En los últimos meses hemos escuchado una idea peligrosa repetida en el Congreso y en ciertos círculos políticos: construir una Guatemala sin CACIF. La propuesta no es menor. Implica eliminar la representación del sector productivo organizado en las juntas directivas del Estado y, con ello, romper uno de los equilibrios esenciales de cualquier república funcional. Un país que sustituye el diálogo por la expulsión y la representación por la imposición no se fortalece; se fragmenta. Y una república fragmentada casi siempre termina más pobre, más débil y más sometida a los intereses del poder político de turno.
Desde Aristóteles, Polibio y Cicerón, la república se entendió como un delicado equilibrio entre tres fuerzas: el gobierno (la monarquía en su forma abstracta), la élite productiva (la aristocracia) y el pueblo (la democracia).1 Cada una aporta estabilidad desde su lugar, pero cada una también posee un defecto que, sin contrapesos, destruye el sistema. La monarquía tiende a la dictadura, como ocurrió en la Francia absolutista o en la Rusia zarista; la aristocracia deriva en oligarquía cuando deja de renovarse, como sucedió en la Argentina de finales del siglo XIX; y la democracia, sin frenos, puede caer en la anarquía o en el populismo, como lo demuestra la Grecia clásica o, más recientemente, Venezuela y Nicaragua.2 La república vive únicamente cuando estas fuerzas se equilibran; muere cuando una pretende suprimir a las demás.
Eliminar al CACIF de la representación institucional es, por tanto, un ataque directo a una de las columnas que sostienen ese equilibrio. Y lo más grave es que se basa en premisas falsas. El CACIF no es un club cerrado de grandes empresas. Es una federación de cámaras con elecciones internas, presidencias rotativas cada año y representación de sectores completos, no de individuos aislados. La evidencia documental de las últimas quince juntas directivas lo demuestra: han participado cámaras como FEPYME y la Cámara Empresarial de Comercio y Servicios, cuyo liderazgo se compone casi exclusivamente de pequeñas y medianas empresas. La Cámara de Comercio, que por temporadas ha formado parte del CACIF y hoy mantiene independencia temporal, es por sí misma un recordatorio de que el sector empresarial puede actuar unido aun desde la autonomía.
La diversidad empresarial es un hecho visible. En los últimos años, varias de las cámaras más grandes del país han sido presididas por emprendedores de tamaño mediano que compiten con corporaciones nacionales y que construyeron sus empresas desde cero. Esta forma de organización no es una anomalía guatemalteca; es la norma en los países que han logrado desarrollarse y continúan haciéndolo. Corea del Sur tiene a la Federación de Industrias Coreanas, Japón cuenta con el Keidanren, Alemania con el BDI, Italia con Confindustria, y en países como Irlanda, Holanda, Suecia, Dinamarca y Finlandia, las confederaciones empresariales desempeñan un papel central en el diálogo económico y la formulación de políticas de largo plazo. En todos esos casos, la prosperidad nacional surgió —y se mantiene— gracias a la existencia de interlocutores empresariales fuertes, representativos y capaces de pensar más allá de los ciclos electorales. Ningún país exitoso ha sustituido a sus cámaras por estructuras políticas; los países que lo han hecho entraron en declive. Guatemala no debería convertirse en la excepción.
En términos económicos, la representatividad de CACIF tampoco tiene comparación. Las cámaras que lo integran agrupan entre cinco mil y siete mil empresas, pero esas empresas generan entre la mitad y dos tercios del PIB nacional, pagan más de dos terceras partes de los impuestos empresariales que no provienen del IVA doméstico, producen tres cuartas partes de las exportaciones del país y concentran la mayor parte del empleo formal.3 Ninguna otra organización empresarial, ni el CNE ni ningún otro actor político o social, se acerca mínimamente a este peso económico y técnico. Y sus espacios en juntas directivas no son privilegios: están establecidos en leyes que exigen que el Estado escuche a los sectores productivos representativos, no a estructuras improvisadas o a individuos escogidos desde el poder político.
No puede negarse que, en los últimos años, varios actores internacionales —entre ellos agencias de cooperación de gobiernos occidentales— han brindado apoyo financiero y político al CNE bajo la premisa de que esta estructura podría ‘equilibrar’ la influencia del sector productivo organizado. La intención puede haber sido legítima, pero el resultado es problemático: se intenta sustituir una representación empresarial real y electa por una estructura política sin legitimidad económica, sin elecciones internas y sin respaldo sectorial. La cooperación internacional es bien recibida cuando fortalece instituciones, no cuando las sustituye. En el caso empresarial, reemplazar una federación electa por una estructura política debilita, en vez de fortalecer, la calidad del diálogo institucional.
