El estigma de vivir en una zona roja —como la zona 18— persigue a varias personas. Sin embargo, estas no eligieron dónde nacer o residir. En la mayoría de los casos, la necesidad las obligó y las retiene. Vender no es una opción, pues las propiedades están devaluadas. Se intenta “subastar” la casa, pero ante la inseguridad no hay quien la compre.
Por qué importa. Las zonas rojas tienen un impacto directo en la vida cotidiana. El principal es que las personas viven con miedo, pero no pueden mostrarlo ante los grupos delictivos. La razón: serían víctimas fáciles para extorsionarlas u obligarlas a cometer actos ilícitos.
- “Mi mamá me dice que no debo demostrarles que les tengo miedo”, relata un vecino de la zona 18. Actualmente, tiene 23 años y desde que nació vive en esa área, la más violenta en Guatemala.
- En su infancia nunca jugó en la calle. Todo lo hacía en su casa, una realidad que le impidió hacer amigos en la colonia. Hoy tiene, pero viven en zonas seguras y nunca llegan a visitarlo.
- Varias escuelas del sector han sido víctimas de extorsiones. El vecino cuenta que de su casa a la escuela no podía caminar solo. “Siempre iba con mi mamá; los mareros estaban por todas las calles”.
Visto y no visto. Vivir en una zona roja impide que los servicios básicos lleguen con efectividad a las familias. En los últimos años, el reto ha sido con el internet, porque las principales compañías no dan cobertura en esos sectores. Esto se replica con el agua purificada, las entregas a domicilio y el transporte por aplicación; son nulos.
- En el caso de la movilización de las zonas rojas a otros puntos, las únicas formas de hacerlo son en transporte público o vehículo propio.
- La última opción tiene retos, como dónde resguardar el carro o la moto, pues las casas carecen de estacionamiento propio. Dejarlos en la calle no es opción, pues quedan a merced de los grupos delictivos.
- El vecino recientemente compró su motocicleta y le tocó alquilar un parqueo para resguardarla. La misma situación atravesó su hermana cuando adquirió su carro.
Sí, pero. Otros testimonios dan una idea de mayor angustia al residir en lugares como la zona 18. Vivir a la par de un “marero” o en punto de reunión de grupos delictivos es un riesgo latente. En cualquier momento se pueden originar balaceras o asesinatos. Una bala perdida cobraría la vida de una persona inocente, y el mayor temor es con los niños.
- En lo que va del 2025, el Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala (Inacif) ha reportado 45 cadáveres provenientes de la zona 18 por hechos de violencia y criminalidad.
- Una vecina de la colonia Alameda IV, zona 18, contó que vivió a la par de una pandillera. Lo hizo por necesidad, ya que sus padres residían en el sector y requerían cuidados.
- “Viví a la par, pero nunca me dejé, porque si uno baja la mirada, son capaces de cualquier cosa”, recordó. Además, agregó que “si uno deja que hagan lo que quieran, estamos perdidos”.
Balance. Las familias que viven en las zonas rojas quedan atrapadas en lugares devaluados y sin opciones reales de mudanza. Es decir, obligadas a convivir con el peligro como parte de su vida diaria. Esto también origina los estigmas sociales que les impiden conseguir empleo, por ejemplo.
- Las carencias básicas, como transporte seguro, internet o espacios recreativos, profundizan el aislamiento de comunidades enteras. Los más afectados son los niños y jóvenes.
- Mientras tanto, los ciudadanos, comercios y repartidores se adaptan como pueden: pagan la extorsión, callan o se van. Y los que buscan y pueden marcharse —que sucede muy pocas veces— no lo dudan.
El estigma de vivir en una zona roja —como la zona 18— persigue a varias personas. Sin embargo, estas no eligieron dónde nacer o residir. En la mayoría de los casos, la necesidad las obligó y las retiene. Vender no es una opción, pues las propiedades están devaluadas. Se intenta “subastar” la casa, pero ante la inseguridad no hay quien la compre.
Por qué importa. Las zonas rojas tienen un impacto directo en la vida cotidiana. El principal es que las personas viven con miedo, pero no pueden mostrarlo ante los grupos delictivos. La razón: serían víctimas fáciles para extorsionarlas u obligarlas a cometer actos ilícitos.
- “Mi mamá me dice que no debo demostrarles que les tengo miedo”, relata un vecino de la zona 18. Actualmente, tiene 23 años y desde que nació vive en esa área, la más violenta en Guatemala.
- En su infancia nunca jugó en la calle. Todo lo hacía en su casa, una realidad que le impidió hacer amigos en la colonia. Hoy tiene, pero viven en zonas seguras y nunca llegan a visitarlo.
- Varias escuelas del sector han sido víctimas de extorsiones. El vecino cuenta que de su casa a la escuela no podía caminar solo. “Siempre iba con mi mamá; los mareros estaban por todas las calles”.
Visto y no visto. Vivir en una zona roja impide que los servicios básicos lleguen con efectividad a las familias. En los últimos años, el reto ha sido con el internet, porque las principales compañías no dan cobertura en esos sectores. Esto se replica con el agua purificada, las entregas a domicilio y el transporte por aplicación; son nulos.
- En el caso de la movilización de las zonas rojas a otros puntos, las únicas formas de hacerlo son en transporte público o vehículo propio.
- La última opción tiene retos, como dónde resguardar el carro o la moto, pues las casas carecen de estacionamiento propio. Dejarlos en la calle no es opción, pues quedan a merced de los grupos delictivos.
- El vecino recientemente compró su motocicleta y le tocó alquilar un parqueo para resguardarla. La misma situación atravesó su hermana cuando adquirió su carro.
Sí, pero. Otros testimonios dan una idea de mayor angustia al residir en lugares como la zona 18. Vivir a la par de un “marero” o en punto de reunión de grupos delictivos es un riesgo latente. En cualquier momento se pueden originar balaceras o asesinatos. Una bala perdida cobraría la vida de una persona inocente, y el mayor temor es con los niños.
- En lo que va del 2025, el Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala (Inacif) ha reportado 45 cadáveres provenientes de la zona 18 por hechos de violencia y criminalidad.
- Una vecina de la colonia Alameda IV, zona 18, contó que vivió a la par de una pandillera. Lo hizo por necesidad, ya que sus padres residían en el sector y requerían cuidados.
- “Viví a la par, pero nunca me dejé, porque si uno baja la mirada, son capaces de cualquier cosa”, recordó. Además, agregó que “si uno deja que hagan lo que quieran, estamos perdidos”.
Balance. Las familias que viven en las zonas rojas quedan atrapadas en lugares devaluados y sin opciones reales de mudanza. Es decir, obligadas a convivir con el peligro como parte de su vida diaria. Esto también origina los estigmas sociales que les impiden conseguir empleo, por ejemplo.
- Las carencias básicas, como transporte seguro, internet o espacios recreativos, profundizan el aislamiento de comunidades enteras. Los más afectados son los niños y jóvenes.
- Mientras tanto, los ciudadanos, comercios y repartidores se adaptan como pueden: pagan la extorsión, callan o se van. Y los que buscan y pueden marcharse —que sucede muy pocas veces— no lo dudan.