El tiempo perdido hasta los santos lo lloran: cómo la cultura del paso lento frena la prosperidad de Guatemala
“Cuando oigo á los extrangeros quejarse de que aquí no hay buenos caminos, de que aquí no hay puertos, de que aquí no hay reuniones, de que aquí no hay paseos, de que aquí... Pues si todo eso es así, y ni ustedes ni yo lo hemos de remediar, márchense enhorabuena a Londres ó á París, y dense la vueltecita por acá de aquí á cien años, que yo les respondo con mi cabeza que entonces encontrarán todo eso que ahora falta y mucho más.” José Milla y Vidaurre, Cuadros de costumbres (1871).1
Hace más de siglo y medio, José Milla retrató con ironía la esencia de un país que se acostumbró a la espera. Ciento cincuenta años después, seguimos conversando sobre lo mismo. No hay caminos suficientes, ni puertos eficientes, ni trámites ágiles. La burla de Milla se volvió profecía: Guatemala mide el tiempo en promesas y excusas. Nuestra relación con el tiempo es doliente; lo sentimos pasar, pero no lo aprovechamos.
No es solo la impuntualidad —esa costumbre casi folclórica chapina— sino una percepción más profunda: la de un tiempo que se estira y se disuelve. Cada decisión tarda demasiado, cada proceso parece diseñado para que nada cambie. Los días pasan sin que pase mucho. Un país que no sabe darle valor a su tiempo tampoco sabe crear prosperidad.
El Banco Mundial, en su índice Business Ready (B-READY 2024), mide la capacidad de las economías para facilitar la actividad empresarial. Guatemala ni siquiera fue incluida. Pero nuestros vecinos sí, y los resultados son reveladores: tanto en El Salvador como en Costa Rica, el Pilar III —Eficiencia Operacional es el más débil.2 Donde los procesos toman más tiempo y cuestan más dinero, la inversión se retrae, la innovación se frena y el crecimiento se marchita. Ese pilar, que evalúa la flexibilidad y rapidez con la que operan las empresas, es uno de los mejores termómetros del desarrollo.
La comparación con países que sí prosperan es clara. Georgia, Rwanda y Vietnam crecen a más del 6 % anual por persona, tres veces más rápido que Guatemala, cuyo crecimiento per cápita ronda el 2 %. En esas economías, el tiempo es un insumo que se respeta. Lo mismo ocurre con Singapur y Estonia: países que hicieron de la eficiencia temporal un valor nacional. La ecuación es simple: las naciones que valoran el tiempo generan riqueza; las que lo desperdician, la pierden.
Suiza, sin mares ni minerales, fundó su prosperidad sobre la precisión. Su industria relojera es la más prestigiosa del mundo y una metáfora nacional. Medir el tiempo es dominarlo; dominarlo es crear valor. Hoy Suiza tiene el segundo PIB per cápita más alto del mundo entre los países con más de un millón de habitantes, solo detrás de Irlanda.3 Le siguen Singapur, Noruega y Estados Unidos. Todos entendieron algo que nosotros aún no: el tiempo no se posee, se gestiona.
José Milla lo sabía, aunque lo dijera en clave de humor: “El verdadero chapín no concurre a las citas, y si lo hace, es siempre tarde... la cultura tiene que caminar entre nosotros a paso de tortuga.” Detrás de la risa hay una advertencia moral: La lentitud se vuelve costumbre, y la costumbre identidad. Y lo que una sociedad normaliza como identidad termina convirtiéndose en destino.
Esa pereza del tiempo se refleja en toda nuestra vida pública: expedientes que duermen, reuniones que empiezan cuando llegan todos, proyectos anunciados cada año pero nunca iniciados. Benjamin Franklin lo resumió así en 1748: “Remember that TIME is Money.”4 Era un principio moral: perder el tiempo es perder vida.4 Max Weber afirmó en 1905 que la pérdida de tiempo era “el peor de los pecados”, porque la duración de una vida es demasiado corta para desperdiciarla.5 Su análisis del ascetismo protestante mostró como cada minuto puede volverse disciplina. Y Adam Smith explicó en La riqueza de las naciones (1776) que el ahorro de tiempo mediante la división del trabajo multiplica la productividad.6 En el fondo, La historia económica es la historia de cómo distintas culturas aprendieron —o no— a darle valor a su tiempo.