Este tipo de sustituciones tiene precedentes claros. Así ha sido en Rusia, así ha sido en Venezuela, así ha sido en Zimbabue. En todos esos casos, la destrucción de la representación empresarial independiente precedió el colapso económico. Cuando se elimina ese contrapeso, cae la inversión, se destruye el empleo, aumenta la inflación y se multiplican los espacios para la arbitrariedad del Estado. Las élites casi siempre tienen la posibilidad de mudarse, mover sus inversiones o esperar la tormenta. Los que se quedan a sufrir las consecuencias son los trabajadores, los pequeños emprendimientos, los jóvenes sin oportunidades y las familias que dependen de empleos formales. Los pobres pagan siempre el precio más alto cuando se destruye una república.
Por eso es importante aclarar otro punto: el enemigo no son los empresarios formales. Los privilegios más graves en Guatemala provienen de empresas que operan dentro de redes de corrupción en la obra pública, no de las cámaras representadas en el CACIF. Basta recordar que ninguna de las grandes empresas afiliadas a la Cámara de la Construcción figura entre los principales contratistas del Estado. Su trabajo real está en los más de 250 edificios que hoy se construyen en la ciudad de Guatemala y en los 60 que iniciarán el próximo año. El problema no está en quienes compiten, innovan y generan empleo, sino en quienes se cuelgan del Estado para vivir de contratos sin transparencia.
Quienes aún duden del valor de una interlocución empresarial sólida deberían recordar lo ocurrido hace pocos meses. Cuando Guatemala tuvo que negociar temas de tarifas y exportaciones con el presidente Donald Trump —probablemente el negociador más duro del mundo—, el gobierno y el sector empresarial caminaron juntos. El resultado fue extraordinario: solo cuatro países lograron acceso preferencial: Argentina, El Salvador, Ecuador y Guatemala. Ni siquiera Inglaterra, con su relación histórica con Estados Unidos, consiguió ese resultado. Esta victoria no fue fruto de la improvisación; fue fruto de la unidad.
Algunos creerán que escribo estas líneas porque estoy “alineado” al CACIF. Pero la realidad es más sencilla. Soy empresario. Nuestra empresa exporta servicios de inteligencia artificial y por eso estamos afiliados a AGEXPORT, que forma parte del CACIF. Lo hicimos porque entendimos algo fundamental: es más fácil crecer, aprender, competir y vender cuando se forma parte de una estructura que representa, acompaña y abre puertas. Desde la Europa medieval, los gremios han sido la base del desarrollo del pequeño y mediano empresario. En Guatemala, donde el 99% de las empresas son pequeñas o medianas, fortalecer ese ecosistema no es defender privilegios: es ampliar oportunidades. Y en un país con tanta informalidad, el reto no es dividir al sector empresarial, sino ayudar a los emprendedores a formalizarse, sofisticarse y convertirse no solo en emprendedores, sino en emprendedores exportadores.
Por eso el debate de fondo no es CACIF sí o CACIF no. El debate es si queremos una república funcional con contrapesos o una república capturada por una sola visión. Lo que Guatemala necesita hoy es unidad, no purgas; visión de largo plazo, no improvisación; y más participación, no menos. No puede ser que el ciudadano solo tenga espacio político tres meses cada cuatro años. Una democracia solo se fortalece cuando se ejerce. Un músculo solo crece cuando se trabaja. Nuestra república también.
La pregunta final es simple: ¿Queremos un país capaz de ponerse de acuerdo para prosperar, o un país condenado a dividirse para fracasar?
Ramiro Bolaños, PhD.
1 Democracia proviene del griego δῆμος κράτος (demos kratos), que significa literalmente el poder del pueblo. Aristocracia proviene de ἄριστος κράτος (aristos kratos), es decir, el poder de los mejores. Monarquía proviene de μόνος ἀρχή (monos arché), que significa un solo mando o el gobierno de uno. Estas definiciones aparecen en las obras clásicas donde se discuten las formas de gobierno: Aristóteles, Política, libros III y IV (especialmente III.6–7); Polibio, Historias, libro VI (la teoría del gobierno mixto); Cicerón, De re publica (La república), libros I y II.
