Hay libros que confirman lo que ya creemos y otros que nos descolocan. Superabundancia pertenece a los segundos. Es una elegante bofetada, una herejía intelectual frente al relato dominante del colapso.
Marian Tupy, economista del Cato Institute, y Gale Pooley, profesor universitario de Administración de Empresas, se atreven a decir que la creatividad humana multiplica lo que parecía finito. Desmontan esa cultura del pesimismo que alimenta política, activismo y redes sociales.
El argumento de esta declaración de confianza en la capacidad de multiplicar los recursos es incómodo, incluso provocador: la escasez no aumenta, se reinventa. Cada problema crea su propia industria de soluciones. Y los datos, que abundan, lo respaldan. La mayoría de los bienes cuestan hoy una fracción de lo que costaban hace medio siglo.
En un ecosistema mediático que premia la queja, celebrar el progreso suena sospechoso. La tesis de que la abundancia crece más rápido que la población desafía intereses y sensibilidades. Obliga a preguntarse si el problema no está en los límites de nuestra imaginación.
La obra es tan sólida en evidencia como ligera en tono. No sermonea; seduce con historias y con una idea simple: el tiempo es la medida real del progreso. Si hoy trabajamos menos para obtener más, entonces el planeta, lejos de agotarse, se vuelve más generoso.
De ahí nace la métrica clave de los autores: el “precio-tiempo”. Una manera de medir cuánto trabajo cuesta obtener un bien o servicio. Y, visto desde ese ángulo, la historia reciente es contundente: la humanidad es cada vez más rica porque cada vez invierte menos tiempo en cubrir sus necesidades básicas.
Este ensayo reconoce que la mente es el único recurso que no se agota con el uso. Cada nuevo individuo, se afirma, amplía la frontera de lo posible. Si el progreso material de los últimos 200 años ha sido exponencial, no es por accidente, sino por la acumulación de conocimiento y colaboración que define a nuestra especie.
Con todo, conviene señalar algunos aspectos objetables del optimismo de Tupy y Pooley. La fe en el mercado como fuerza redentora ignora que la abundancia no siempre se reparte con justicia. Tampoco explora a fondo los límites físicos de esa expansión sin freno. No profundiza en la tensión entre crecimiento y sostenibilidad: el ingenio puede innovar, sí, pero también puede desbordar. Esa confianza sin freno, aunque inspiradora, se asoma por momentos al borde de la utopía. Sin embargo, incluso esas omisiones hacen que el libro funcione: suscitan debate y obligan a pensar.
En una era dominada por el miedo —al cambio climático, a la desigualdad, a la escasez— Superabundancia llega como una defensa apasionada del ingenio. Sostiene una tesis provocadora: la tierra no se empobrece con más población, se enriquece. Cada nuevo ser humano, dicen, no es un consumidor más, sino un creador potencial de soluciones.
Más que en lo que demuestra, el mérito del texto está en lo que cuestiona. Obliga a repensar la narrativa del agotamiento, esa idea de que el progreso devora al globo. No niega los problemas, los reubica; los presenta no como pruebas del fracaso, sino como puntos de partida para la innovación. La historia sugiere, no es un catálogo de catástrofes, sino una secuencia de soluciones.
Es una invitación a cambiar de marco mental: de la culpa a la responsabilidad, del miedo a la invención. No propone negar los retos, sino creer que podemos resolverlos. Defiende la idea —hoy casi subversiva— de que el mundo mejora. En la actual saturación de fatalismo, un mensaje casi revolucionario.
El mayor logro de Superabundancia no es convencer, sino reencantar. Recupera una emoción olvidada: la fe razonada en el futuro.
Hay libros que confirman lo que ya creemos y otros que nos descolocan. Superabundancia pertenece a los segundos. Es una elegante bofetada, una herejía intelectual frente al relato dominante del colapso.
Marian Tupy, economista del Cato Institute, y Gale Pooley, profesor universitario de Administración de Empresas, se atreven a decir que la creatividad humana multiplica lo que parecía finito. Desmontan esa cultura del pesimismo que alimenta política, activismo y redes sociales.
El argumento de esta declaración de confianza en la capacidad de multiplicar los recursos es incómodo, incluso provocador: la escasez no aumenta, se reinventa. Cada problema crea su propia industria de soluciones. Y los datos, que abundan, lo respaldan. La mayoría de los bienes cuestan hoy una fracción de lo que costaban hace medio siglo.
En un ecosistema mediático que premia la queja, celebrar el progreso suena sospechoso. La tesis de que la abundancia crece más rápido que la población desafía intereses y sensibilidades. Obliga a preguntarse si el problema no está en los límites de nuestra imaginación.
La obra es tan sólida en evidencia como ligera en tono. No sermonea; seduce con historias y con una idea simple: el tiempo es la medida real del progreso. Si hoy trabajamos menos para obtener más, entonces el planeta, lejos de agotarse, se vuelve más generoso.
De ahí nace la métrica clave de los autores: el “precio-tiempo”. Una manera de medir cuánto trabajo cuesta obtener un bien o servicio. Y, visto desde ese ángulo, la historia reciente es contundente: la humanidad es cada vez más rica porque cada vez invierte menos tiempo en cubrir sus necesidades básicas.
Este ensayo reconoce que la mente es el único recurso que no se agota con el uso. Cada nuevo individuo, se afirma, amplía la frontera de lo posible. Si el progreso material de los últimos 200 años ha sido exponencial, no es por accidente, sino por la acumulación de conocimiento y colaboración que define a nuestra especie.
Con todo, conviene señalar algunos aspectos objetables del optimismo de Tupy y Pooley. La fe en el mercado como fuerza redentora ignora que la abundancia no siempre se reparte con justicia. Tampoco explora a fondo los límites físicos de esa expansión sin freno. No profundiza en la tensión entre crecimiento y sostenibilidad: el ingenio puede innovar, sí, pero también puede desbordar. Esa confianza sin freno, aunque inspiradora, se asoma por momentos al borde de la utopía. Sin embargo, incluso esas omisiones hacen que el libro funcione: suscitan debate y obligan a pensar.
En una era dominada por el miedo —al cambio climático, a la desigualdad, a la escasez— Superabundancia llega como una defensa apasionada del ingenio. Sostiene una tesis provocadora: la tierra no se empobrece con más población, se enriquece. Cada nuevo ser humano, dicen, no es un consumidor más, sino un creador potencial de soluciones.
Más que en lo que demuestra, el mérito del texto está en lo que cuestiona. Obliga a repensar la narrativa del agotamiento, esa idea de que el progreso devora al globo. No niega los problemas, los reubica; los presenta no como pruebas del fracaso, sino como puntos de partida para la innovación. La historia sugiere, no es un catálogo de catástrofes, sino una secuencia de soluciones.
Es una invitación a cambiar de marco mental: de la culpa a la responsabilidad, del miedo a la invención. No propone negar los retos, sino creer que podemos resolverlos. Defiende la idea —hoy casi subversiva— de que el mundo mejora. En la actual saturación de fatalismo, un mensaje casi revolucionario.
El mayor logro de Superabundancia no es convencer, sino reencantar. Recupera una emoción olvidada: la fe razonada en el futuro.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: