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Ernesto Boesche: El lápiz que retrata Guatemala

.
Luis Gonzalez
01 de agosto, 2025

A sus 89 años, Ernesto Boesche, pintor, historiador, maestro y escritor, nos recibe con la lucidez y calidez de quien ha dedicado su vida a la cultura guatemalteca. Nacido en Salamá, Baja Verapaz, su trayectoria abarca desde la docencia en la Escuela Nacional de Artes Plásticas hasta la creación de obras que han marcado generaciones. En esta entrevista, el maestro comparte sus recuerdos, anécdotas y reflexiones sobre el arte, la educación y la vida. 

¿Dónde nació? 

— Nací en Salamá, Baja Verapaz, en 1936. Mi bisabuelo Ernesto Boesche vino de Bremen, Alemania, a los 16 años y se estableció en Salamá en 1883. Mi mamá era María Jacinta Rizo, de una familia salamateca muy querida. Tuve una infancia feliz y tranquila. 

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¿Su papá también era artista? 

— No profesional, pero sí aficionado multifacético. Mi papá, Guillermo, fue deportista destacado: ciclista, basquetbolista y futbolista. También pintaba. Tenemos paisajes suyos al óleo sobre cartoncillo. Me gustan mucho. Tal vez no sean lo último en realismo, pero tienen muy buenas composiciones. Además, fue el primer alcalde electo de Salamá después de la dictadura ubiquista, en 1946. 

¿Cómo llegó usted a la capital? 

— En 1950 vine con una beca para estudiar en el internado de la Escuela Normal. Estuve allí hasta 1954. Mis compañeros fueron figuras notables como Luis Alfredo Arango, Marco Tulio González Miranda y Víctor Hugo de León. 

.

¿Cómo era la vida en el internado? 

— Muy intensa. Teníamos una república escolar normalista, con presidente y ministros, para aprender sobre política. La radio escolar “José Martí” nos despertaba con música. Mi pieza favorita era la serenata para cuerdas de Tchaikovsky. Nos levantaban a las cinco, duchas con agua caliente, desayuno, clases de ocho a doce, almuerzo, descanso, y de nuevo clases hasta las cinco. Luego sonaba el campanazo y podíamos salir a pasear. 

¿A dónde iban? 

— Al zoológico, que no cobraba entrada. Recuerdo una anécdota. Un amigo metía la mano en la jaula del jaguar y el animal le pasaba la garra sin hacerle daño. Yo aprendí a hacerlo, hasta que un día el animal se olvidó de esconder las uñas y me cortó las yemas de los dedos como con una hoja de afeitar. 

¿Cómo vivió el cambio político entre 1944 y 1954? 

— No estaba metido en política, pero sentía el ambiente. Un compañero me llevó al Grupo Saker-Ti, el nuevo amanecer. Ahí conocí a Arturo Martínez, pionero del arte moderno en Guatemala. Pintaba en un pasaje de la octava calle, frente al Sagrario. Verlo pintar me marcó profundamente. 

¿Fue ese su primer contacto con el arte profesional? 

— Sí, aunque mi afición venía de antes, por mi papá. Pero ver a Martínez trabajar, y luego tenerlo como maestro en la Escuela de Artes Plásticas, fue determinante. Él había estado en París y traía una visión muy avanzada. 

¿Dónde estudió arte formalmente? 

— Un año en la Real Academia de San Fernando y otro en el Círculo de Bellas Artes, en Madrid. Me becaron porque vieron mi obra. Ya estaba completamente entregado al arte. Una vez, el maestro me dijo: “Te felicito, tu trabajo es el mejor de la clase”. Eso no se me olvida. 

 

.

¿Se enamoró en España? 

— Sí. Mi mamá me dijo: “Mijo, ahí te encargo una madrileña”. No sabía si se refería a una para la cabeza o para el brazo, así que le traje de las dos. Me enamoré de Esperanza Pedrero Trapero, de la Villa de Vallecas. Me acompañó con ese espíritu aventurero que tienen los españoles. Y aquí seguimos juntos, a nuestros 90 años. 

¿Cuántos hijos tiene? 

— Cuatro, dos hombres y dos mujeres. Diez nietos. Tres bisnietas y un bisnieto por venir. 

¿Cómo empezó su carrera docente en Guatemala? 

