Del decreto a la desesperanza: cómo el salario mínimo está destruyendo el porvenir de los más débiles
Una vez más, el presidente Arévalo no deja de sorprendernos. Esta vez lo hace con un decreto que vuelve más sólida una afirmación incómoda, pero necesaria: el salario mínimo es un error económico y un destructor moral de la sociedad. ¿Por qué? Porque no protege a los más vulnerables; destruye las esperanzas de los más pobres y de quienes más necesitan una oportunidad para empezar.
El salario no se decreta: se sostiene con productividad, inversión y crecimiento. Cuando se impone un salario mínimo por encima de la productividad de amplios sectores, no se dignifica el trabajo; se le condena a la informalidad o a la desaparición silenciosa del empleo.
Guatemala es hoy un país donde siete de cada diez trabajadores son informales.1 En los últimos años se había logrado avanzar, acercándose a dos de cada tres, pero esa mejora no se sostuvo. No porque el guatemalteco sea indolente, ni porque rehúya integrarse al país. El guatemalteco es informal porque el Estado no le ofrece condiciones reales para que la formalidad sea posible, sostenible y atractiva. En una sociedad que aspira a la unidad nacional, la formalidad debería ser el principal indicador de compromiso con el país, y su habilitador debería ser el propio gobierno.
El primer lugar donde este error cobra factura es la manufactura. El sector todavía mostraba resiliencia y crecía frente a 2023, pero el punto de quiebre apareció tras el aumento salarial de 2025. En febrero, la industria llegó a emplear 239 mil trabajadores formales. Para octubre de 2025, la cifra bajó a 225 mil. En solo ocho meses, se perdieron 14 mil puestos formales. El detalle importa: mientras el número de trabajadores caía, el salario promedio subió de Q5,680 a Q5,965.2,3 Las empresas no dejaron de pagar; dejaron de contratar. Se quedaron con el personal más calificado y prescindieron de las plazas cercanas al salario mínimo. Ese patrón coincide con la evidencia: cuando el costo laboral supera la productividad, el ajuste recae sobre la contratación y sobre los trabajadores más vulnerables.
En el agro, el daño es todavía más duro. En febrero de 2025, la agricultura alcanzó su máximo con 114 mil trabajadores formales. Para octubre de 2025, bajó a 103 mil. Son 10 mil empleos que desaparecieron o migraron a la informalidad en ocho meses. La causa salta a la vista: el sueldo promedio agrícola (Q3,787) ya queda por debajo del costo legal total de un trabajador en la región central (Q3,843).2,3 Cuando la ley obliga a pagar más de lo que el sector puede sostener, no se produce dignidad; se produce exclusión.
La paradoja se vuelve más cruel al observar lo que ocurrió con la minería. Durante años, fue el sector que mejor pagaba en Guatemala. En 2023, sus salarios promedio estaban entre los más altos del país.2,3 Además, ofrecía empleo formal bien remunerado y oportunidades en territorios rurales con pocas alternativas. Sin embargo, en vez de fortalecer ese motor de empleo productivo, se le convirtió en enemigo ideológico. La confrontación y la paralización de proyectos golpearon justamente el segmento que demostraba que mejores salarios sí son posibles en sectores de más valor agregado. En paralelo, la estructura del empleo se inclina hacia un hecho inquietante: el sector público se posiciona como el mayor empleador y como el segundo con mayores salarios promedio. Mientras se contraen oportunidades en agricultura, manufactura y minería, el Estado crece y se remunera mejor.2,3
Ahora bien: la discusión no puede convertirse en una caricatura de «empresarios malos» contra «Estado bueno». Los datos desarman ese relato. Cuando un sector necesita talento y produce valor, paga mejor sin que nadie lo obligue. La resiliencia de los servicios de alto valor agregado lo muestra con claridad. La intermediación financiera no ha dejado de crecer: de 76 mil trabajadores en 2023 a 87 mil en octubre de 2025, un aumento cercano al 14%. En el mismo período, el salario promedio subió más de 11%, hasta rondar Q6,875. Ese salario está casi 85% por encima del mínimo, por lo que los incrementos legales no alteran su estructura de contratación. Algo similar ocurre en electricidad: sin «decreto salarial», el empleo pasó de poco más de 11 mil a más de 14 mil trabajadores.2,3 Donde hay productividad, inversión y competencia por talento, los salarios suben por necesidad del negocio, no por imposición del gobierno.
