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La porquería de la política en Guatemala

.
Alejandro Palmieri
27 de julio, 2025

En el Congreso de Guatemala, el espectáculo diario es desolador. Diputados que balbucean incoherencias, proponen leyes absurdas o simplemente brillan por su ausencia en debates cruciales. Esta falta de calidad no es accidental; es el fruto amargo de un declive sistemático en el perfil de quienes entran en la política. Un Congreso poblado por oportunistas no solo falla en representar al pueblo, sino que socava las bases de una sociedad libre y próspera.

El punto de inflexión se remonta a inicios de este siglo, durante el gobierno del Frente Republicano Guatemalteco (FRG) y Alfonso Portillo. Aquella era marcó el comienzo de una erosión moral en la clase política. Antes, aunque imperfecta, la arena pública atraía a políticos motivados por ideales. Pero el FRG inauguró una cultura de clientelismo y corrupción rampante, donde el poder se convirtió en botín personal. Desde entonces, el tipo de personas que ingresan a la política ha decaído drásticamente, llegando a lo peor: figuras ligadas al crimen organizado.

Ahora, narcoalcaldes, narcodiputados y narcofuncionarios pululan en las instituciones. Han cooptado el poder local, curules y hasta ministerios, transformando el Estado en un instrumento para sus intereses ilícitos. El narcotráfico y el crimen organizado no solo financian campañas; dictan agendas. Mientras el dinero sucio fluye sin trabas, las instituciones se debilitan: la falta de justicia y la impunidad reinan. Este declive no es mera casualidad; es el resultado de un vacío que se ha llenado con lo peor de la sociedad.

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Justicia selectiva que favoreció al narco

Aquí entra el rol controvertido de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Creada para combatir redes criminales, terminó persiguiendo selectivamente a empresarios honestos y disuadiendo a la clase productiva de involucrarse. Bajo el pretexto de “limpiar” la política, la CICIG ahuyentó a financistas legítimos, que temían ser arrastrados en vendettas judiciales. ¿El resultado? Un éxodo de dinero limpio de los partidos políticos. Empresarios que podrían haber financiado campañas transparentes optaron por la abstención, dejando el campo libre al narco. Mientras la CICIG se enfocaba en elites económicas, el crimen organizado se convirtió en el principal financista de la política guatemalteca. Esa distorsión favoreció únicamente a los criminales.

Las consecuencias son devastadoras. Un Congreso de baja calidad aprueba presupuestos inflados, ignora reformas importantes, como la apertura de mercados o la reducción de burocracia, y perpetúa un Estado hipertrofiado que asfixia la libertad económica. Guatemala languidece en índices de desarrollo, con instituciones capturadas que priorizan el soborno sobre el servicio público. ¿Cómo esperar progreso cuando los diputados responden a capos en lugar de a votantes?

Este problema no se arreglará por sí solo. Requiere acción deliberada. Los guatemaltecos de bien —emprendedores, profesionales, ciudadanos honrados— debemos involucrarnos. Sí, con esfuerzo y riesgo: enfrentando amenazas, invirtiendo tiempo y recursos en partidos limpios, exigiendo transparencia y compitiendo por espacios. Solo así arrebataremos el poder a los corruptos, restaurando un Congreso que defienda la libertad.

Para algunos, el liberalismo es una ruta muerta, caduca, y se decantan por pragmatismos que rayan en el autoritarismo. Por el contrario, haber abandonado los ideales liberales es lo tiene sumida a la política guatemalteca —y la de muchos otros países— en la porquería.

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La porquería de la política en Guatemala

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Alejandro Palmieri
27 de julio, 2025

En el Congreso de Guatemala, el espectáculo diario es desolador. Diputados que balbucean incoherencias, proponen leyes absurdas o simplemente brillan por su ausencia en debates cruciales. Esta falta de calidad no es accidental; es el fruto amargo de un declive sistemático en el perfil de quienes entran en la política. Un Congreso poblado por oportunistas no solo falla en representar al pueblo, sino que socava las bases de una sociedad libre y próspera.

El punto de inflexión se remonta a inicios de este siglo, durante el gobierno del Frente Republicano Guatemalteco (FRG) y Alfonso Portillo. Aquella era marcó el comienzo de una erosión moral en la clase política. Antes, aunque imperfecta, la arena pública atraía a políticos motivados por ideales. Pero el FRG inauguró una cultura de clientelismo y corrupción rampante, donde el poder se convirtió en botín personal. Desde entonces, el tipo de personas que ingresan a la política ha decaído drásticamente, llegando a lo peor: figuras ligadas al crimen organizado.

Ahora, narcoalcaldes, narcodiputados y narcofuncionarios pululan en las instituciones. Han cooptado el poder local, curules y hasta ministerios, transformando el Estado en un instrumento para sus intereses ilícitos. El narcotráfico y el crimen organizado no solo financian campañas; dictan agendas. Mientras el dinero sucio fluye sin trabas, las instituciones se debilitan: la falta de justicia y la impunidad reinan. Este declive no es mera casualidad; es el resultado de un vacío que se ha llenado con lo peor de la sociedad.

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Aquí entra el rol controvertido de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Creada para combatir redes criminales, terminó persiguiendo selectivamente a empresarios honestos y disuadiendo a la clase productiva de involucrarse. Bajo el pretexto de “limpiar” la política, la CICIG ahuyentó a financistas legítimos, que temían ser arrastrados en vendettas judiciales. ¿El resultado? Un éxodo de dinero limpio de los partidos políticos. Empresarios que podrían haber financiado campañas transparentes optaron por la abstención, dejando el campo libre al narco. Mientras la CICIG se enfocaba en elites económicas, el crimen organizado se convirtió en el principal financista de la política guatemalteca. Esa distorsión favoreció únicamente a los criminales.

Las consecuencias son devastadoras. Un Congreso de baja calidad aprueba presupuestos inflados, ignora reformas importantes, como la apertura de mercados o la reducción de burocracia, y perpetúa un Estado hipertrofiado que asfixia la libertad económica. Guatemala languidece en índices de desarrollo, con instituciones capturadas que priorizan el soborno sobre el servicio público. ¿Cómo esperar progreso cuando los diputados responden a capos en lugar de a votantes?

Este problema no se arreglará por sí solo. Requiere acción deliberada. Los guatemaltecos de bien —emprendedores, profesionales, ciudadanos honrados— debemos involucrarnos. Sí, con esfuerzo y riesgo: enfrentando amenazas, invirtiendo tiempo y recursos en partidos limpios, exigiendo transparencia y compitiendo por espacios. Solo así arrebataremos el poder a los corruptos, restaurando un Congreso que defienda la libertad.

Para algunos, el liberalismo es una ruta muerta, caduca, y se decantan por pragmatismos que rayan en el autoritarismo. Por el contrario, haber abandonado los ideales liberales es lo tiene sumida a la política guatemalteca —y la de muchos otros países— en la porquería.

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