Cuando mueren los héroes: la urgencia de recuperar la virtud perdida en Guatemala
En After Virtue, Alasdair MacIntyre explica que las sociedades no se sostienen por instituciones, ni por leyes, ni por programas técnicos, sino por relatos morales compartidos. Un pueblo solo se mantiene unido cuando puede decir quién es, a quién admira, qué considera honorable y por qué vale la pena sacrificarse. En las sociedades heroicas —las que él analiza en su célebre capítulo sobre los “pueblos heroicos”— la identidad no es una elección; es un relato. La virtud no es un sentimiento; es un deber. El individuo no existe aislado; existe dentro de una historia donde sus acciones son evaluadas por su clan y por sus antepasados. El honor es la brújula moral: perderlo es peor que morir. Y cuando un pueblo deja de tener héroes, deja de tener relato común. Cuando eso sucede, la virtud se marchita y la república se derrumba desde dentro.
Guatemala nació dentro de esa tradición heroica. No lo decimos por romanticismo, sino por hechos verificables. Nuestros pueblos mayas construyeron durante siglos una civilización donde la virtud era pública y narrativa. Las llamadas guerras estelares, documentadas en las inscripciones y estudiadas por Linda Schele, muestran al menos una docena de guerras rituales con las que las ciudades legitimaban a sus gobernantes. No eran conflictos improvisados; eran ceremonias militares ligadas al cielo, ciclos cósmicos que ordenaban la vida política y moral. En las pinturas y estelas, el gobernante aparece capturando al rival, humillándolo ritualmente para demostrar que su linaje era digno. La identidad era clara: el héroe es el que sostiene la historia del pueblo. Y cuando se mira esa secuencia de victorias, capturas y derrotas entre Tikal, Calakmul, Yaxchilán o Palenque, se entiende que nuestros ancestros vivían en un estado casi permanente de rivalidad heroica. El honor lo era todo.
Ya en el siglo XV, el Altiplano vivió episodios que muestran ese mismo espíritu. En 1492, los k’iche’ atacaron Iximché con un ejército de más de dieciséis mil hombres. Los cakchiqueles eran menos de la mitad. Los vencieron por estrategia, conocimiento del terreno y disciplina. No fue solo una batalla: fue la afirmación del destino de un pueblo. Pocos años después, cuando los españoles llegaron, ese ethos siguió vivo. La defensa de Zaculeu, dirigida por Kaibil B’alam, es una de las escenas más heroicas de nuestra historia: cientos de guerreros resistiendo durante meses el asedio de miles de aliados indígenas y tropas españolas, alimentándose de cuero hervido y raíces, sin rendirse jamás. La muerte de Kaibil B’alam no es solo un hecho histórico: es un símbolo. Ese hombre encarna lo que MacIntyre llama “el héroe trágico”: quien elige la virtud aunque eso signifique su fin.
La Conquista en Guatemala duró ciento setenta y tres años. Ningún otro territorio mesoamericano resistió tanto. La primera gran batalla de Acajutla, descrita por Pedro de Alvarado en una de sus cartas a Cortés, muestra el poder de los pipiles. Más de veinte mil guerreros contra apenas ciento cincuenta españoles de a caballo, doscientos cincuenta de a pie y alrededor de seis mil tlaxcaltecas. Alvarado confiesa miedo. Confiesa vulnerabilidad. La herida que recibe lo dejará cojo de por vida. A esas batallas siguieron la campaña de Jorge de Alvarado de 1526 con los quauhquecholtecas, el pacto con los cakchiqueles, las guerras contra poqomames, mopanes e itzáes, la pacificación de la llamada “Tierra de Guerra”, que los franciscanos transformarían en la “Vera Paz” no por conquista, sino por diálogo y evangelización. Y finalmente, Tayasal, la última ciudad independiente del continente, que cayó en 1697. La historia de Guatemala es una historia de fortaleza heroica larguísima, compleja, digna; incluso en 1820, Atanasio Tzul en Totonicapán volvió a encarnar ese mismo temple al desafiar a las autoridades imperiales en defensa de su pueblo.
Pero esa grandeza se volvió intermitente con la llegada del mundo moderno. En 1821 no luchamos por nuestra independencia. A diferencia de El Salvador, que sí tomó las armas, Guatemala se anexó sin resistencia al Imperio mexicano. Y cuando se reorganizó la región en 1823, Guatemala perdió sin combate a Chiapas, Soconusco, Santa Ana y Sonsonate. Belice se consolidó como colonia británica y quedó fuera del territorio guatemalteco en 1859, mediante el tratado Wyke–Aycinena, sin que hubiera una defensa militar real. Fue un siglo donde hubo valor, sí, pero también renuncia. Y esa renuncia fracturó el relato heroico.
Aun así, el siglo XIX guatemalteco conserva momentos de grandeza. El Estado de Los Altos se independizó en 1838 y tuvo bandera, gobierno y estructura propia. Rafael Carrera lo reincorporó por la fuerza en 1840 y luego definitivamente en 1849. Carrera derrotó a Morazán cuando este invadió Guatemala en 1840 y ganó la Batalla de La Arada el 2 de febrero de 1851, enfrentando con fuerzas guatemaltecas de 1,500 a un ejército combinado de 4,500 salvadoreños y hondureños que prácticamente triplicaba su número. La Arada es hoy estudiada en West Point por la genialidad estratégica del uso del terreno: artillería en zigzag, posiciones elevadas, pantanos como barreras naturales y la célebre quema del cañaveral que cegó y desordenó a las tropas enemigas. Y en 1847 la fundación de la república de Guatemala por el mismo Rafael Carrera. En la guerra contra los filibusteros (1856–1857), Guatemala envió contingentes decisivos, de donde surgieron figuras como el Mariscal Zavala y otros héroes nacionales que ayudaron a derrotar el proyecto esclavista de William Walker. A finales del siglo XIX, en las guerras del Totoposte, Guatemala volvió a defenderse con éxito. Y a comienzos del siglo XX, Estrada Cabrera movilizó decenas de miles de civiles —las fuentes hablan de cifras cercanas a los setenta mil— para enfrentar simultáneamente una rebelión apoyada por México y tropas de El Salvador, Honduras y Nicaragua. Todo esto muestra una fuerza militar sorprendente: Guatemala casi no registra derrotas en guerra abierta; incluso durante el conflicto armado interno, el Estado no fue derrotado militarmente. Sus grandes pérdidas han sido políticas, no militares.
El problema no ha sido la falta de capacidad. Ha sido la falta de continuidad moral. Guatemala tuvo héroes —Carrera, B’alam, la defensa del siglo XIX— pero nunca desarrolló un ethos heroico moderno como Japón, Finlandia, Israel o los georgianos en 2008. Y el quiebre definitivo llegó en el siglo XX. La guerra interna destruyó no solo vidas, sino el relato nacional. Dividió al país entre ricos y pobres, entre opresores y oprimidos, entre ladinos e indígenas, entre las élites y el resto. Esa narrativa fabricada borró la idea de un pueblo mestizo y unido. Reemplazó la figura de Carrera —fundador de la República en 1847— por la exaltación ideológica de Morazán. Rompió la única base posible para reconstruir un proyecto nacional: reconocernos como un solo pueblo. Cuando un país pierde su relato heroico, pierde su virtud.
Y eso es lo que sentimos hoy. Guatemala vive una época en la que casi todo se ha vuelto aceptable. La ejecución del gobierno es mínima. El Congreso exhibe abiertamente votos que se negocian por decenas de millones de quetzales. El presupuesto nacional ha crecido sesenta por ciento en apenas tres años como si la deuda fuera un deporte y no una responsabilidad moral. Las denuncias de corrupción se multiplican mientras la sociedad baja la mirada. Y lo más peligroso no es lo que pasa arriba, sino lo que pasa abajo: el silencio. Cuando un país deja de indignarse, entra en la antesala de su muerte moral. México es el ejemplo contemporáneo más cercano: un Estado que poco a poco ha cedido espacios a las mafias, a la corrupción, a la captura política, no porque la gente no lo vea, sino porque ha dejado de reaccionar. Guatemala aún no está ahí, pero camina hacia ese precipicio si continúa renunciando a su valor cívico.