— Al regresar, estaba enseñándole mis trabajos a don Miguel Ángel Ríos, de Foto Arte. Llegó Humberto Garavito, el gran paisajista, y me dijo: “¿Me puede acompañar a la Escuela de Artes Plásticas?” Fuimos y le dijo al director Roberto González Goyri: “Aquí te traigo a tu nuevo maestro de dibujo.” Tenía 22 años. Ahí empezó mi carrera como docente… 

¿Quiénes eran los maestros en ese tiempo? 

— Haroldo Robles, Oscar Barrientos, Max Saravia Gual, entre otros. Max fue quien planificó la nueva Escuela de Artes Plásticas por encargo de la Dirección de Bellas Artes. 

¿Le daba tiempo para seguir creando? 

— Sí. Además de ser docente desde 1958, trabajé como diseñador gráfico en el IGSS. Me daban permiso para salir antes y dar clases de 4 a 6. Me jubilé en 1994, pero he seguido colaborando. 

¿Cómo fue su estilo de enseñanza? 

— Hacía demostraciones prácticas. Decía: “Jóvenes, les voy a enseñar cómo se dibuja una cabeza, háganme rueda”. Lo hacía en vivo. Una muestra así vale más que mil palabras. He hecho demostraciones en el Centro Histórico, en festivales, en mi pueblo, en Quezaltenango y en Antigua. 

¿Cuál cree que ha sido su mayor aporte como historiador del arte? 

— El libro del centenario de la Escuela Nacional de Artes Plásticas. La escuela se fundó en 1920 y el Banco de Guatemala nos ofreció la edición gratuita del libro en 2023. Tiene 300 páginas a todo color, más de 400 mini biografías. Es una fuente completa del arte nacional. 

¿Está trabajando en otro proyecto? 

— Sí. La historia de las artes plásticas en Guatemala, desde los mayas hasta hoy. El Banco de Guatemala lo va a editar. Será una fuente definitiva. Ya nos está llegando información de aldeas y pueblos con obras impresionantes. 

.

¿Guatemala sigue produciendo artistas? 

— Sí. Marvin Olivares, uno de mis mejores alumnos, domina todas las técnicas. Me hizo un retrato a punta de plata, como Da Vinci. Samuel Escobar ha expuesto en el Museo del Louvre y el Prado. También hay jóvenes pintando cúpulas en Huehuetenango. Las vamos a incluir en el libro. 

¿Qué necesita el arte guatemalteco para florecer más? 

— Mayor apoyo institucional, espacios de exhibición, oportunidades para los jóvenes. El talento está aquí, pero falta visibilidad. Por eso me entusiasma tanto el nuevo libro que estamos preparando. Es una forma de darles reconocimiento. 

¿Cómo define su arte? 

— Nunca quise encasillarme en un solo tema. Rodolfo Abularach es reconocido por sus ojos gigantes, pero desde los 13 años hacía escenas históricas impresionantes. Yo decidí experimentar con todo. Al final, sí fui encasillado por el retrato. Algunos dicen que soy el mejor retratista de Guatemala. A lápiz y al óleo. 

¿Cuántos retratos ha hecho? 

— No llevo la cuenta. Solo al Banco de Guatemala le he hecho más de una quincena. También retratos para Fundazúcar, y la Universidad Mariano Gálvez, entre otros. 

¿Cuál es el más querido? 

— El retrato al óleo de la gitana Natalia Castro, que hice a los 19 años. El maestro lo consideró el mejor de la clase. Mi amigo Marco Antonio González lo vio y me dijo: “Este es mío”. Todavía lo tiene. 

¿Qué opina del paso del tiempo? 

— Es un pincel invisible. Va dejando trazos en la memoria, en el cuerpo, en la obra. Yo lo he sentido como aliado, no como enemigo. Me ha permitido ver, crecer a mis alumnos, florecer ideas y observar cómo el arte transforma vidas. 

¿Cuál es el secreto para llegar a los 89 con tanta vitalidad? 

— Tomar las cosas con calma, no pensar mal de nadie, buscar sus virtudes y hacerme loco cuando veo algo negativo. El arte también me ha dado vida. Me sigue dando energía, propósito, alegría. 

¿Su vida ha sido feliz? 

— Feliz y afortunada. Desde los párvulos hasta los estudios en España, que me concedió nuestro gobierno. Lo reconozco. He sido afortunado, además de feliz. 