En la Inglaterra del siglo XIX, esa conciencia llegó incluso a los tribunales. De la tensión entre el rigor del Common Law y la flexibilidad de la Equity nació la cláusula jurídica “Time is of the essence” —el tiempo es esencial—, que elevó la puntualidad a condición moral y legal. Su formulación moderna se consolidó con Lord Justice George James Turner en el caso Roberts v. Berry (1853), cuando sostuvo que la equidad podía perdonar retrasos, “salvo que las estipulaciones expresas (…) hicieran que el tiempo fuera de la esencia del acuerdo.”7 Desde entonces, el derecho inglés dejó constancia de una verdad universal: una civilización se sostiene sobre la puntualidad.
Nuestra literatura captó esta misma cadencia lenta con una mirada distinta. Miguel Ángel Asturias, en El Señor Presidente (1946), dibuja un amanecer donde la ciudad despierta “medio en la realidad, medio en el sueño”. El ritmo es tan espeso que la vida avanza con dificultad, como si el tiempo caminara con miedo.8 Luis Cardoza y Aragón en Guatemala: las líneas de su mano (1955), retrato un país que parece vivir en un ritmo detenido, casi ritual, donde la realidad avanza con la serenidad de un antiguo perfume.9 Entre ambos, dejaron testimonio de una nación que nunca ha sabido acelerar sin perder el alma.
Edmund Husserl, en Lecciones sobre la conciencia interna del tiempo (1928), mostró que el tiempo no es algo que “medimos”: es la forma interna de toda experiencia. Sin ese flujo temporal –retención, presente y protención, la anticipación inmediata de lo que viene– ninguna acción sería posible.”10 Byung-Chul Han, en El aroma del tiempo (2015), advierte que la modernidad vive atrapada en una dispersión que rompe la continuidad de la experiencia.11 Guatemala, paradójicamente, sufre el mal opuesto: aquí el tiempo no corre: se disuelve. Un poco como nuestra economía, tan estable, casi inerte.
Pero la lentitud que en la literatura era poesía y en la filosofía es reflexión, en la economía es condena. Cada día cada trámite aplazado, cada inversión que se demora, cada funcionario que “espera instrucciones” es pérdida acumulada. Charles Duhigg, en Smarter Faster Better (2016), explica que la productividad no consiste en hacer más cosas, sino en darle sentido al tiempo.12 Malcolm Gladwell, en Outliers (2008), recuerda que el éxito no es fruto del azar, sino del esfuerzo disciplinado y acumulado: la célebre “regla de las diez mil horas.13 Ambas ideas coinciden en lo esencial: el tiempo solo produce riqueza cuando se organiza.
¿Cómo cambiar una cultura así? Empecemos por los hábitos. La transformación no llega con discursos, sino con rutinas: reuniones que inician puntuales, respuestas a tiempo, procesos medidos en días y no en meses. Las empresas pueden ser los laboratorios de esta nueva cultura temporal: instaurar métricas de cumplimiento, premiar la eficiencia, hacer de la hora exacta un símbolo de respeto.
Y en el plano nacional, necesitamos una consigna que inspire una identidad distinta: Guatemala en punto. Que la puntualidad deje de ser rareza y se vuelva orgullo. Que “ahorita” deje de ser excusa y empiece a significar “ya lo hice”. Que un país donde el tiempo se detenía aprenda, por fin, a caminar con precisión.
Cada minuto perdido es una oportunidad que no vuelve. El atraso de Guatemala no se mide solo en kilómetros de carretera o megavatios de energía, sino en horas malgastadas. Cuando aprendamos a valorar el tiempo como se valora el oro, descubriremos que el verdadero recurso del desarrollo no está en el subsuelo, sino en el reloj. Porque, como dice el refrán, el tiempo perdido hasta los santos lo lloran — y hace dos siglos que Guatemala no deja de llorarlo.