El riesgo ya no es la pobreza, ni la desigualdad, ni si un partido gobierna mejor o peor. El riesgo es más profundo: que Guatemala deje de ser un país capaz de defender lo que le pertenece. Que renuncie, como lo hizo en el siglo XIX, pero esta vez no a un territorio, sino a su alma. Porque cuando mueren los héroes —cuando nadie está dispuesto a defender la verdad, la dignidad, el honor cívico— la república se queda sin guardianes.
Y sin embargo, no todo está perdido. La historia muestra que Guatemala siempre ha sido más fuerte de lo que cree. Que cuando recuerda quién es, se levanta. Que posee un legado heroico que ningún trauma ha logrado borrar del todo. Ese legado debe volver a la vida: no para glorificar la guerra, sino para recuperar la virtud. Virtud para indignarse sin violencia. Virtud para exigir sin odio. Virtud para defender sin destruir. Virtud para decir, como lo dijeron nuestros antepasados, que hay cosas por las que vale la pena luchar. Guatemala solo vivirá si recupera el valor de defender lo que todavía es suyo.
Ramiro Bolaños, PhD.
Referencias
1. Alasdair MacIntyre. After Virtue. (Notre dame: University of Notre Dame Press, 1981), pp. 110-122.
2. Linda Schele & Mary Ellen Miller. The Blood of Kings: Dynasty and Ritual in Maya Art. (Fort Worth: Kimbell Art Museum, 1986), pp. 36-55, 112-129.
3. Pedro de Alvarado. “Segunda relación a Hernando Cortés” en Cartas de don Pedro de Alvarado a Hernán Cortés. (Guatemala: Tipografía Nacional, 1913), pp. 16-20.
4. Maria Eugenia López Mejía. Revueltas populares y facciones liberales. Centroamérica en los años de independencia. (San Salvador, Editorial Universidad Tecnológica, 2021)
5. Alejandro Marure. Efemérides de la República de Centro-América. (Guatemala: Imprenta de la Paz, 1844), pp. 3-5, 12-17, 25-27, 56-61.
6. Alejandro Marure. Bosquejo histórico de las revoluciones de Centroamérica. (Guatemala: Tipografía El Progreso, 1877), Tomo I, pp. 145–152, 215–218, 243–249, 258–272.
7. Alejandro Marure. Bosquejo histórico de las revoluciones de Centroamérica. (Guatemala: Tipografía El Progreso, 1878), Tomo II, pp. 12–15, 47–52, 92–103, 110–120, 160–170.
8. Rafael Carrera, “Discurso del Presidente Rafael Carrera por la fundación de la República de Guatemala (1847).” (Guatemala: Tipografía Nacional, 1847), pp. 1-4.
9. L. Zorina. “El Tratado Clayton-Bulwer de 1850 y la diplomacia rusa” en Centroamérica y las grandes potencias. (Moscú: Instituto de Latinoamérica de la Academia de Ciencias de la URSS, 1980), pp. 175-194.
10. Ricardo de Jesús Moscoso Chigua, Rafael Carrera: su vida, la batalla de la Arada y otras gestas. (Chiquimula: Imagraf G&N, 2017), pp. 194-203.
Batallas ganadas por Guatemala
Batalla de San Miguel Dueñas (1828); Batalla del Aceituno (1829); Batalla de Guatemala contra Morazán (1840); Derrota del Estado de Los Altos (1840 y 1849); Batalla de La Arada (2 de febrero de 1851); Guerra contra los filibusteros (1856–1857); Guerras del Totoposte (1890s); Conflictos con Honduras, Nicaragua y El Salvador (1897–1902); Conflicto armado interno (1960-1996).
Derrotas de Guatemala
La invasión de Filisola (1823); Entrada de Morazán en 1829; Conflictos internos (revueltas 1826–1830).
Cuando mueren los héroes: la urgencia de recuperar la virtud perdida en Guatemala
En After Virtue, Alasdair MacIntyre explica que las sociedades no se sostienen por instituciones, ni por leyes, ni por programas técnicos, sino por relatos morales compartidos. Un pueblo solo se mantiene unido cuando puede decir quién es, a quién admira, qué considera honorable y por qué vale la pena sacrificarse. En las sociedades heroicas —las que él analiza en su célebre capítulo sobre los “pueblos heroicos”— la identidad no es una elección; es un relato. La virtud no es un sentimiento; es un deber. El individuo no existe aislado; existe dentro de una historia donde sus acciones son evaluadas por su clan y por sus antepasados. El honor es la brújula moral: perderlo es peor que morir. Y cuando un pueblo deja de tener héroes, deja de tener relato común. Cuando eso sucede, la virtud se marchita y la república se derrumba desde dentro.
Guatemala nació dentro de esa tradición heroica. No lo decimos por romanticismo, sino por hechos verificables. Nuestros pueblos mayas construyeron durante siglos una civilización donde la virtud era pública y narrativa. Las llamadas guerras estelares, documentadas en las inscripciones y estudiadas por Linda Schele, muestran al menos una docena de guerras rituales con las que las ciudades legitimaban a sus gobernantes. No eran conflictos improvisados; eran ceremonias militares ligadas al cielo, ciclos cósmicos que ordenaban la vida política y moral. En las pinturas y estelas, el gobernante aparece capturando al rival, humillándolo ritualmente para demostrar que su linaje era digno. La identidad era clara: el héroe es el que sostiene la historia del pueblo. Y cuando se mira esa secuencia de victorias, capturas y derrotas entre Tikal, Calakmul, Yaxchilán o Palenque, se entiende que nuestros ancestros vivían en un estado casi permanente de rivalidad heroica. El honor lo era todo.
Ya en el siglo XV, el Altiplano vivió episodios que muestran ese mismo espíritu. En 1492, los k’iche’ atacaron Iximché con un ejército de más de dieciséis mil hombres. Los cakchiqueles eran menos de la mitad. Los vencieron por estrategia, conocimiento del terreno y disciplina. No fue solo una batalla: fue la afirmación del destino de un pueblo. Pocos años después, cuando los españoles llegaron, ese ethos siguió vivo. La defensa de Zaculeu, dirigida por Kaibil B’alam, es una de las escenas más heroicas de nuestra historia: cientos de guerreros resistiendo durante meses el asedio de miles de aliados indígenas y tropas españolas, alimentándose de cuero hervido y raíces, sin rendirse jamás. La muerte de Kaibil B’alam no es solo un hecho histórico: es un símbolo. Ese hombre encarna lo que MacIntyre llama “el héroe trágico”: quien elige la virtud aunque eso signifique su fin.
La Conquista en Guatemala duró ciento setenta y tres años. Ningún otro territorio mesoamericano resistió tanto. La primera gran batalla de Acajutla, descrita por Pedro de Alvarado en una de sus cartas a Cortés, muestra el poder de los pipiles. Más de veinte mil guerreros contra apenas ciento cincuenta españoles de a caballo, doscientos cincuenta de a pie y alrededor de seis mil tlaxcaltecas. Alvarado confiesa miedo. Confiesa vulnerabilidad. La herida que recibe lo dejará cojo de por vida. A esas batallas siguieron la campaña de Jorge de Alvarado de 1526 con los quauhquecholtecas, el pacto con los cakchiqueles, las guerras contra poqomames, mopanes e itzáes, la pacificación de la llamada “Tierra de Guerra”, que los franciscanos transformarían en la “Vera Paz” no por conquista, sino por diálogo y evangelización. Y finalmente, Tayasal, la última ciudad independiente del continente, que cayó en 1697. La historia de Guatemala es una historia de fortaleza heroica larguísima, compleja, digna; incluso en 1820, Atanasio Tzul en Totonicapán volvió a encarnar ese mismo temple al desafiar a las autoridades imperiales en defensa de su pueblo.