Ernesto Boesche: El lápiz que retrata Guatemala

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Luis Gonzalez
01 de agosto, 2025

A sus 89 años, Ernesto Boesche, pintor, historiador, maestro y escritor, nos recibe con la lucidez y calidez de quien ha dedicado su vida a la cultura guatemalteca. Nacido en Salamá, Baja Verapaz, su trayectoria abarca desde la docencia en la Escuela Nacional de Artes Plásticas hasta la creación de obras que han marcado generaciones. En esta entrevista, el maestro comparte sus recuerdos, anécdotas y reflexiones sobre el arte, la educación y la vida. 

¿Dónde nació? 

— Nací en Salamá, Baja Verapaz, en 1936. Mi bisabuelo Ernesto Boesche vino de Bremen, Alemania, a los 16 años y se estableció en Salamá en 1883. Mi mamá era María Jacinta Rizo, de una familia salamateca muy querida. Tuve una infancia feliz y tranquila. 

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¿Su papá también era artista? 

— No profesional, pero sí aficionado multifacético. Mi papá, Guillermo, fue deportista destacado: ciclista, basquetbolista y futbolista. También pintaba. Tenemos paisajes suyos al óleo sobre cartoncillo. Me gustan mucho. Tal vez no sean lo último en realismo, pero tienen muy buenas composiciones. Además, fue el primer alcalde electo de Salamá después de la dictadura ubiquista, en 1946. 

¿Cómo llegó usted a la capital? 

— En 1950 vine con una beca para estudiar en el internado de la Escuela Normal. Estuve allí hasta 1954. Mis compañeros fueron figuras notables como Luis Alfredo Arango, Marco Tulio González Miranda y Víctor Hugo de León. 

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¿Cómo era la vida en el internado? 

— Muy intensa. Teníamos una república escolar normalista, con presidente y ministros, para aprender sobre política. La radio escolar “José Martí” nos despertaba con música. Mi pieza favorita era la serenata para cuerdas de Tchaikovsky. Nos levantaban a las cinco, duchas con agua caliente, desayuno, clases de ocho a doce, almuerzo, descanso, y de nuevo clases hasta las cinco. Luego sonaba el campanazo y podíamos salir a pasear. 

¿A dónde iban? 

— Al zoológico, que no cobraba entrada. Recuerdo una anécdota. Un amigo metía la mano en la jaula del jaguar y el animal le pasaba la garra sin hacerle daño. Yo aprendí a hacerlo, hasta que un día el animal se olvidó de esconder las uñas y me cortó las yemas de los dedos como con una hoja de afeitar. 

¿Cómo vivió el cambio político entre 1944 y 1954? 

— No estaba metido en política, pero sentía el ambiente. Un compañero me llevó al Grupo Saker-Ti, el nuevo amanecer. Ahí conocí a Arturo Martínez, pionero del arte moderno en Guatemala. Pintaba en un pasaje de la octava calle, frente al Sagrario. Verlo pintar me marcó profundamente. 

¿Fue ese su primer contacto con el arte profesional? 

— Sí, aunque mi afición venía de antes, por mi papá. Pero ver a Martínez trabajar, y luego tenerlo como maestro en la Escuela de Artes Plásticas, fue determinante. Él había estado en París y traía una visión muy avanzada. 

¿Dónde estudió arte formalmente? 

— Un año en la Real Academia de San Fernando y otro en el Círculo de Bellas Artes, en Madrid. Me becaron porque vieron mi obra. Ya estaba completamente entregado al arte. Una vez, el maestro me dijo: “Te felicito, tu trabajo es el mejor de la clase”. Eso no se me olvida. 

 

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¿Se enamoró en España? 

— Sí. Mi mamá me dijo: “Mijo, ahí te encargo una madrileña”. No sabía si se refería a una para la cabeza o para el brazo, así que le traje de las dos. Me enamoré de Esperanza Pedrero Trapero, de la Villa de Vallecas. Me acompañó con ese espíritu aventurero que tienen los españoles. Y aquí seguimos juntos, a nuestros 90 años. 

¿Cuántos hijos tiene? 

— Cuatro, dos hombres y dos mujeres. Diez nietos. Tres bisnietas y un bisnieto por venir. 

¿Cómo empezó su carrera docente en Guatemala? 

