El 30 de junio, luego de discutir el caso Trump v. EE. UU., la Corte Suprema determinó que los presidentes estadounidenses gozan de “inmunidad absoluta de procesamiento penal por acciones dentro de su autoridad constitucional concluyente y preclusiva”. Los exmandatarios, entre ellos Donald Trump, “tienen derecho al menos a una presunta inmunidad procesal por todos sus actos oficiales”. Esta inmunidad no se expande, sin embargo, a los actos personales.
El efecto inmediato de esta decisión es complicar cualquier intento de imputar a Trump por el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. La Corte Suprema también encontró deficiencias en el trato que el Departamento de Justicia extendió a los implicados en el asalto, de manera que algunos pronto serán puestos en libertad.
La Constitución, fundamentándose en la tradición jurídica anglosajona, establece el fuero parlamentario de los senadores y diputados, pero omite hacer lo mismo para los presidentes. Diversas decisiones de altos tribunales han ido expandiendo estos derechos al poder ejecutivo, incluso a los burócratas federales, aunque nunca de forma tan tajante.
Los demócratas, en sus ansias de enjuiciar a Trump por obstrucción electoral, buscaron desestimar este principio legal. Siendo francos, les salió el tiro por la culata: la inmunidad presidencial ahora ha quedado establecida como un principio legal infranqueable y no podrá cuestionarse por muchos años, debido al dominio conservador sobre la Corte Suprema. Los tres magistrados vitalicios nombrados por Trump —Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett— tienen 56, 59 y 52, respectivamente.
Más allá de sus consecuencias prácticas, el fallo tiene un trasfondo filosófico. En los años 70, el historiador Arthur Schlesinger —un liberal a la estadounidense— ya criticaba la naciente “presidencia imperial”, bajo la cual el poder de los mandatarios iba en constante aumento. Para bien o para mal, la decisión de la Corte Suprema constituye un indudable aumento en las prerrogativas presidenciales.
Los abogados de Trump sugieren que la inmunidad presidencial es algo lógico que no obedece a lealtades partidistas; incluso sugieren que podría beneficiar al presidente Joe Biden una vez este abandone la Casa Blanca. Dicho esto, resulta evidente que Trump desea gobernar cual presidente imperial.
Es sabido que busca blindar la frontera con México, quizá aplicando la Ley de Insurrección de 1807 para poder desplegar al Ejército. Amparándose en una provisión ambigua de la Ley de Reforma del Servicio Civil, buscará destituir a funcionarios desafectos a su agenda. Ha dicho, además, que impondrá un arancel de al menos un 10% a la mayoría de los productos importados, para así poder negociar acuerdos comerciales más provechosos.
De ganar, Trump llegaría al poder con la experiencia política que le era ajena en 2017. Sus lugartenientes, sobre todo en el Departamento de Justicia, serían individuos leales a su agenda; ningún republicano se atrevería a cuestionar su liderazgo del partido.
Por lo demás, una victoria de Trump seguramente resultaría en la jubilación de dos magistrados conservadores, Samuel Alito, de 74 años, y Clarence Thomas, de 76. Siendo esto así, cinco de los nueve magistrados de la Corte Suprema habrían sido nombrados por Trump. Semejante dominio absoluto de la Corte bien podría ser el legado más importante de Trump.
Trump no ha sido discreto ni subrepticio. Los puntos de su agenda son públicos, y él insiste en que a un presidente se le debe dejar gobernar y ejecutar su programa de gobierno.
El pánico de los demócratas, que parecen renegar de su candidato, debe entenderse en este contexto. De perder estas elecciones, el actual partido oficialista se enfrenta a unos años extremadamente difíciles.
El 30 de junio, luego de discutir el caso Trump v. EE. UU., la Corte Suprema determinó que los presidentes estadounidenses gozan de “inmunidad absoluta de procesamiento penal por acciones dentro de su autoridad constitucional concluyente y preclusiva”. Los exmandatarios, entre ellos Donald Trump, “tienen derecho al menos a una presunta inmunidad procesal por todos sus actos oficiales”. Esta inmunidad no se expande, sin embargo, a los actos personales.
El efecto inmediato de esta decisión es complicar cualquier intento de imputar a Trump por el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. La Corte Suprema también encontró deficiencias en el trato que el Departamento de Justicia extendió a los implicados en el asalto, de manera que algunos pronto serán puestos en libertad.
La Constitución, fundamentándose en la tradición jurídica anglosajona, establece el fuero parlamentario de los senadores y diputados, pero omite hacer lo mismo para los presidentes. Diversas decisiones de altos tribunales han ido expandiendo estos derechos al poder ejecutivo, incluso a los burócratas federales, aunque nunca de forma tan tajante.
Los demócratas, en sus ansias de enjuiciar a Trump por obstrucción electoral, buscaron desestimar este principio legal. Siendo francos, les salió el tiro por la culata: la inmunidad presidencial ahora ha quedado establecida como un principio legal infranqueable y no podrá cuestionarse por muchos años, debido al dominio conservador sobre la Corte Suprema. Los tres magistrados vitalicios nombrados por Trump —Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett— tienen 56, 59 y 52, respectivamente.
Más allá de sus consecuencias prácticas, el fallo tiene un trasfondo filosófico. En los años 70, el historiador Arthur Schlesinger —un liberal a la estadounidense— ya criticaba la naciente “presidencia imperial”, bajo la cual el poder de los mandatarios iba en constante aumento. Para bien o para mal, la decisión de la Corte Suprema constituye un indudable aumento en las prerrogativas presidenciales.
Los abogados de Trump sugieren que la inmunidad presidencial es algo lógico que no obedece a lealtades partidistas; incluso sugieren que podría beneficiar al presidente Joe Biden una vez este abandone la Casa Blanca. Dicho esto, resulta evidente que Trump desea gobernar cual presidente imperial.
Es sabido que busca blindar la frontera con México, quizá aplicando la Ley de Insurrección de 1807 para poder desplegar al Ejército. Amparándose en una provisión ambigua de la Ley de Reforma del Servicio Civil, buscará destituir a funcionarios desafectos a su agenda. Ha dicho, además, que impondrá un arancel de al menos un 10% a la mayoría de los productos importados, para así poder negociar acuerdos comerciales más provechosos.
De ganar, Trump llegaría al poder con la experiencia política que le era ajena en 2017. Sus lugartenientes, sobre todo en el Departamento de Justicia, serían individuos leales a su agenda; ningún republicano se atrevería a cuestionar su liderazgo del partido.
Por lo demás, una victoria de Trump seguramente resultaría en la jubilación de dos magistrados conservadores, Samuel Alito, de 74 años, y Clarence Thomas, de 76. Siendo esto así, cinco de los nueve magistrados de la Corte Suprema habrían sido nombrados por Trump. Semejante dominio absoluto de la Corte bien podría ser el legado más importante de Trump.
Trump no ha sido discreto ni subrepticio. Los puntos de su agenda son públicos, y él insiste en que a un presidente se le debe dejar gobernar y ejecutar su programa de gobierno.
El pánico de los demócratas, que parecen renegar de su candidato, debe entenderse en este contexto. De perder estas elecciones, el actual partido oficialista se enfrenta a unos años extremadamente difíciles.