Ramiro Bolaños, PhD.
Notas y Referencias
- José Milla y Vidaurre, Cuadros de costumbres guatemaltecas por Salomé Jil (Guatemala: Imprenta de La Paz, 1882), pp. 13, 40, 50.
- https://www.worldbank.org/en/businessready/economy/costa-rica
- https://data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.PCAP.CD
- Benjamin Franklin, “Advice to a Young Tradesman” in The American Instructor (Filadelfia: B. Franklin and D. Hall, 1748), p. 375-377. https://founders.archives.gov/documents/Franklin/01-03-02-0130
- Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism. (Nueva York: Routledge, 2001), p. 104.
- Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. (Amsterdam: Mεταlibri, 2007), p. 9.
- Roberts v. Berry, 22 Beav. 560, 52 Eng. Rep. 1299 (Court of Chancery, 1853), opinión de Lord Justice George James Turner. https://vlex.co.uk/vid/roberts-v-berry-807260401
- Charles Duhigg, Smarter Faster Better: The Secrets of Being Productive in Life and Business. (Nueva York: Random House, 2016), pp. 21-22, 48.
- Miguel Ángel Asturias, El señor presidente. (La Habana: Editorial La Tertulia, 1946), pp. 19,20.
- Luis Cardoza y Aragón, Guatemala: las líneas de su mano (México: Fondo de Cultura Económica, 1955), pp. 15–17, 25–27, 30–34, 57–59
- Edmund Husserl, The Phenomenology of Internal Time-Consciousness. 1928 lectures. Traducidas por J.S. Churchill. (Bloomington: Indiana University Press, 2019), pp. 34–35, 41–43, 47–48.
- Byung-Chul Han, El aroma del tiempo (Barcelona: Herder, 2015), pp. 9, 38–39, 103–104.
- Malcolm Gladwell, Outliers: The Story of Success (Nueva York: Little Brown and Company, 2008), p. xx.
El tiempo perdido hasta los santos lo lloran: cómo la cultura del paso lento frena la prosperidad de Guatemala
“Cuando oigo á los extrangeros quejarse de que aquí no hay buenos caminos, de que aquí no hay puertos, de que aquí no hay reuniones, de que aquí no hay paseos, de que aquí... Pues si todo eso es así, y ni ustedes ni yo lo hemos de remediar, márchense enhorabuena a Londres ó á París, y dense la vueltecita por acá de aquí á cien años, que yo les respondo con mi cabeza que entonces encontrarán todo eso que ahora falta y mucho más.” José Milla y Vidaurre, Cuadros de costumbres (1871).1
Hace más de siglo y medio, José Milla retrató con ironía la esencia de un país que se acostumbró a la espera. Ciento cincuenta años después, seguimos conversando sobre lo mismo. No hay caminos suficientes, ni puertos eficientes, ni trámites ágiles. La burla de Milla se volvió profecía: Guatemala mide el tiempo en promesas y excusas. Nuestra relación con el tiempo es doliente; lo sentimos pasar, pero no lo aprovechamos.
No es solo la impuntualidad —esa costumbre casi folclórica chapina— sino una percepción más profunda: la de un tiempo que se estira y se disuelve. Cada decisión tarda demasiado, cada proceso parece diseñado para que nada cambie. Los días pasan sin que pase mucho. Un país que no sabe darle valor a su tiempo tampoco sabe crear prosperidad.
El Banco Mundial, en su índice Business Ready (B-READY 2024), mide la capacidad de las economías para facilitar la actividad empresarial. Guatemala ni siquiera fue incluida. Pero nuestros vecinos sí, y los resultados son reveladores: tanto en El Salvador como en Costa Rica, el Pilar III —Eficiencia Operacional es el más débil.2 Donde los procesos toman más tiempo y cuestan más dinero, la inversión se retrae, la innovación se frena y el crecimiento se marchita. Ese pilar, que evalúa la flexibilidad y rapidez con la que operan las empresas, es uno de los mejores termómetros del desarrollo.
La comparación con países que sí prosperan es clara. Georgia, Rwanda y Vietnam crecen a más del 6 % anual por persona, tres veces más rápido que Guatemala, cuyo crecimiento per cápita ronda el 2 %. En esas economías, el tiempo es un insumo que se respeta. Lo mismo ocurre con Singapur y Estonia: países que hicieron de la eficiencia temporal un valor nacional. La ecuación es simple: las naciones que valoran el tiempo generan riqueza; las que lo desperdician, la pierden.
Suiza, sin mares ni minerales, fundó su prosperidad sobre la precisión. Su industria relojera es la más prestigiosa del mundo y una metáfora nacional. Medir el tiempo es dominarlo; dominarlo es crear valor. Hoy Suiza tiene el segundo PIB per cápita más alto del mundo entre los países con más de un millón de habitantes, solo detrás de Irlanda.3 Le siguen Singapur, Noruega y Estados Unidos. Todos entendieron algo que nosotros aún no: el tiempo no se posee, se gestiona.
José Milla lo sabía, aunque lo dijera en clave de humor: “El verdadero chapín no concurre a las citas, y si lo hace, es siempre tarde... la cultura tiene que caminar entre nosotros a paso de tortuga.” Detrás de la risa hay una advertencia moral: La lentitud se vuelve costumbre, y la costumbre identidad. Y lo que una sociedad normaliza como identidad termina convirtiéndose en destino.
Esa pereza del tiempo se refleja en toda nuestra vida pública: expedientes que duermen, reuniones que empiezan cuando llegan todos, proyectos anunciados cada año pero nunca iniciados. Benjamin Franklin lo resumió así en 1748: “Remember that TIME is Money.”4 Era un principio moral: perder el tiempo es perder vida.4 Max Weber afirmó en 1905 que la pérdida de tiempo era “el peor de los pecados”, porque la duración de una vida es demasiado corta para desperdiciarla.5 Su análisis del ascetismo protestante mostró como cada minuto puede volverse disciplina. Y Adam Smith explicó en La riqueza de las naciones (1776) que el ahorro de tiempo mediante la división del trabajo multiplica la productividad.6 En el fondo, La historia económica es la historia de cómo distintas culturas aprendieron —o no— a darle valor a su tiempo.
En la Inglaterra del siglo XIX, esa conciencia llegó incluso a los tribunales. De la tensión entre el rigor del Common Law y la flexibilidad de la Equity nació la cláusula jurídica “Time is of the essence” —el tiempo es esencial—, que elevó la puntualidad a condición moral y legal. Su formulación moderna se consolidó con Lord Justice George James Turner en el caso Roberts v. Berry (1853), cuando sostuvo que la equidad podía perdonar retrasos, “salvo que las estipulaciones expresas (…) hicieran que el tiempo fuera de la esencia del acuerdo.”7 Desde entonces, el derecho inglés dejó constancia de una verdad universal: una civilización se sostiene sobre la puntualidad.
Nuestra literatura captó esta misma cadencia lenta con una mirada distinta. Miguel Ángel Asturias, en El Señor Presidente (1946), dibuja un amanecer donde la ciudad despierta “medio en la realidad, medio en el sueño”. El ritmo es tan espeso que la vida avanza con dificultad, como si el tiempo caminara con miedo.8 Luis Cardoza y Aragón en Guatemala: las líneas de su mano (1955), retrato un país que parece vivir en un ritmo detenido, casi ritual, donde la realidad avanza con la serenidad de un antiguo perfume.9 Entre ambos, dejaron testimonio de una nación que nunca ha sabido acelerar sin perder el alma.
Edmund Husserl, en Lecciones sobre la conciencia interna del tiempo (1928), mostró que el tiempo no es algo que “medimos”: es la forma interna de toda experiencia. Sin ese flujo temporal –retención, presente y protención, la anticipación inmediata de lo que viene– ninguna acción sería posible.”10 Byung-Chul Han, en El aroma del tiempo (2015), advierte que la modernidad vive atrapada en una dispersión que rompe la continuidad de la experiencia.11 Guatemala, paradójicamente, sufre el mal opuesto: aquí el tiempo no corre: se disuelve. Un poco como nuestra economía, tan estable, casi inerte.