— Al regresar, estaba enseñándole mis trabajos a don Miguel Ángel Ríos, de Foto Arte. Llegó Humberto Garavito, el gran paisajista, y me dijo: “¿Me puede acompañar a la Escuela de Artes Plásticas?” Fuimos y le dijo al director Roberto González Goyri: “Aquí te traigo a tu nuevo maestro de dibujo.” Tenía 22 años. Ahí empezó mi carrera como docente… 

¿Quiénes eran los maestros en ese tiempo? 

— Haroldo Robles, Oscar Barrientos, Max Saravia Gual, entre otros. Max fue quien planificó la nueva Escuela de Artes Plásticas por encargo de la Dirección de Bellas Artes. 

¿Le daba tiempo para seguir creando? 

— Sí. Además de ser docente desde 1958, trabajé como diseñador gráfico en el IGSS. Me daban permiso para salir antes y dar clases de 4 a 6. Me jubilé en 1994, pero he seguido colaborando. 

¿Cómo fue su estilo de enseñanza? 

— Hacía demostraciones prácticas. Decía: “Jóvenes, les voy a enseñar cómo se dibuja una cabeza, háganme rueda”. Lo hacía en vivo. Una muestra así vale más que mil palabras. He hecho demostraciones en el Centro Histórico, en festivales, en mi pueblo, en Quezaltenango y en Antigua. 

¿Cuál cree que ha sido su mayor aporte como historiador del arte? 

— El libro del centenario de la Escuela Nacional de Artes Plásticas. La escuela se fundó en 1920 y el Banco de Guatemala nos ofreció la edición gratuita del libro en 2023. Tiene 300 páginas a todo color, más de 400 mini biografías. Es una fuente completa del arte nacional. 

¿Está trabajando en otro proyecto? 

— Sí. La historia de las artes plásticas en Guatemala, desde los mayas hasta hoy. El Banco de Guatemala lo va a editar. Será una fuente definitiva. Ya nos está llegando información de aldeas y pueblos con obras impresionantes. 

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¿Guatemala sigue produciendo artistas? 

— Sí. Marvin Olivares, uno de mis mejores alumnos, domina todas las técnicas. Me hizo un retrato a punta de plata, como Da Vinci. Samuel Escobar ha expuesto en el Museo del Louvre y el Prado. También hay jóvenes pintando cúpulas en Huehuetenango. Las vamos a incluir en el libro. 

¿Qué necesita el arte guatemalteco para florecer más? 

— Mayor apoyo institucional, espacios de exhibición, oportunidades para los jóvenes. El talento está aquí, pero falta visibilidad. Por eso me entusiasma tanto el nuevo libro que estamos preparando. Es una forma de darles reconocimiento. 

¿Cómo define su arte? 

— Nunca quise encasillarme en un solo tema. Rodolfo Abularach es reconocido por sus ojos gigantes, pero desde los 13 años hacía escenas históricas impresionantes. Yo decidí experimentar con todo. Al final, sí fui encasillado por el retrato. Algunos dicen que soy el mejor retratista de Guatemala. A lápiz y al óleo. 

¿Cuántos retratos ha hecho? 

— No llevo la cuenta. Solo al Banco de Guatemala le he hecho más de una quincena. También retratos para Fundazúcar, y la Universidad Mariano Gálvez, entre otros. 

¿Cuál es el más querido? 

— El retrato al óleo de la gitana Natalia Castro, que hice a los 19 años. El maestro lo consideró el mejor de la clase. Mi amigo Marco Antonio González lo vio y me dijo: “Este es mío”. Todavía lo tiene. 

¿Qué opina del paso del tiempo? 

— Es un pincel invisible. Va dejando trazos en la memoria, en el cuerpo, en la obra. Yo lo he sentido como aliado, no como enemigo. Me ha permitido ver, crecer a mis alumnos, florecer ideas y observar cómo el arte transforma vidas. 

¿Cuál es el secreto para llegar a los 89 con tanta vitalidad? 

— Tomar las cosas con calma, no pensar mal de nadie, buscar sus virtudes y hacerme loco cuando veo algo negativo. El arte también me ha dado vida. Me sigue dando energía, propósito, alegría. 

¿Su vida ha sido feliz? 

— Feliz y afortunada. Desde los párvulos hasta los estudios en España, que me concedió nuestro gobierno. Lo reconozco. He sido afortunado, además de feliz. 

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