El historiador estadounidense John Billington en su monumental obra “De Este a Oeste”, en donde desmenuza en dos tomos la construcción de los Estados Unidos y su avance por todo su espacio continental, usa el término “territorio” en un único sentido. Lo utiliza para describir esas porciones del terreno sobre los que avanzaban los pioneros, colonos, exploradores en su avance hacia el océano Pacífico, en los que iban descubriendo una exuberante naturaleza o amplios desiertos o infinitas praderas y que iban reclamando como propios, presionando a las tribus nómadas que pastaban por algunos de estos inmensos territorios.
De esta forma, a lo largo de sus páginas, cuando habla de “territorios” se refiere a los protoestados. Es decir, aquellas entidades que durante el proceso de construcción de los Estados Unidos se fueron uniendo a cada poco bajo esta etiqueta, delimitados, ocupados y organizados políticamente antes de ser aprobados por el Congreso de los Estados Unidos como un nuevo Estado y, por ende, su capacidad de formar parte de una poderosa federación en plena expansión. Por ejemplo, los territorios de Oklahoma, Kansas o Utah, lo fueron antes de contar con autoridades propias democráticamente electas y previo a poderse organizar en condados y luego conformar un Estado. Mientras se cumplía todo este proceso de organización política, adquirían la categoría de territorio, significando con ello que estaban pasando por un proceso.
De ahí que resulte chocante cuando se escucha a las autoridades actuales de la República de Guatemala referirse al interior del país, a la provincia guatemalteca, a sus municipios y departamentos como “los territorios”. Para desgracia de los gobernados, estos vicios deformantes del idioma y de las ideas políticas resultan altamente contagiosos, de ahí que he escuchado al menos a cuatro ministros de Estado y a un secretario utilizar este término para referirse al interior del país.
Resulta chocante por varias razones: las principales son que este término pretende hacer una diferencia entre la capital y los demás departamentos del país, haciendo ver que los ministros conciben a Huehuetenango, Petén o Santa Rosa como esos territorios remotos y desconocidos por los que se aventuró la expedición de Lewis y Clark por el centro continental de los Estados Unidos o la expedición de Modesto Méndez para descubrir la ciudad de Tikal a mediados del siglo XIX, cubierta por una selva densa y enigmática. En su mente, estos funcionarios públicos pareciera que viven dentro de las páginas de Guayacán, Carazamba o Jinayá.
Este nuevo lenguaje, claramente importado de ONG o de agencias de cooperación extranjeras provocan que los usuarios y los que escuchan estos lamentables mensajes se olviden que la República de Guatemala fue fundada desde el 21 de marzo de 1847 sobre la base de una idea de cohesión territorial absoluta, a la que hace referencia el propio decreto del Capitán General Rafael Carrera, que dio vida a la República en la que vivimos.
La solución pasa por comprender la historia del país y buscar cómo cambiar sus resultados, pero no, por inútil y por arrogante, tratar de cambiar la historia esperando que, por arte de magia así, cambie la realidad.
Convendría reproducir las cuatro páginas tamaño tabloide que contiene el decreto de fundación de la República de Guatemala para repartirlas en cada despacho de los funcionarios que administran (para bien o para mal) las cosas públicas de nuestra República. Esto, para que se enteren de que desde muchísimos siglos antes de que las agencias de cooperación nos inundaran con sus conflictos, complejos y resentimientos importados desde sus prejuicios, el territorio de Guatemala era ya una unidad cohesionada de un territorio que abarcaba por razones puramente geográficas el centro de Mesoamérica. A saber: al occidente el macizo de la Sierra Madre, que desde Chiapas conforma la vertiente de los Cuchumatanes, una frontera natural inexpugnable; al sur, un largo litoral que empezando desde las inmediaciones del istmo de Tehuantepec recorre en una línea continua de playas hasta los afloramientos rocosos del Pacífico salvadoreño, claramente diferenciables de las costas guatemaltecas a partir de la desembocadura del río Paz; al este por las ramificaciones de las sierras de Chamá y Chuacús, que se unen para formar el prolongado dedo de la Sierra de las Minas, definiendo hacia el noreste las cumbres de la Sierra del Merendón, Sierra del Grito, Espíritu Santo y Omoa, que al día de hoy definen la frontera con Honduras, y hacia el sudeste las elevaciones y volcanes del cinturón de fuego del Pacífico, y, por último, al norte, la planicie selvática de Petén, que partiendo de las elevaciones calizas de Chisec avanzan hacia la actual frontera mexicana bordeadas por la Sierra Lacandona al occidente y la Sierra Maya al este.
