En el umbral de un nuevo año, nuevamente enfrentamos el debate sobre el salario mínimo, una política que, aunque bien intencionada, ha demostrado ser un arma de doble filo. Bernardo Arévalo, quien fijará el monto para 2026 ante la falta de consenso en la Comisión Nacional del Salario, debe ponderar con rigor los impactos económicos reales. Esta decisión no es mera formalidad; afecta directamente la competitividad, el empleo y la sostenibilidad del crecimiento.
Criticar esa política [la fijación unilateral] no implica oponerse al bienestar de los trabajadores, sino cuestionar su diseño arbitrario, que a menudo ignora principios económicos sólidos. En términos generales, la fijación de salarios mínimos actúa como un precio tope en el mercado laboral, distorsionando el equilibrio natural entre oferta y demanda de trabajo. Según la teoría económica clásica, respaldada por estudios del Banco Mundial y la OCDE, cuando el mínimo supera la productividad marginal del trabajador —es decir, el valor agregado que genera por hora laborada—, las empresas reducen contrataciones o automatizan procesos, generando desempleo estructural.
En países como Guatemala, con un alto índice de informalidad (alrededor del 70 %), estos incrementos empujan a más personas al sector informal, donde no hay protecciones laborales ni contribuciones fiscales. Un análisis de David Neumark y William Wascher (2007) en la revista Industrial and Labor Relations Review concluye que un aumento del 10 % en el mínimo puede elevar el desempleo juvenil hasta en 2-3 %, afectando precisamente a los más vulnerables.
Esta no es mera abstracción: en Latinoamérica, casos como Argentina y Venezuela ilustran cómo políticas salariales populistas han exacerbado la inflación y la recesión. En el contexto guatemalteco, el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) y la Cámara del Agro han emitido pronunciamientos claros.
El CACIF —cuyas cámaras agremiadas agrupan a más de 130 000 empresas, de las cuales cerca del 80 % son MiPymes—, en una reunión con Arévalo el 5 de diciembre de 2025, propuso una política salarial moderna y tripartita, basada en productividad real, argumentando que lo contrario amenaza la estabilidad económica al ignorar la capacidad de pago de las empresas.
La Cámara del Agro, por su parte, solicitó un salario mínimo diferenciado para el sector agrícola en 2026, advirtiendo que un aumento uniforme podría costar 6000-7000 empleos rurales por cada punto porcentual, dada la proyección de crecimiento del PIB agrícola en solo un 1.8 % —inferior al promedio nacional—.
Estas posturas no son elitistas; reflejan la realidad de un sector que genera buena parte del empleo nacional, pero enfrenta bajos márgenes de productividad debido a diversos factores.
Infraestructura vial en pésimo estado, servicios públicos básicos deficientes, un sistema de salud disfuncional, ausencia de seguridad y certeza jurídica, así como una burocracia inflada y aletargada, son elementos que incrementan costos, causan pérdidas e impiden que la actividad económica crezca, afectando tanto a empresas como a trabajadores.
Para que la fijación sea sostenible y no frene la creación de puestos, debe anclarse en elementos técnicos objetivos. Un enfoque recomendable es la fórmula de indexación: ajustar el mínimo según la productividad laboral (medida como PIB por trabajador con datos del Banguat), más la inflación acumulada (IPC) y un factor de crecimiento económico proyectado.
Por ejemplo, si la productividad crece un 2 %, la inflación es un 4 % y el PIB 3.5 %, el incremento podría limitarse a un promedio ponderado (3-4 %), evitando saltos arbitrarios. Modelos como el de la OIT recomiendan consultas tripartitas con datos empíricos, no decretos unilaterales.
Ignorar lo anterior equivale a condenar a miles al desempleo. Arévalo, cuya administración ha prometido transparencia, tiene la oportunidad de romper con el ciclo vicioso.
Una decisión fundamentada en productividad fomentaría inversión, formalización y equidad real. Guatemala merece una política salarial que eleve vidas sin destruir oportunidades.
El presidente debe elegir: ¿populismo o sostenibilidad?
