De la librera: Un caballero en Moscú
Pareciera que se trate de la Sicilia de Garibaldi, la Rusia de los Soviets o la Guatemala contemporánea, el destino es que las cosas permanezcan igual, siempre igual.
Escribir sobre la situación política de Guatemala puede parecer repetitivo muchas veces. Ante tan poca acción demostrada por el gobierno de la República durante las últimas semanas y ante la reiterativa frase de que el país se cae en pedazos por le inicio de la temporada de lluvias, podríamos caer en la tentación de repetirnos y repetirnos sin solución de continuidad. Solo basta apuntar que resulta dramático el estado de la red vial del país, urbana y extra urbana, producto de la mala calidad de las obras, de la indolencia de las autoridades actuales y pasadas para quienes los trabajos de mantenimiento no son prioritarios y se suma la total ausencia de planificación: pareciera que en Guatemala el invierno nos cayó encima repentinamente, sin previo aviso, pese a que en Guatemala desde que se formó el istmo centroamericano siempre ha llovido, por lo menos, siete meses al año… Por ello, en esta ocasión, como en las semanas pasadas, damos espacio a la literatura.
Ante el estreno de la serie en streaming, conviene recordar que antes de que Ewan McGregor encarnara al conde Alexander Rostov, este personaje nació y vivió entre las páginas de la novela del escritor estadounidense Amor Towles, titulada «Un caballero en Moscú». La novela narra la muy peculiar historia del conde, que, en los albores de la Revolución Rusa en 1922 (recién terminada la guerra civil que enfrentó a los rusos rojos con los rusos blancos), es condenado a prisión perpetua domiciliaria en el hotel Metropol, lujoso establecimiento en el centro de la capital de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fundadas precisamente ese año de 1922.
Al conde lo condena su condición de aristócrata terrateniente, que pertenece al bando que habiendo perdido la guerra se exilia con sus fortunas en París, como la abuela del protagonista. El conde decide regresar a su patria, presumimos que por tener esperanza de que una vez asentada la revolución, las cosas cambien lo suficiente como para que él pueda vivir tranquilo. Sin embargo, no es el caso. Regresa de París, es capturado en su residencia provisional en el hotel, juzgado y condenado a esta peculiar sentencia. Le salva la vida que, durante el reinado de los zares, el conde se había permitido criticar abiertamente el sistema imperial y a la iglesia y que incluso había publicado un poema con esa temática. Pero el tribunal es muy claro al advertirle que, si sale a la acera del hotel, la guardia roja tiene la orden de fusilarlo en el acto.
Son en definitiva dos obras para disfrutarse de pasta a pasta y para reflexionar, porque pareciera que se trate de la Sicilia de Garibaldi, la Rusia de los Soviets o la Guatemala contemporánea, el destino es que las cosas permanezcan igual, siempre igual.
La novela transcurre entonces por los vastos interiores del hotel, emplazado frente a una vasta plaza, entre la mole del Kremlin, en donde es juzgado y el teatro Bolshoi, que le recuerda consistentemente el mundo perdido por la revolución. Pero dentro de la nostalgia, a la que constantemente le pone un alto el protagonista para no consumirse en la añoranza del pasado, va descubriendo que dentro del nuevo régimen va surgiendo una nueva clase política que, a semejanza de la derrocada aristocracia, se apodera de riquezas y del poder dejando a un lado a la clase que dijo quería liberar.
Rostov asiste en secreto a las asambleas de los soviets obreros que se reúnen en el antiguo salón de bailes del hotel y va descubriendo que estos hombres que se dicen proletarios tienen también hambre de lujo y poder, pero que lo disimulan con sus propios códigos: los uniformes obreros, las botas enlodadas, los ademanes groseros, la renuncia a la urbanidad, en fin, una serie de antivalores que los enfrentan a lo que dicen despreciar, pero que realmente añoran. En un momento, al curiosear con una amiga en las bodegas del hotel, descubren una lujosa vajilla lista para ser usada en los banquetes “proletarios”, y apunta el autor: «Porque la pompa es una fuerza tenaz. Y también taimada».
El libro se escurre entre los dedos página a página gracias al humor suave del autor, que echa mano constantemente de la ironía para criticar la situación política rusa y que nos hace recordar otra obra planteada en términos similares: «El gatopardo» del noble italiano Tomasso Luigi de Lampedusa, aquel que acuñó la famosísima frase de que «para que las cosas se mantengan tal y como están, es preciso que todo cambie». Son en definitiva dos obras para disfrutarse de pasta a pasta y para reflexionar, porque pareciera que se trate de la Sicilia de Garibaldi, la Rusia de los Soviets o la Guatemala contemporánea, el destino es que las cosas permanezcan igual, siempre igual.
De la librera: Un caballero en Moscú
Pareciera que se trate de la Sicilia de Garibaldi, la Rusia de los Soviets o la Guatemala contemporánea, el destino es que las cosas permanezcan igual, siempre igual.
Escribir sobre la situación política de Guatemala puede parecer repetitivo muchas veces. Ante tan poca acción demostrada por el gobierno de la República durante las últimas semanas y ante la reiterativa frase de que el país se cae en pedazos por le inicio de la temporada de lluvias, podríamos caer en la tentación de repetirnos y repetirnos sin solución de continuidad. Solo basta apuntar que resulta dramático el estado de la red vial del país, urbana y extra urbana, producto de la mala calidad de las obras, de la indolencia de las autoridades actuales y pasadas para quienes los trabajos de mantenimiento no son prioritarios y se suma la total ausencia de planificación: pareciera que en Guatemala el invierno nos cayó encima repentinamente, sin previo aviso, pese a que en Guatemala desde que se formó el istmo centroamericano siempre ha llovido, por lo menos, siete meses al año… Por ello, en esta ocasión, como en las semanas pasadas, damos espacio a la literatura.
Ante el estreno de la serie en streaming, conviene recordar que antes de que Ewan McGregor encarnara al conde Alexander Rostov, este personaje nació y vivió entre las páginas de la novela del escritor estadounidense Amor Towles, titulada «Un caballero en Moscú». La novela narra la muy peculiar historia del conde, que, en los albores de la Revolución Rusa en 1922 (recién terminada la guerra civil que enfrentó a los rusos rojos con los rusos blancos), es condenado a prisión perpetua domiciliaria en el hotel Metropol, lujoso establecimiento en el centro de la capital de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fundadas precisamente ese año de 1922.
Al conde lo condena su condición de aristócrata terrateniente, que pertenece al bando que habiendo perdido la guerra se exilia con sus fortunas en París, como la abuela del protagonista. El conde decide regresar a su patria, presumimos que por tener esperanza de que una vez asentada la revolución, las cosas cambien lo suficiente como para que él pueda vivir tranquilo. Sin embargo, no es el caso. Regresa de París, es capturado en su residencia provisional en el hotel, juzgado y condenado a esta peculiar sentencia. Le salva la vida que, durante el reinado de los zares, el conde se había permitido criticar abiertamente el sistema imperial y a la iglesia y que incluso había publicado un poema con esa temática. Pero el tribunal es muy claro al advertirle que, si sale a la acera del hotel, la guardia roja tiene la orden de fusilarlo en el acto.
Son en definitiva dos obras para disfrutarse de pasta a pasta y para reflexionar, porque pareciera que se trate de la Sicilia de Garibaldi, la Rusia de los Soviets o la Guatemala contemporánea, el destino es que las cosas permanezcan igual, siempre igual.
La novela transcurre entonces por los vastos interiores del hotel, emplazado frente a una vasta plaza, entre la mole del Kremlin, en donde es juzgado y el teatro Bolshoi, que le recuerda consistentemente el mundo perdido por la revolución. Pero dentro de la nostalgia, a la que constantemente le pone un alto el protagonista para no consumirse en la añoranza del pasado, va descubriendo que dentro del nuevo régimen va surgiendo una nueva clase política que, a semejanza de la derrocada aristocracia, se apodera de riquezas y del poder dejando a un lado a la clase que dijo quería liberar.
Rostov asiste en secreto a las asambleas de los soviets obreros que se reúnen en el antiguo salón de bailes del hotel y va descubriendo que estos hombres que se dicen proletarios tienen también hambre de lujo y poder, pero que lo disimulan con sus propios códigos: los uniformes obreros, las botas enlodadas, los ademanes groseros, la renuncia a la urbanidad, en fin, una serie de antivalores que los enfrentan a lo que dicen despreciar, pero que realmente añoran. En un momento, al curiosear con una amiga en las bodegas del hotel, descubren una lujosa vajilla lista para ser usada en los banquetes “proletarios”, y apunta el autor: «Porque la pompa es una fuerza tenaz. Y también taimada».
El libro se escurre entre los dedos página a página gracias al humor suave del autor, que echa mano constantemente de la ironía para criticar la situación política rusa y que nos hace recordar otra obra planteada en términos similares: «El gatopardo» del noble italiano Tomasso Luigi de Lampedusa, aquel que acuñó la famosísima frase de que «para que las cosas se mantengan tal y como están, es preciso que todo cambie». Son en definitiva dos obras para disfrutarse de pasta a pasta y para reflexionar, porque pareciera que se trate de la Sicilia de Garibaldi, la Rusia de los Soviets o la Guatemala contemporánea, el destino es que las cosas permanezcan igual, siempre igual.