Si la referencia geográfica, consecuencia de un largo devenir histórico que disgusta a muchos cooperantes y sus clientes nacionales, porque no la comprenden y, por lo tanto, no les gusta, hay otra razón para dejar de hablar de “territorios”, y es la Constitución Política de la República de Guatemala, ley fundamental que, dicho sea de paso, el actual presidente juró defender en aquella eterna y tumultuosa ceremonia de toma de posesión del 14 de enero de 2024. Texto que en su artículo 142 reza en su epígrafe: “De la soberanía y el territorio”, ojo, léase “el territorio”, no “los territorios”, expresa en su literal a): “El territorio nacional integrado por su suelo, subsuelo, aguas interiores, el mar territorial en la extensión que fija la ley y el espacio aéreo que se extiende sobre los mismos…”.
Puede ser que no nos guste el resultado histórico del que nuestra amada patria es producto, pero es una necedad pelear con un pasado que no se puede cambiar; puede ser que la historia de Guatemala sume episodios oscuros, largas injusticias y discriminaciones, pero como guatemaltecos en general y como autoridades que rigen temporalmente los destinos de nuestra República en particular, todos debemos asumir el compromiso histórico de buscar un cambio en la realidad, no por medio de discursos maniqueos y vacíos que solo buscan agudizar la división interna del país, exacerbando nuestros problemas para obtener réditos electoreros. La solución pasa por comprender la historia del país y buscar cómo cambiar sus resultados, pero no, por inútil y por arrogante, tratar de cambiar la historia esperando que, por arte de magia así, cambie la realidad.
El presidente de la República, que confía asuntos específicos de la administración de la República a sus ministros, no recibió una suma de territorios desarticulados y en proceso de formación política el día que juró como presidente de la República, él juró sobre la Constitución Política que rige en todo ese hermoso cuerpo territorial al que los que la amamos fervientemente la llamamos nuestra nación. Nación, dicho sea de paso, deriva del concepto de nacer: Nación es el lugar en el que nacemos y al que, al menos en teoría, deberíamos aprender a amar y defender.
El preocupante lenguaje de la división
El historiador estadounidense John Billington en su monumental obra “De Este a Oeste”, en donde desmenuza en dos tomos la construcción de los Estados Unidos y su avance por todo su espacio continental, usa el término “territorio” en un único sentido. Lo utiliza para describir esas porciones del terreno sobre los que avanzaban los pioneros, colonos, exploradores en su avance hacia el océano Pacífico, en los que iban descubriendo una exuberante naturaleza o amplios desiertos o infinitas praderas y que iban reclamando como propios, presionando a las tribus nómadas que pastaban por algunos de estos inmensos territorios.
De esta forma, a lo largo de sus páginas, cuando habla de “territorios” se refiere a los protoestados. Es decir, aquellas entidades que durante el proceso de construcción de los Estados Unidos se fueron uniendo a cada poco bajo esta etiqueta, delimitados, ocupados y organizados políticamente antes de ser aprobados por el Congreso de los Estados Unidos como un nuevo Estado y, por ende, su capacidad de formar parte de una poderosa federación en plena expansión. Por ejemplo, los territorios de Oklahoma, Kansas o Utah, lo fueron antes de contar con autoridades propias democráticamente electas y previo a poderse organizar en condados y luego conformar un Estado. Mientras se cumplía todo este proceso de organización política, adquirían la categoría de territorio, significando con ello que estaban pasando por un proceso.
De ahí que resulte chocante cuando se escucha a las autoridades actuales de la República de Guatemala referirse al interior del país, a la provincia guatemalteca, a sus municipios y departamentos como “los territorios”. Para desgracia de los gobernados, estos vicios deformantes del idioma y de las ideas políticas resultan altamente contagiosos, de ahí que he escuchado al menos a cuatro ministros de Estado y a un secretario utilizar este término para referirse al interior del país.
Resulta chocante por varias razones: las principales son que este término pretende hacer una diferencia entre la capital y los demás departamentos del país, haciendo ver que los ministros conciben a Huehuetenango, Petén o Santa Rosa como esos territorios remotos y desconocidos por los que se aventuró la expedición de Lewis y Clark por el centro continental de los Estados Unidos o la expedición de Modesto Méndez para descubrir la ciudad de Tikal a mediados del siglo XIX, cubierta por una selva densa y enigmática. En su mente, estos funcionarios públicos pareciera que viven dentro de las páginas de Guayacán, Carazamba o Jinayá.