2 “La monarquía degenera en tiranía cuando el gobernante gobierna para su propio interés y no para el bien común.” Aristóteles, Política, III.7.1279b. También aparece en: Cicerón, De re publica, I.26, Polibio, Historias, VI.4. “La aristocracia degenera en oligarquía cuando el gobierno de los mejores se convierte en el gobierno de unos pocos, orientado al beneficio privado.” Aristóteles, Política, III.7.1279b; “La aristocracia, si se corrompe, se convierte en una oligarquía donde unos pocos buscan el poder para sí mismos.” Polibio, Historias, VI.4. / ἀναρχία (anarchía) → falta de gobierno, caos. ὀχλοκρατία (oclocracia) → gobierno de la muchedumbre sin ley. La democracia, cuando se corrompe, degenera en oclocracia, el gobierno de la turba.” Polibio, Historias, VI.4; “Cuando la libertad carece de freno, la república se disuelve en desorden.” Cicerón, De re publica, I.43. “La democracia extrema se convierte en anarquía, porque cada cual cree tener derecho a hacer lo que desea.” Aristóteles, Política, IV.4.1292ª.
3 Estimaciones basadas en datos de SAT (informes de Grandes Contribuyentes), Banco de Guatemala (participación sectorial en el PIB), AGEXPORT (estadísticas de exportación), Ministerio de Economía (perfil exportador) y registros de cámaras sectoriales indican que las empresas afiliadas a las cámaras que integran el CACIF generan entre el 50% y 65% del PIB, pagan más de dos terceras partes de los impuestos empresariales no vinculados al IVA doméstico, producen cerca del 75% de las exportaciones nacionales y concentran la mayor parte del empleo formal.
con tanta informalidad, el reto no es dividir al sector empresarial, sino ayudar a los emprendedores a formalizarse, sofisticarse y convertirse no solo en emprendedores, sino en emprendedores exportadores.
Por eso el debate de fondo no es CACIF sí o CACIF no. El debate es si queremos una república funcional con contrapesos o una república capturada por una sola visión. Lo que Guatemala necesita hoy es unidad, no purgas; visión de largo plazo, no improvisación; y más participación, no menos. No puede ser que el ciudadano solo tenga espacio político tres meses cada cuatro años. Una democracia solo se fortalece cuando se ejerce. Un músculo solo crece cuando se trabaja. Nuestra república también.
La pregunta final es simple: ¿Queremos un país capaz de ponerse de acuerdo para prosperar, o un país condenado a dividirse para fracasar?
¿Guatemala sin CACIF? La ruta segura para dividir y destruir a la república
En los últimos meses hemos escuchado una idea peligrosa repetida en el Congreso y en ciertos círculos políticos: construir una Guatemala sin CACIF. La propuesta no es menor. Implica eliminar la representación del sector productivo organizado en las juntas directivas del Estado y, con ello, romper uno de los equilibrios esenciales de cualquier república funcional. Un país que sustituye el diálogo por la expulsión y la representación por la imposición no se fortalece; se fragmenta. Y una república fragmentada casi siempre termina más pobre, más débil y más sometida a los intereses del poder político de turno.
Desde Aristóteles, Polibio y Cicerón, la república se entendió como un delicado equilibrio entre tres fuerzas: el gobierno (la monarquía en su forma abstracta), la élite productiva (la aristocracia) y el pueblo (la democracia).1 Cada una aporta estabilidad desde su lugar, pero cada una también posee un defecto que, sin contrapesos, destruye el sistema. La monarquía tiende a la dictadura, como ocurrió en la Francia absolutista o en la Rusia zarista; la aristocracia deriva en oligarquía cuando deja de renovarse, como sucedió en la Argentina de finales del siglo XIX; y la democracia, sin frenos, puede caer en la anarquía o en el populismo, como lo demuestra la Grecia clásica o, más recientemente, Venezuela y Nicaragua.2 La república vive únicamente cuando estas fuerzas se equilibran; muere cuando una pretende suprimir a las demás.
Eliminar al CACIF de la representación institucional es, por tanto, un ataque directo a una de las columnas que sostienen ese equilibrio. Y lo más grave es que se basa en premisas falsas. El CACIF no es un club cerrado de grandes empresas. Es una federación de cámaras con elecciones internas, presidencias rotativas cada año y representación de sectores completos, no de individuos aislados. La evidencia documental de las últimas quince juntas directivas lo demuestra: han participado cámaras como FEPYME y la Cámara Empresarial de Comercio y Servicios, cuyo liderazgo se compone casi exclusivamente de pequeñas y medianas empresas. La Cámara de Comercio, que por temporadas ha formado parte del CACIF y hoy mantiene independencia temporal, es por sí misma un recordatorio de que el sector empresarial puede actuar unido aun desde la autonomía.
