Tarde o temprano, las incongruencias entre el discurso y las acciones resultan evidentes, y quienes son descubiertos no tienen cómo tapar el sol con un dedo, por más que traten.
Los poderes hegemónicos –los imperios de antaño– siempre han aplicado un doble rasero; obligan a su “patio trasero” cumplir un set de reglas que ellos mismos no cumplen. No lideran con el ejemplo, sino con moralina, garrote, chequera o los tres.
EE. UU., históricamente, ha dado cátedra en ello; por la razón o la fuerza –como dice el escudo de armas chileno– han impuesto su parecer a países soberanos por más de 100 años. Esto es particularmente patente en el continente americano, claro está, mas no exclusivamente.
Sin necesidad de remontarse al siglo pasado, tan recientemente como 15 años atrás, fue forzada la mano de Guatemala en aceptar una “comisión internacional contra la impunidad” pero que desde el inicio tuvo sus mayores apoyos desde EE. UU.; fueron sus más fuertes financistas.
Hoy –bajo los demócratas– Washington pasa sus más oscuros momentos, cuando su presidente, Joe Biden, es notoriamente incompetente para despachar los asuntos de esa nación. Sin importar desde cuándo lo supieran las élites demócratas, mientras el público en general no se enterase, no importó.
Allá, la verdadera “elite” –desde Hollywood a las big tech, pasando por el deep state– ha manejado a su títere para su beneficio y ahora conspira para removerlo de la nominación, a pesar de que, luego de todo un proceso democrático de primarias partidarias, ha sido el ganador. ¡Vaya si allá no mandan las élites por sobre la democracia!
Para colmo de males, esta semana fue condenado el senador demócrata Bob Menéndez, por 16 cargos de corrupción. Menéndez, un miembro del establishment demócrata –presidente de la poderosa comisión de Relaciones Exteriores del Senado– fustigó siempre contra Guatemala y sus gobernantes; abogó y apoyó a la CICIG, mientras él recibía oro, vehículos y dinero de gobiernos extranjeros. Mientras él era corrupto.
No puede haber quedado más claro el doble rasero de la administración demócrata luego de estos últimos días. Hoy enfrentan a Donald Trump, al que han perseguido por un sinfín de cargos con tal de mermar su popularidad o, mejor aún para ellos, sacarlo de la contienda; ha sido condenado en jurisdicciones demócratas, mientras los procesos federales –con un poco de más supervisión– han sido desestimados. Prueba casi irrefutable de lawfare, del que, por cierto, también acusan a nuestros países de aplicar.
Ahora, los demócratas quedan desenmascarados como los fariseos que son.
Tarde o temprano, las incongruencias entre el discurso y las acciones resultan evidentes, y quienes son descubiertos no tienen cómo tapar el sol con un dedo, por más que traten.
Los poderes hegemónicos –los imperios de antaño– siempre han aplicado un doble rasero; obligan a su “patio trasero” cumplir un set de reglas que ellos mismos no cumplen. No lideran con el ejemplo, sino con moralina, garrote, chequera o los tres.
EE. UU., históricamente, ha dado cátedra en ello; por la razón o la fuerza –como dice el escudo de armas chileno– han impuesto su parecer a países soberanos por más de 100 años. Esto es particularmente patente en el continente americano, claro está, mas no exclusivamente.
Sin necesidad de remontarse al siglo pasado, tan recientemente como 15 años atrás, fue forzada la mano de Guatemala en aceptar una “comisión internacional contra la impunidad” pero que desde el inicio tuvo sus mayores apoyos desde EE. UU.; fueron sus más fuertes financistas.
Hoy –bajo los demócratas– Washington pasa sus más oscuros momentos, cuando su presidente, Joe Biden, es notoriamente incompetente para despachar los asuntos de esa nación. Sin importar desde cuándo lo supieran las élites demócratas, mientras el público en general no se enterase, no importó.
Allá, la verdadera “elite” –desde Hollywood a las big tech, pasando por el deep state– ha manejado a su títere para su beneficio y ahora conspira para removerlo de la nominación, a pesar de que, luego de todo un proceso democrático de primarias partidarias, ha sido el ganador. ¡Vaya si allá no mandan las élites por sobre la democracia!
Para colmo de males, esta semana fue condenado el senador demócrata Bob Menéndez, por 16 cargos de corrupción. Menéndez, un miembro del establishment demócrata –presidente de la poderosa comisión de Relaciones Exteriores del Senado– fustigó siempre contra Guatemala y sus gobernantes; abogó y apoyó a la CICIG, mientras él recibía oro, vehículos y dinero de gobiernos extranjeros. Mientras él era corrupto.
No puede haber quedado más claro el doble rasero de la administración demócrata luego de estos últimos días. Hoy enfrentan a Donald Trump, al que han perseguido por un sinfín de cargos con tal de mermar su popularidad o, mejor aún para ellos, sacarlo de la contienda; ha sido condenado en jurisdicciones demócratas, mientras los procesos federales –con un poco de más supervisión– han sido desestimados. Prueba casi irrefutable de lawfare, del que, por cierto, también acusan a nuestros países de aplicar.
Ahora, los demócratas quedan desenmascarados como los fariseos que son.