En el umbral de un nuevo año, nuevamente enfrentamos el debate sobre el salario mínimo, una política que, aunque bien intencionada, ha demostrado ser un arma de doble filo. Bernardo Arévalo, quien fijará el monto para 2026 ante la falta de consenso en la Comisión Nacional del Salario, debe ponderar con rigor los impactos económicos reales. Esta decisión no es mera formalidad; afecta directamente la competitividad, el empleo y la sostenibilidad del crecimiento.
Criticar esa política [la fijación unilateral] no implica oponerse al bienestar de los trabajadores, sino cuestionar su diseño arbitrario, que a menudo ignora principios económicos sólidos. En términos generales, la fijación de salarios mínimos actúa como un precio tope en el mercado laboral, distorsionando el equilibrio natural entre oferta y demanda de trabajo. Según la teoría económica clásica, respaldada por estudios del Banco Mundial y la OCDE, cuando el mínimo supera la productividad marginal del trabajador —es decir, el valor agregado que genera por hora laborada—, las empresas reducen contrataciones o automatizan procesos, generando desempleo estructural.
En países como Guatemala, con un alto índice de informalidad (alrededor del 70 %), estos incrementos empujan a más personas al sector informal, donde no hay protecciones laborales ni contribuciones fiscales. Un análisis de David Neumark y William Wascher (2007) en la revista Industrial and Labor Relations Review concluye que un aumento del 10 % en el mínimo puede elevar el desempleo juvenil hasta en 2-3 %, afectando precisamente a los más vulnerables.
Esta no es mera abstracción: en Latinoamérica, casos como Argentina y Venezuela ilustran cómo políticas salariales populistas han exacerbado la inflación y la recesión. En el contexto guatemalteco, el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) y la Cámara del Agro han emitido pronunciamientos claros.
El CACIF —cuyas cámaras agremiadas agrupan a más de 130 000 empresas, de las cuales cerca del 80 % son MiPymes—, en una reunión con Arévalo el 5 de diciembre de 2025, propuso una política salarial moderna y tripartita, basada en productividad real, argumentando que lo contrario amenaza la estabilidad económica al ignorar la capacidad de pago de las empresas.
La Cámara del Agro, por su parte, solicitó un salario mínimo diferenciado para el sector agrícola en 2026, advirtiendo que un aumento uniforme podría costar 6000-7000 empleos rurales por cada punto porcentual, dada la proyección de crecimiento del PIB agrícola en solo un 1.8 % —inferior al promedio nacional—.
Estas posturas no son elitistas; reflejan la realidad de un sector que genera buena parte del empleo nacional, pero enfrenta bajos márgenes de productividad debido a diversos factores.
Infraestructura vial en pésimo estado, servicios públicos básicos deficientes, un sistema de salud disfuncional, ausencia de seguridad y certeza jurídica, así como una burocracia inflada y aletargada, son elementos que incrementan costos, causan pérdidas e impiden que la actividad económica crezca, afectando tanto a empresas como a trabajadores.
Para que la fijación sea sostenible y no frene la creación de puestos, debe anclarse en elementos técnicos objetivos. Un enfoque recomendable es la fórmula de indexación: ajustar el mínimo según la productividad laboral (medida como PIB por trabajador con datos del Banguat), más la inflación acumulada (IPC) y un factor de crecimiento económico proyectado.
Por ejemplo, si la productividad crece un 2 %, la inflación es un 4 % y el PIB 3.5 %, el incremento podría limitarse a un promedio ponderado (3-4 %), evitando saltos arbitrarios. Modelos como el de la OIT recomiendan consultas tripartitas con datos empíricos, no decretos unilaterales.
Ignorar lo anterior equivale a condenar a miles al desempleo. Arévalo, cuya administración ha prometido transparencia, tiene la oportunidad de romper con el ciclo vicioso.
Una decisión fundamentada en productividad fomentaría inversión, formalización y equidad real. Guatemala merece una política salarial que eleve vidas sin destruir oportunidades.
El presidente debe elegir: ¿populismo o sostenibilidad?
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: