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Que Dios salve a América del tirano llamado voluntad popular

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Rafael P. Palomo
08 de junio, 2025

Resulta muy fácil para los políticos atribuirle al pueblo una mística soberanía. El gran error de aquellos ilustrados de los siglos XVIII y XIX fue equiparar el concepto de soberanía popular al derecho divino de los reyes. No lo es y nunca lo ha sido. El problema del absolutismo no es la fuente que legitima el poder, sino que la parte de “absoluto”. La Ilustración buscaba limitar esa característica absoluta, no trasladarla de unas manos a otras.

Bajo la falacia del “pueblo soberano” se esconde la destrucción del republicanismo. México está viviendo de primera mano uno de los más nocivos ejemplos de esa manipulación. La cuarta transformación que prometió AMLO se concretó con su reforma judicial y, ahora, todos los jueces serán electos popularmente. Para el 2027, no quedará un solo juez en México en su silla por su imparcialidad o compromiso con la justicia; se sentarán en ellas los ganadores de un certamen de popularidad.

Una de las principales diferencias entre la democracia y la república son los famosos frenos y contrapesos. Aunque ambas nacen del concepto de soberanía popular, en una república existen mecanismos de control a la “voluntad del pueblo”. Para eso existen las constituciones que, en esencia, son un compendio de principios y derechos que no pueden ser violados, incluso si la gran mayoría de la gente lo quisiera así. Nunca el clamor mayoritario de los ciudadanos puede imponerse a una serie de principios fundamentales; uno de ellos es la justicia. ¿Pero qué pasa cuando un juez ya no se debe a esa constitución, a esa justicia ciega, y pasa a deberse al capricho de los ciudadanos?

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Justicia justa

La justicia no debe ser popular; la justicia debe ser justa. Es cierto que existen jueces activistas y corruptos, en México, en EE. UU. y, si hubiera jueces en Marte, en Marte también. Los tomadores de decisiones son igual de falibles que cualquier ser humano. No son superhombres y se guían los mismos incentivos e intereses personales que usted y que yo. Si asumimos que el papa no es infalible, no esperemos que lo sea un juez y menos en función de cómo llegó a su puesto.

Reconocer esto no supone, empero, una justificación para someter a los jueces a elección popular. Depurar el sistema judicial para buscar jueces más íntegros requiere de más mecanismos de control institucionales. Lo que estamos viendo en México no es eso, sino que el sometimiento de la independencia de los magistrados al apoyo de políticos u otros actores nefarios que les ofrezcan una plataforma para llegar el poder: ya sea una base de votantes, dinero para la campaña o ambos. En cualquier caso, someter a los tribunales a la elección popular no depura el sistema judicial de los vicios de la política; al contrario, lo plaga aún más.

Experimento popular

Hoy en día, el realismo mágico ya no es exclusivo de Iberoamérica. En algún momento, el flujo de las ideas cambió su ruta y, al igual que el Nilo, ahora fluye de sur a norte. Cada vez que algún juez bloquea alguno de los abusos de poder de Trump, el presidente y sus secuaces inundan la red social X con cuestionamientos que buscan desacreditar su autoridad, llamándolos “funcionarios no electos”. Lo que subyace es la idea de que las decisiones de los jueces son menos legítimas que las del presidente, por su falta de respaldo en las urnas.

México se montó al tren de un experimento popular dentro de la izquierda populista y EE. UU., bajo el régimen personalista de Trump, empieza a coquetear con la idea. El gran perdedor es el republicanismo y, por extensión, la ciudadanía. La democracia liberal, como la conocemos hoy, es más una república que una democracia directa. El populismo busca la supremacía de la “voluntad popular”, porque la masa es más fácilmente manipulable que el Estado de derecho. Por eso, la república siempre será preferible a la “democracia”, menos para los autócratas.

Con jueces electos popularmente, la república agoniza en las sombras de un camino de servidumbre que se fortalece por el mayor miedo de Alexis de Tocqueville: la tiranía de la mayoría.