La literatura científica respalda este diagnóstico. Meer y West muestran que los aumentos del salario mínimo reducen el crecimiento del empleo en el tiempo;4 Neumark confirma que los efectos negativos se concentran en jóvenes y trabajadores de baja calificación;5 y Clemens y Wither documentan pérdidas de empleo e ingresos precisamente entre los menos calificados.6 Según Bossavie, Erdogan y Makovec, en economías con alta informalidad, el empleo no desaparece: se traslada fuera de la ley.7
Europa también ofrece una lección incómoda. Varios de los países con mayor bienestar y mayor cohesión social —Austria, Finlandia, Islandia, Noruega, Dinamarca, Italia y Suecia— no tienen salario mínimo obligatorio. Prefieren negociación colectiva sectorial, anclada a productividad y realidad de cada actividad. Alemania, con toda su potencia industrial, introdujo un salario mínimo nacional apenas en 2015. Para facilitar la entrada al mercado laboral, existen tarifas reducidas para jóvenes (entre 16 y 25 años) en Reino Unido, España, Portugal, Holanda, Luxemburgo, Irlanda, Francia y Bélgica.8
El contraste numérico es contundente. Francia —el caso europeo más alto— sitúa su salario mínimo cerca del 60% de la mediana salarial. Otros países operan con ratios mucho menores: 35% en República Checa, 41% en Estonia y 44% en España. Guatemala, con el nuevo ajuste, se ubica cerca del 67% de su mediana salarial. Es decir: Guatemala supera el máximo europeo en salario mínimo relativo, a pesar de tener mucha menor productividad y una informalidad muchísimo mayor.8
En América Latina, el problema se agrava cuando se compara el salario mínimo con el PIB per cápita. Países como Chile y Uruguay sostienen salarios mínimos anuales equivalentes a entre 30% y 40% del PIB per cápita; Costa Rica ronda 55%–60%. Guatemala, en cambio, se acerca peligrosamente a 80%–100% del PIB per cápita al considerar los pagos legales adicionales. En términos relativos, Guatemala se ubica en el cuarto lugar regional, solo por debajo de economías con salarios ideologizados como Honduras, Nicaragua y Bolivia.9 Dicho con crudeza: Guatemala intenta pagar salarios «de arriba» con una base productiva «de abajo». Eso no es justicia social; es una receta para expandir informalidad y cerrar la puerta del empleo formal a quienes más necesitan entrar.
Cuando se encarece artificialmente el primer escalón del mercado laboral, los jóvenes no acceden a mejores salarios; pierden la oportunidad de entrar. Se posterga la adquisición de capacidades, se debilita la trayectoria laboral y se profundiza la desigualdad de origen. Por eso, Guatemala necesita una fórmula técnica, transparente y verificable que relacione el salario mínimo con la productividad sectorial, el tamaño de empresa y la capacidad real de absorción, no un capricho político anual ni una prerrogativa presidencial. Cada punto porcentual de aumento no respaldado por productividad se paga con menos empleo formal, menos primeras oportunidades y más informalidad. Un país con un bono demográfico todavía vigente no puede darse el lujo de cerrar la puerta de entrada al mercado laboral a sus jóvenes.
Pero la discusión salarial es solo una parte del problema. El verdadero desafío es elevar la productividad del país. Y eso exige decisiones más difíciles: atraer inversión, reducir barreras a la formalidad, facilitar la creación de empresas y apostar de forma seria por el capital humano. Ningún decreto sustituye ese trabajo. Ningún aumento legal corrige una economía que produce poco valor.
La verdadera justicia social no se decreta. Se construye creando oportunidades reales. Un país que aspira a la unidad nacional no puede medir su compromiso con discursos, sino con resultados. Y el indicador más claro de ese compromiso es la formalidad. Cuando la formalidad crece, hay integración, futuro y esperanza. Cuando se castiga, lo que queda no es dignidad, sino exclusión. Ese es el costo moral del salario mínimo mal diseñado. Y ese es el debate que Guatemala ya no puede seguir posponiendo.
Ramiro Bolaños, PhD.
Referencias
- INE (ENEI) para informalidad (formulación “siete de cada diez / dos de cada tres”).
- Ministerio de Economía (MINECO), Direcciones de Política y Análisis Económico: Informes Económicos Semanales (ediciones desde semanales desde diciembre 2023 hasta diciembre 2025).
- Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS): Estadísticas de Patrones y Trabajadores Afiliados por actividad económica.
- Jonathan Meer & Jeremy West, “Effects of the Minimum Wage on Employment Dynamics” en NBER Working Paper Series. National Bureau of Economic Research. (2013)
- David Neumark, “Employment Effects of Minimum Wages” en IZA – World of Labor. Evidence-based policy making. (2018)
- Jeffrey Clemens & Michael Wither, “The Minimum Wage and the Great Recession: Evidence of Effects on the Employment and Income Trajectories of Low-Skilled Workers” en University of California at San Diego. (2018)
- Laurent Bossavie, Aysenur Acar Erdogan & Mattia Makovec, “The Impact of the Minimum Wage on Firm Destruction, Employment and Informality” en World Bank Group, Policy Research Working Paper 8749. (2022)
- Line Eldring & Kristin Alsos, “European Minimum Wage: A Nordic Outlook” en FAFO report. (2012)
- Banco Mundial / CEPAL para PIB per cápita y comparativos regionales.
Del decreto a la desesperanza: cómo el salario mínimo está destruyendo el porvenir de los más débiles
Una vez más, el presidente Arévalo no deja de sorprendernos. Esta vez lo hace con un decreto que vuelve más sólida una afirmación incómoda, pero necesaria: el salario mínimo es un error económico y un destructor moral de la sociedad. ¿Por qué? Porque no protege a los más vulnerables; destruye las esperanzas de los más pobres y de quienes más necesitan una oportunidad para empezar.
El salario no se decreta: se sostiene con productividad, inversión y crecimiento. Cuando se impone un salario mínimo por encima de la productividad de amplios sectores, no se dignifica el trabajo; se le condena a la informalidad o a la desaparición silenciosa del empleo.
Guatemala es hoy un país donde siete de cada diez trabajadores son informales.1 En los últimos años se había logrado avanzar, acercándose a dos de cada tres, pero esa mejora no se sostuvo. No porque el guatemalteco sea indolente, ni porque rehúya integrarse al país. El guatemalteco es informal porque el Estado no le ofrece condiciones reales para que la formalidad sea posible, sostenible y atractiva. En una sociedad que aspira a la unidad nacional, la formalidad debería ser el principal indicador de compromiso con el país, y su habilitador debería ser el propio gobierno.
El primer lugar donde este error cobra factura es la manufactura. El sector todavía mostraba resiliencia y crecía frente a 2023, pero el punto de quiebre apareció tras el aumento salarial de 2025. En febrero, la industria llegó a emplear 239 mil trabajadores formales. Para octubre de 2025, la cifra bajó a 225 mil. En solo ocho meses, se perdieron 14 mil puestos formales. El detalle importa: mientras el número de trabajadores caía, el salario promedio subió de Q5,680 a Q5,965.2,3 Las empresas no dejaron de pagar; dejaron de contratar. Se quedaron con el personal más calificado y prescindieron de las plazas cercanas al salario mínimo. Ese patrón coincide con la evidencia: cuando el costo laboral supera la productividad, el ajuste recae sobre la contratación y sobre los trabajadores más vulnerables.
En el agro, el daño es todavía más duro. En febrero de 2025, la agricultura alcanzó su máximo con 114 mil trabajadores formales. Para octubre de 2025, bajó a 103 mil. Son 10 mil empleos que desaparecieron o migraron a la informalidad en ocho meses. La causa salta a la vista: el sueldo promedio agrícola (Q3,787) ya queda por debajo del costo legal total de un trabajador en la región central (Q3,843).2,3 Cuando la ley obliga a pagar más de lo que el sector puede sostener, no se produce dignidad; se produce exclusión.
La paradoja se vuelve más cruel al observar lo que ocurrió con la minería. Durante años, fue el sector que mejor pagaba en Guatemala. En 2023, sus salarios promedio estaban entre los más altos del país.2,3 Además, ofrecía empleo formal bien remunerado y oportunidades en territorios rurales con pocas alternativas. Sin embargo, en vez de fortalecer ese motor de empleo productivo, se le convirtió en enemigo ideológico. La confrontación y la paralización de proyectos golpearon justamente el segmento que demostraba que mejores salarios sí son posibles en sectores de más valor agregado. En paralelo, la estructura del empleo se inclina hacia un hecho inquietante: el sector público se posiciona como el mayor empleador y como el segundo con mayores salarios promedio. Mientras se contraen oportunidades en agricultura, manufactura y minería, el Estado crece y se remunera mejor.2,3
Ahora bien: la discusión no puede convertirse en una caricatura de «empresarios malos» contra «Estado bueno». Los datos desarman ese relato. Cuando un sector necesita talento y produce valor, paga mejor sin que nadie lo obligue. La resiliencia de los servicios de alto valor agregado lo muestra con claridad. La intermediación financiera no ha dejado de crecer: de 76 mil trabajadores en 2023 a 87 mil en octubre de 2025, un aumento cercano al 14%. En el mismo período, el salario promedio subió más de 11%, hasta rondar Q6,875. Ese salario está casi 85% por encima del mínimo, por lo que los incrementos legales no alteran su estructura de contratación. Algo similar ocurre en electricidad: sin «decreto salarial», el empleo pasó de poco más de 11 mil a más de 14 mil trabajadores.2,3 Donde hay productividad, inversión y competencia por talento, los salarios suben por necesidad del negocio, no por imposición del gobierno.
La literatura científica respalda este diagnóstico. Meer y West muestran que los aumentos del salario mínimo reducen el crecimiento del empleo en el tiempo;4 Neumark confirma que los efectos negativos se concentran en jóvenes y trabajadores de baja calificación;5 y Clemens y Wither documentan pérdidas de empleo e ingresos precisamente entre los menos calificados.6 Según Bossavie, Erdogan y Makovec, en economías con alta informalidad, el empleo no desaparece: se traslada fuera de la ley.7
Europa también ofrece una lección incómoda. Varios de los países con mayor bienestar y mayor cohesión social —Austria, Finlandia, Islandia, Noruega, Dinamarca, Italia y Suecia— no tienen salario mínimo obligatorio. Prefieren negociación colectiva sectorial, anclada a productividad y realidad de cada actividad. Alemania, con toda su potencia industrial, introdujo un salario mínimo nacional apenas en 2015. Para facilitar la entrada al mercado laboral, existen tarifas reducidas para jóvenes (entre 16 y 25 años) en Reino Unido, España, Portugal, Holanda, Luxemburgo, Irlanda, Francia y Bélgica.8
El contraste numérico es contundente. Francia —el caso europeo más alto— sitúa su salario mínimo cerca del 60% de la mediana salarial. Otros países operan con ratios mucho menores: 35% en República Checa, 41% en Estonia y 44% en España. Guatemala, con el nuevo ajuste, se ubica cerca del 67% de su mediana salarial. Es decir: Guatemala supera el máximo europeo en salario mínimo relativo, a pesar de tener mucha menor productividad y una informalidad muchísimo mayor.8
En América Latina, el problema se agrava cuando se compara el salario mínimo con el PIB per cápita. Países como Chile y Uruguay sostienen salarios mínimos anuales equivalentes a entre 30% y 40% del PIB per cápita; Costa Rica ronda 55%–60%. Guatemala, en cambio, se acerca peligrosamente a 80%–100% del PIB per cápita al considerar los pagos legales adicionales. En términos relativos, Guatemala se ubica en el cuarto lugar regional, solo por debajo de economías con salarios ideologizados como Honduras, Nicaragua y Bolivia.9 Dicho con crudeza: Guatemala intenta pagar salarios «de arriba» con una base productiva «de abajo». Eso no es justicia social; es una receta para expandir informalidad y cerrar la puerta del empleo formal a quienes más necesitan entrar.