Este nuevo lenguaje, claramente importado de ONG o de agencias de cooperación extranjeras provocan que los usuarios y los que escuchan estos lamentables mensajes se olviden que la República de Guatemala fue fundada desde el 21 de marzo de 1847 sobre la base de una idea de cohesión territorial absoluta, a la que hace referencia el propio decreto del Capitán General Rafael Carrera, que dio vida a la República en la que vivimos.
La solución pasa por comprender la historia del país y buscar cómo cambiar sus resultados, pero no, por inútil y por arrogante, tratar de cambiar la historia esperando que, por arte de magia así, cambie la realidad.
Convendría reproducir las cuatro páginas tamaño tabloide que contiene el decreto de fundación de la República de Guatemala para repartirlas en cada despacho de los funcionarios que administran (para bien o para mal) las cosas públicas de nuestra República. Esto, para que se enteren de que desde muchísimos siglos antes de que las agencias de cooperación nos inundaran con sus conflictos, complejos y resentimientos importados desde sus prejuicios, el territorio de Guatemala era ya una unidad cohesionada de un territorio que abarcaba por razones puramente geográficas el centro de Mesoamérica. A saber: al occidente el macizo de la Sierra Madre, que desde Chiapas conforma la vertiente de los Cuchumatanes, una frontera natural inexpugnable; al sur, un largo litoral que empezando desde las inmediaciones del istmo de Tehuantepec recorre en una línea continua de playas hasta los afloramientos rocosos del Pacífico salvadoreño, claramente diferenciables de las costas guatemaltecas a partir de la desembocadura del río Paz; al este por las ramificaciones de las sierras de Chamá y Chuacús, que se unen para formar el prolongado dedo de la Sierra de las Minas, definiendo hacia el noreste las cumbres de la Sierra del Merendón, Sierra del Grito, Espíritu Santo y Omoa, que al día de hoy definen la frontera con Honduras, y hacia el sudeste las elevaciones y volcanes del cinturón de fuego del Pacífico, y, por último, al norte, la planicie selvática de Petén, que partiendo de las elevaciones calizas de Chisec avanzan hacia la actual frontera mexicana bordeadas por la Sierra Lacandona al occidente y la Sierra Maya al este.
Si la referencia geográfica, consecuencia de un largo devenir histórico que disgusta a muchos cooperantes y sus clientes nacionales, porque no la comprenden y, por lo tanto, no les gusta, hay otra razón para dejar de hablar de “territorios”, y es la Constitución Política de la República de Guatemala, ley fundamental que, dicho sea de paso, el actual presidente juró defender en aquella eterna y tumultuosa ceremonia de toma de posesión del 14 de enero de 2024. Texto que en su artículo 142 reza en su epígrafe: “De la soberanía y el territorio”, ojo, léase “el territorio”, no “los territorios”, expresa en su literal a): “El territorio nacional integrado por su suelo, subsuelo, aguas interiores, el mar territorial en la extensión que fija la ley y el espacio aéreo que se extiende sobre los mismos…”.
Puede ser que no nos guste el resultado histórico del que nuestra amada patria es producto, pero es una necedad pelear con un pasado que no se puede cambiar; puede ser que la historia de Guatemala sume episodios oscuros, largas injusticias y discriminaciones, pero como guatemaltecos en general y como autoridades que rigen temporalmente los destinos de nuestra República en particular, todos debemos asumir el compromiso histórico de buscar un cambio en la realidad, no por medio de discursos maniqueos y vacíos que solo buscan agudizar la división interna del país, exacerbando nuestros problemas para obtener réditos electoreros. La solución pasa por comprender la historia del país y buscar cómo cambiar sus resultados, pero no, por inútil y por arrogante, tratar de cambiar la historia esperando que, por arte de magia así, cambie la realidad.
El presidente de la República, que confía asuntos específicos de la administración de la República a sus ministros, no recibió una suma de territorios desarticulados y en proceso de formación política el día que juró como presidente de la República, él juró sobre la Constitución Política que rige en todo ese hermoso cuerpo territorial al que los que la amamos fervientemente la llamamos nuestra nación. Nación, dicho sea de paso, deriva del concepto de nacer: Nación es el lugar en el que nacemos y al que, al menos en teoría, deberíamos aprender a amar y defender.