La diversidad empresarial es un hecho visible. En los últimos años, varias de las cámaras más grandes del país han sido presididas por emprendedores de tamaño mediano que compiten con corporaciones nacionales y que construyeron sus empresas desde cero. Esta forma de organización no es una anomalía guatemalteca; es la norma en los países que han logrado desarrollarse y continúan haciéndolo. Corea del Sur tiene a la Federación de Industrias Coreanas, Japón cuenta con el Keidanren, Alemania con el BDI, Italia con Confindustria, y en países como Irlanda, Holanda, Suecia, Dinamarca y Finlandia, las confederaciones empresariales desempeñan un papel central en el diálogo económico y la formulación de políticas de largo plazo. En todos esos casos, la prosperidad nacional surgió —y se mantiene— gracias a la existencia de interlocutores empresariales fuertes, representativos y capaces de pensar más allá de los ciclos electorales. Ningún país exitoso ha sustituido a sus cámaras por estructuras políticas; los países que lo han hecho entraron en declive. Guatemala no debería convertirse en la excepción.
En términos económicos, la representatividad de CACIF tampoco tiene comparación. Las cámaras que lo integran agrupan entre cinco mil y siete mil empresas, pero esas empresas generan entre la mitad y dos tercios del PIB nacional, pagan más de dos terceras partes de los impuestos empresariales que no provienen del IVA doméstico, producen tres cuartas partes de las exportaciones del país y concentran la mayor parte del empleo formal.3 Ninguna otra organización empresarial, ni el CNE ni ningún otro actor político o social, se acerca mínimamente a este peso económico y técnico. Y sus espacios en juntas directivas no son privilegios: están establecidos en leyes que exigen que el Estado escuche a los sectores productivos representativos, no a estructuras improvisadas o a individuos escogidos desde el poder político.
No puede negarse que, en los últimos años, varios actores internacionales —entre ellos agencias de cooperación de gobiernos occidentales— han brindado apoyo financiero y político al CNE bajo la premisa de que esta estructura podría ‘equilibrar’ la influencia del sector productivo organizado. La intención puede haber sido legítima, pero el resultado es problemático: se intenta sustituir una representación empresarial real y electa por una estructura política sin legitimidad económica, sin elecciones internas y sin respaldo sectorial. La cooperación internacional es bien recibida cuando fortalece instituciones, no cuando las sustituye. En el caso empresarial, reemplazar una federación electa por una estructura política debilita, en vez de fortalecer, la calidad del diálogo institucional.
Este tipo de sustituciones tiene precedentes claros. Así ha sido en Rusia, así ha sido en Venezuela, así ha sido en Zimbabue. En todos esos casos, la destrucción de la representación empresarial independiente precedió el colapso económico. Cuando se elimina ese contrapeso, cae la inversión, se destruye el empleo, aumenta la inflación y se multiplican los espacios para la arbitrariedad del Estado. Las élites casi siempre tienen la posibilidad de mudarse, mover sus inversiones o esperar la tormenta. Los que se quedan a sufrir las consecuencias son los trabajadores, los pequeños emprendimientos, los jóvenes sin oportunidades y las familias que dependen de empleos formales. Los pobres pagan siempre el precio más alto cuando se destruye una república.
Por eso es importante aclarar otro punto: el enemigo no son los empresarios formales. Los privilegios más graves en Guatemala provienen de empresas que operan dentro de redes de corrupción en la obra pública, no de las cámaras representadas en el CACIF. Basta recordar que ninguna de las grandes empresas afiliadas a la Cámara de la Construcción figura entre los principales contratistas del Estado. Su trabajo real está en los más de 250 edificios que hoy se construyen en la ciudad de Guatemala y en los 60 que iniciarán el próximo año. El problema no está en quienes compiten, innovan y generan empleo, sino en quienes se cuelgan del Estado para vivir de contratos sin transparencia.
Quienes aún duden del valor de una interlocución empresarial sólida deberían recordar lo ocurrido hace pocos meses. Cuando Guatemala tuvo que negociar temas de tarifas y exportaciones con el presidente Donald Trump —probablemente el negociador más duro del mundo—, el gobierno y el sector empresarial caminaron juntos. El resultado fue extraordinario: solo cuatro países lograron acceso preferencial: Argentina, El Salvador, Ecuador y Guatemala. Ni siquiera Inglaterra, con su relación histórica con Estados Unidos, consiguió ese resultado. Esta victoria no fue fruto de la improvisación; fue fruto de la unidad.