Cuando se encarece artificialmente el primer escalón del mercado laboral, los jóvenes no acceden a mejores salarios; pierden la oportunidad de entrar. Se posterga la adquisición de capacidades, se debilita la trayectoria laboral y se profundiza la desigualdad de origen. Por eso, Guatemala necesita una fórmula técnica, transparente y verificable que relacione el salario mínimo con la productividad sectorial, el tamaño de empresa y la capacidad real de absorción, no un capricho político anual ni una prerrogativa presidencial. Cada punto porcentual de aumento no respaldado por productividad se paga con menos empleo formal, menos primeras oportunidades y más informalidad. Un país con un bono demográfico todavía vigente no puede darse el lujo de cerrar la puerta de entrada al mercado laboral a sus jóvenes.
Pero la discusión salarial es solo una parte del problema. El verdadero desafío es elevar la productividad del país. Y eso exige decisiones más difíciles: atraer inversión, reducir barreras a la formalidad, facilitar la creación de empresas y apostar de forma seria por el capital humano. Ningún decreto sustituye ese trabajo. Ningún aumento legal corrige una economía que produce poco valor.
La verdadera justicia social no se decreta. Se construye creando oportunidades reales. Un país que aspira a la unidad nacional no puede medir su compromiso con discursos, sino con resultados. Y el indicador más claro de ese compromiso es la formalidad. Cuando la formalidad crece, hay integración, futuro y esperanza. Cuando se castiga, lo que queda no es dignidad, sino exclusión. Ese es el costo moral del salario mínimo mal diseñado. Y ese es el debate que Guatemala ya no puede seguir posponiendo.
Ramiro Bolaños, PhD.
Referencias
- INE (ENEI) para informalidad (formulación “siete de cada diez / dos de cada tres”).
- Ministerio de Economía (MINECO), Direcciones de Política y Análisis Económico: Informes Económicos Semanales (ediciones desde semanales desde diciembre 2023 hasta diciembre 2025).
- Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS): Estadísticas de Patrones y Trabajadores Afiliados por actividad económica.
- Jonathan Meer & Jeremy West, “Effects of the Minimum Wage on Employment Dynamics” en NBER Working Paper Series. National Bureau of Economic Research. (2013)
- David Neumark, “Employment Effects of Minimum Wages” en IZA – World of Labor. Evidence-based policy making. (2018)
- Jeffrey Clemens & Michael Wither, “The Minimum Wage and the Great Recession: Evidence of Effects on the Employment and Income Trajectories of Low-Skilled Workers” en University of California at San Diego. (2018)
- Laurent Bossavie, Aysenur Acar Erdogan & Mattia Makovec, “The Impact of the Minimum Wage on Firm Destruction, Employment and Informality” en World Bank Group, Policy Research Working Paper 8749. (2022)
- Line Eldring & Kristin Alsos, “European Minimum Wage: A Nordic Outlook” en FAFO report. (2012)
- Banco Mundial / CEPAL para PIB per cápita y comparativos regionales.
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