de una nueva identidad.
Esa identidad hispánica es, precisamente, lo que hoy muchos niegan o desprecian. Se habla del “trauma colonial” con los mismos clichés del siglo XIX, sin advertir que sin España no existirían ni México ni Guatemala, ni Perú ni Colombia. No existiría la lengua que nos une, ni la fe que dio sentido a nuestras instituciones, ni el derecho que todavía estructura nuestros códigos. A partir de esa cultura hispana, América creó sus propias formas, su literatura, su música, su arte y su política. La grandeza del continente no se explica a pesar de España, sino a partir de España.
La hispanidad frente al espejo del presente
La hispanidad, entonces, no es un recuerdo imperial, sino una comunidad viva que atraviesa océanos y siglos. Es un espacio espiritual y cultural en el que más de quinientos millones de personas comparten una lengua, una visión del mundo y una historia común. Rechazarla en nombre del resentimiento es un acto de mutilación cultural. En tiempos en los que la fragmentación, la polarización y el revisionismo amenazan con borrar los vínculos que nos sostienen, reivindicar la hispanidad es un gesto de reconciliación y de orgullo.
Desde España, sería un error seguir avergonzándose de un pasado que, con todos sus claroscuros, dio forma a medio planeta. Desde América, lo sería seguir cultivando la narrativa victimista que reduce cinco siglos de historia a una caricatura de opresores y oprimidos. En ambos lados del Atlántico, hemos caído en la trampa de la leyenda negra: vernos con desconfianza, desprecio o paternalismo, en lugar de reconocernos como ramas de un mismo tronco.
La hispanidad no fue un accidente histórico, sino un proyecto civilizatorio que unió pueblos, lenguas y credos bajo una misma cosmovisión. Fue —y sigue siendo— una comunidad de cultura y de destino. Este 12 de octubre no se debe pedir perdón ni lamentarse por ella, sino celebrarla. Lo que comenzó aquel día de 1492 no fue el fin de una civilización, sino el nacimiento de una nueva y mejor. Y su legado, lejos de ser una carga, es una herencia que nos une, nos define y nos hace, en lo más profundo, parte de un mismo mundo.