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Rafael P. Palomo
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Resulta muy fácil para los políticos atribuirle al pueblo una mística soberanía. El gran error de aquellos ilustrados de los siglos XVIII y XIX fue equiparar el concepto de soberanía popular al derecho divino de los reyes. No lo es y nunca lo ha sido. El problema del absolutismo no es la fuente que legitima el poder, sino que la parte de “absoluto”. La Ilustración buscaba limitar esa característica absoluta, no trasladarla de unas manos a otras.

Bajo la falacia del “pueblo soberano” se esconde la destrucción del republicanismo. México está viviendo de primera mano uno de los más nocivos ejemplos de esa manipulación. La cuarta transformación que prometió AMLO se concretó con su reforma judicial y, ahora, todos los jueces serán electos popularmente. Para el 2027, no quedará un solo juez en México en su silla por su imparcialidad o compromiso con la justicia; se sentarán en ellas los ganadores de un certamen de popularidad.

Una de las principales diferencias entre la democracia y la república son los famosos frenos y contrapesos. Aunque ambas nacen del concepto de soberanía popular, en una república existen mecanismos de control a la “voluntad del pueblo”. Para eso existen las constituciones que, en esencia, son un compendio de principios y derechos que no pueden ser violados, incluso si la gran mayoría de la gente lo quisiera así. Nunca el clamor mayoritario de los ciudadanos puede imponerse a una serie de principios fundamentales; uno de ellos es la justicia. ¿Pero qué pasa cuando un juez ya no se debe a esa constitución, a esa justicia ciega, y pasa a deberse al capricho de los ciudadanos?

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La justicia no debe ser popular; la justicia debe ser justa. Es cierto que existen jueces activistas y corruptos, en México, en EE. UU. y, si hubiera jueces en Marte, en Marte también. Los tomadores de decisiones son igual de falibles que cualquier ser humano. No son superhombres y se guían los mismos incentivos e intereses personales que usted y que yo. Si asumimos que el papa no es infalible, no esperemos que lo sea un juez y menos en función de cómo llegó a su puesto.

Reconocer esto no supone, empero, una justificación para someter a los jueces a elección popular. Depurar el sistema judicial para buscar jueces más íntegros requiere de más mecanismos de control institucionales. Lo que estamos viendo en México no es eso, sino que el sometimiento de la independencia de los magistrados al apoyo de políticos u otros actores nefarios que les ofrezcan una plataforma para llegar el poder: ya sea una base de votantes, dinero para la campaña o ambos. En cualquier caso, someter a los tribunales a la elección popular no depura el sistema judicial de los vicios de la política; al contrario, lo plaga aún más.

Experimento popular

Hoy en día, el realismo mágico ya no es exclusivo de Iberoamérica. En algún momento, el flujo de las ideas cambió su ruta y, al igual que el Nilo, ahora fluye de sur a norte. Cada vez que algún juez bloquea alguno de los abusos de poder de Trump, el presidente y sus secuaces inundan la red social X con cuestionamientos que buscan desacreditar su autoridad, llamándolos “funcionarios no electos”. Lo que subyace es la idea de que las decisiones de los jueces son menos legítimas que las del presidente, por su falta de respaldo en las urnas.

México se montó al tren de un experimento popular dentro de la izquierda populista y EE. UU., bajo el régimen personalista de Trump, empieza a coquetear con la idea. El gran perdedor es el republicanismo y, por extensión, la ciudadanía. La democracia liberal, como la conocemos hoy, es más una república que una democracia directa. El populismo busca la supremacía de la “voluntad popular”, porque la masa es más fácilmente manipulable que el Estado de derecho. Por eso, la república siempre será preferible a la “democracia”, menos para los autócratas.

Con jueces electos popularmente, la república agoniza en las sombras de un camino de servidumbre que se fortalece por el mayor miedo de Alexis de Tocqueville: la tiranía de la mayoría.

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