Pero la lentitud que en la literatura era poesía y en la filosofía es reflexión, en la economía es condena. Cada día cada trámite aplazado, cada inversión que se demora, cada funcionario que “espera instrucciones” es pérdida acumulada. Charles Duhigg, en Smarter Faster Better (2016), explica que la productividad no consiste en hacer más cosas, sino en darle sentido al tiempo.12 Malcolm Gladwell, en Outliers (2008), recuerda que el éxito no es fruto del azar, sino del esfuerzo disciplinado y acumulado: la célebre “regla de las diez mil horas.13 Ambas ideas coinciden en lo esencial: el tiempo solo produce riqueza cuando se organiza.
¿Cómo cambiar una cultura así? Empecemos por los hábitos. La transformación no llega con discursos, sino con rutinas: reuniones que inician puntuales, respuestas a tiempo, procesos medidos en días y no en meses. Las empresas pueden ser los laboratorios de esta nueva cultura temporal: instaurar métricas de cumplimiento, premiar la eficiencia, hacer de la hora exacta un símbolo de respeto.
Y en el plano nacional, necesitamos una consigna que inspire una identidad distinta: Guatemala en punto. Que la puntualidad deje de ser rareza y se vuelva orgullo. Que “ahorita” deje de ser excusa y empiece a significar “ya lo hice”. Que un país donde el tiempo se detenía aprenda, por fin, a caminar con precisión.
Cada minuto perdido es una oportunidad que no vuelve. El atraso de Guatemala no se mide solo en kilómetros de carretera o megavatios de energía, sino en horas malgastadas. Cuando aprendamos a valorar el tiempo como se valora el oro, descubriremos que el verdadero recurso del desarrollo no está en el subsuelo, sino en el reloj. Porque, como dice el refrán, el tiempo perdido hasta los santos lo lloran — y hace dos siglos que Guatemala no deja de llorarlo.
Ramiro Bolaños, PhD.
Notas y Referencias
- José Milla y Vidaurre, Cuadros de costumbres guatemaltecas por Salomé Jil (Guatemala: Imprenta de La Paz, 1882), pp. 13, 40, 50.
- https://www.worldbank.org/en/businessready/economy/costa-rica
- https://data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.PCAP.CD
- Benjamin Franklin, “Advice to a Young Tradesman” in The American Instructor (Filadelfia: B. Franklin and D. Hall, 1748), p. 375-377. https://founders.archives.gov/documents/Franklin/01-03-02-0130
- Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism. (Nueva York: Routledge, 2001), p. 104.
- Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. (Amsterdam: Mεταlibri, 2007), p. 9.
- Roberts v. Berry, 22 Beav. 560, 52 Eng. Rep. 1299 (Court of Chancery, 1853), opinión de Lord Justice George James Turner. https://vlex.co.uk/vid/roberts-v-berry-807260401
- Charles Duhigg, Smarter Faster Better: The Secrets of Being Productive in Life and Business. (Nueva York: Random House, 2016), pp. 21-22, 48.
- Miguel Ángel Asturias, El señor presidente. (La Habana: Editorial La Tertulia, 1946), pp. 19,20.
- Luis Cardoza y Aragón, Guatemala: las líneas de su mano (México: Fondo de Cultura Económica, 1955), pp. 15–17, 25–27, 30–34, 57–59
- Edmund Husserl, The Phenomenology of Internal Time-Consciousness. 1928 lectures. Traducidas por J.S. Churchill. (Bloomington: Indiana University Press, 2019), pp. 34–35, 41–43, 47–48.
- Byung-Chul Han, El aroma del tiempo (Barcelona: Herder, 2015), pp. 9, 38–39, 103–104.
- Malcolm Gladwell, Outliers: The Story of Success (Nueva York: Little Brown and Company, 2008), p. xx.
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