Algunos creerán que escribo estas líneas porque estoy “alineado” al CACIF. Pero la realidad es más sencilla. Soy empresario. Nuestra empresa exporta servicios de inteligencia artificial y por eso estamos afiliados a AGEXPORT, que forma parte del CACIF. Lo hicimos porque entendimos algo fundamental: es más fácil crecer, aprender, competir y vender cuando se forma parte de una estructura que representa, acompaña y abre puertas. Desde la Europa medieval, los gremios han sido la base del desarrollo del pequeño y mediano empresario. En Guatemala, donde el 99% de las empresas son pequeñas o medianas, fortalecer ese ecosistema no es defender privilegios: es ampliar oportunidades. Y en un país con tanta informalidad, el reto no es dividir al sector empresarial, sino ayudar a los emprendedores a formalizarse, sofisticarse y convertirse no solo en emprendedores, sino en emprendedores exportadores.
Por eso el debate de fondo no es CACIF sí o CACIF no. El debate es si queremos una república funcional con contrapesos o una república capturada por una sola visión. Lo que Guatemala necesita hoy es unidad, no purgas; visión de largo plazo, no improvisación; y más participación, no menos. No puede ser que el ciudadano solo tenga espacio político tres meses cada cuatro años. Una democracia solo se fortalece cuando se ejerce. Un músculo solo crece cuando se trabaja. Nuestra república también.
La pregunta final es simple: ¿Queremos un país capaz de ponerse de acuerdo para prosperar, o un país condenado a dividirse para fracasar?
Ramiro Bolaños, PhD.
1 Democracia proviene del griego δῆμος κράτος (demos kratos), que significa literalmente el poder del pueblo. Aristocracia proviene de ἄριστος κράτος (aristos kratos), es decir, el poder de los mejores. Monarquía proviene de μόνος ἀρχή (monos arché), que significa un solo mando o el gobierno de uno. Estas definiciones aparecen en las obras clásicas donde se discuten las formas de gobierno: Aristóteles, Política, libros III y IV (especialmente III.6–7); Polibio, Historias, libro VI (la teoría del gobierno mixto); Cicerón, De re publica (La república), libros I y II.
2 “La monarquía degenera en tiranía cuando el gobernante gobierna para su propio interés y no para el bien común.” Aristóteles, Política, III.7.1279b. También aparece en: Cicerón, De re publica, I.26, Polibio, Historias, VI.4. “La aristocracia degenera en oligarquía cuando el gobierno de los mejores se convierte en el gobierno de unos pocos, orientado al beneficio privado.” Aristóteles, Política, III.7.1279b; “La aristocracia, si se corrompe, se convierte en una oligarquía donde unos pocos buscan el poder para sí mismos.” Polibio, Historias, VI.4. / ἀναρχία (anarchía) → falta de gobierno, caos. ὀχλοκρατία (oclocracia) → gobierno de la muchedumbre sin ley. La democracia, cuando se corrompe, degenera en oclocracia, el gobierno de la turba.” Polibio, Historias, VI.4; “Cuando la libertad carece de freno, la república se disuelve en desorden.” Cicerón, De re publica, I.43. “La democracia extrema se convierte en anarquía, porque cada cual cree tener derecho a hacer lo que desea.” Aristóteles, Política, IV.4.1292ª.
3 Estimaciones basadas en datos de SAT (informes de Grandes Contribuyentes), Banco de Guatemala (participación sectorial en el PIB), AGEXPORT (estadísticas de exportación), Ministerio de Economía (perfil exportador) y registros de cámaras sectoriales indican que las empresas afiliadas a las cámaras que integran el CACIF generan entre el 50% y 65% del PIB, pagan más de dos terceras partes de los impuestos empresariales no vinculados al IVA doméstico, producen cerca del 75% de las exportaciones nacionales y concentran la mayor parte del empleo formal.
con tanta informalidad, el reto no es dividir al sector empresarial, sino ayudar a los emprendedores a formalizarse, sofisticarse y convertirse no solo en emprendedores, sino en emprendedores exportadores.
Por eso el debate de fondo no es CACIF sí o CACIF no. El debate es si queremos una república funcional con contrapesos o una república capturada por una sola visión. Lo que Guatemala necesita hoy es unidad, no purgas; visión de largo plazo, no improvisación; y más participación, no menos. No puede ser que el ciudadano solo tenga espacio político tres meses cada cuatro años. Una democracia solo se fortalece cuando se ejerce. Un músculo solo crece cuando se trabaja. Nuestra república también.
La pregunta final es simple: ¿Queremos un país capaz de ponerse de acuerdo para prosperar, o un país condenado a dividirse para fracasar?
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