Pero esa grandeza se volvió intermitente con la llegada del mundo moderno. En 1821 no luchamos por nuestra independencia. A diferencia de El Salvador, que sí tomó las armas, Guatemala se anexó sin resistencia al Imperio mexicano. Y cuando se reorganizó la región en 1823, Guatemala perdió sin combate a Chiapas, Soconusco, Santa Ana y Sonsonate. Belice se consolidó como colonia británica y quedó fuera del territorio guatemalteco en 1859, mediante el tratado Wyke–Aycinena, sin que hubiera una defensa militar real. Fue un siglo donde hubo valor, sí, pero también renuncia. Y esa renuncia fracturó el relato heroico.
Aun así, el siglo XIX guatemalteco conserva momentos de grandeza. El Estado de Los Altos se independizó en 1838 y tuvo bandera, gobierno y estructura propia. Rafael Carrera lo reincorporó por la fuerza en 1840 y luego definitivamente en 1849. Carrera derrotó a Morazán cuando este invadió Guatemala en 1840 y ganó la Batalla de La Arada el 2 de febrero de 1851, enfrentando con fuerzas guatemaltecas de 1,500 a un ejército combinado de 4,500 salvadoreños y hondureños que prácticamente triplicaba su número. La Arada es hoy estudiada en West Point por la genialidad estratégica del uso del terreno: artillería en zigzag, posiciones elevadas, pantanos como barreras naturales y la célebre quema del cañaveral que cegó y desordenó a las tropas enemigas. Y en 1847 la fundación de la república de Guatemala por el mismo Rafael Carrera. En la guerra contra los filibusteros (1856–1857), Guatemala envió contingentes decisivos, de donde surgieron figuras como el Mariscal Zavala y otros héroes nacionales que ayudaron a derrotar el proyecto esclavista de William Walker. A finales del siglo XIX, en las guerras del Totoposte, Guatemala volvió a defenderse con éxito. Y a comienzos del siglo XX, Estrada Cabrera movilizó decenas de miles de civiles —las fuentes hablan de cifras cercanas a los setenta mil— para enfrentar simultáneamente una rebelión apoyada por México y tropas de El Salvador, Honduras y Nicaragua. Todo esto muestra una fuerza militar sorprendente: Guatemala casi no registra derrotas en guerra abierta; incluso durante el conflicto armado interno, el Estado no fue derrotado militarmente. Sus grandes pérdidas han sido políticas, no militares.
El problema no ha sido la falta de capacidad. Ha sido la falta de continuidad moral. Guatemala tuvo héroes —Carrera, B’alam, la defensa del siglo XIX— pero nunca desarrolló un ethos heroico moderno como Japón, Finlandia, Israel o los georgianos en 2008. Y el quiebre definitivo llegó en el siglo XX. La guerra interna destruyó no solo vidas, sino el relato nacional. Dividió al país entre ricos y pobres, entre opresores y oprimidos, entre ladinos e indígenas, entre las élites y el resto. Esa narrativa fabricada borró la idea de un pueblo mestizo y unido. Reemplazó la figura de Carrera —fundador de la República en 1847— por la exaltación ideológica de Morazán. Rompió la única base posible para reconstruir un proyecto nacional: reconocernos como un solo pueblo. Cuando un país pierde su relato heroico, pierde su virtud.
Y eso es lo que sentimos hoy. Guatemala vive una época en la que casi todo se ha vuelto aceptable. La ejecución del gobierno es mínima. El Congreso exhibe abiertamente votos que se negocian por decenas de millones de quetzales. El presupuesto nacional ha crecido sesenta por ciento en apenas tres años como si la deuda fuera un deporte y no una responsabilidad moral. Las denuncias de corrupción se multiplican mientras la sociedad baja la mirada. Y lo más peligroso no es lo que pasa arriba, sino lo que pasa abajo: el silencio. Cuando un país deja de indignarse, entra en la antesala de su muerte moral. México es el ejemplo contemporáneo más cercano: un Estado que poco a poco ha cedido espacios a las mafias, a la corrupción, a la captura política, no porque la gente no lo vea, sino porque ha dejado de reaccionar. Guatemala aún no está ahí, pero camina hacia ese precipicio si continúa renunciando a su valor cívico.
El riesgo ya no es la pobreza, ni la desigualdad, ni si un partido gobierna mejor o peor. El riesgo es más profundo: que Guatemala deje de ser un país capaz de defender lo que le pertenece. Que renuncie, como lo hizo en el siglo XIX, pero esta vez no a un territorio, sino a su alma. Porque cuando mueren los héroes —cuando nadie está dispuesto a defender la verdad, la dignidad, el honor cívico— la república se queda sin guardianes.
Y sin embargo, no todo está perdido. La historia muestra que Guatemala siempre ha sido más fuerte de lo que cree. Que cuando recuerda quién es, se levanta. Que posee un legado heroico que ningún trauma ha logrado borrar del todo. Ese legado debe volver a la vida: no para glorificar la guerra, sino para recuperar la virtud. Virtud para indignarse sin violencia. Virtud para exigir sin odio. Virtud para defender sin destruir. Virtud para decir, como lo dijeron nuestros antepasados, que hay cosas por las que vale la pena luchar. Guatemala solo vivirá si recupera el valor de defender lo que todavía es suyo.
Ramiro Bolaños, PhD.
Referencias
1. Alasdair MacIntyre. After Virtue. (Notre dame: University of Notre Dame Press, 1981), pp. 110-122.
2. Linda Schele & Mary Ellen Miller. The Blood of Kings: Dynasty and Ritual in Maya Art. (Fort Worth: Kimbell Art Museum, 1986), pp. 36-55, 112-129.
3. Pedro de Alvarado. “Segunda relación a Hernando Cortés” en Cartas de don Pedro de Alvarado a Hernán Cortés. (Guatemala: Tipografía Nacional, 1913), pp. 16-20.
4. Maria Eugenia López Mejía. Revueltas populares y facciones liberales. Centroamérica en los años de independencia. (San Salvador, Editorial Universidad Tecnológica, 2021)
5. Alejandro Marure. Efemérides de la República de Centro-América. (Guatemala: Imprenta de la Paz, 1844), pp. 3-5, 12-17, 25-27, 56-61.
6. Alejandro Marure. Bosquejo histórico de las revoluciones de Centroamérica. (Guatemala: Tipografía El Progreso, 1877), Tomo I, pp. 145–152, 215–218, 243–249, 258–272.
7. Alejandro Marure. Bosquejo histórico de las revoluciones de Centroamérica. (Guatemala: Tipografía El Progreso, 1878), Tomo II, pp. 12–15, 47–52, 92–103, 110–120, 160–170.
8. Rafael Carrera, “Discurso del Presidente Rafael Carrera por la fundación de la República de Guatemala (1847).” (Guatemala: Tipografía Nacional, 1847), pp. 1-4.
9. L. Zorina. “El Tratado Clayton-Bulwer de 1850 y la diplomacia rusa” en Centroamérica y las grandes potencias. (Moscú: Instituto de Latinoamérica de la Academia de Ciencias de la URSS, 1980), pp. 175-194.
10. Ricardo de Jesús Moscoso Chigua, Rafael Carrera: su vida, la batalla de la Arada y otras gestas. (Chiquimula: Imagraf G&N, 2017), pp. 194-203.
Batallas ganadas por Guatemala
Batalla de San Miguel Dueñas (1828); Batalla del Aceituno (1829); Batalla de Guatemala contra Morazán (1840); Derrota del Estado de Los Altos (1840 y 1849); Batalla de La Arada (2 de febrero de 1851); Guerra contra los filibusteros (1856–1857); Guerras del Totoposte (1890s); Conflictos con Honduras, Nicaragua y El Salvador (1897–1902); Conflicto armado interno (1960-1996).
Derrotas de Guatemala
La invasión de Filisola (1823); Entrada de Morazán en 1829; Conflictos internos (revueltas 1826–1830).
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