A casi dos años del terremoto político provocado por Bernardo Arévalo y el Movimiento Semilla, la promesa de una “primavera democrática” en Guatemala parece marchitarse con rapidez.
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La inesperada irrupción de Arévalo en la segunda vuelta de las elecciones generales de 2023 —que culminó con su victoria y un sólido desempeño legislativo de su partido— generó una ola de entusiasmo y esperanza, especialmente tras una transición marcada por los intentos del Ministerio Público (MP) de deslegitimar los resultados.
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Sin embargo, a más de un año de haber asumido el poder, el júbilo se ha desvanecido, y las promesas de una verdadera renovación política parecen cada vez más lejanas.
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Panorama general. Arévalo, en lo personal, aún goza de relativa confianza entre algunos líderes empresariales, académicos y formadores de opinión, quienes destacan su integridad y la incorporación de algunos perfiles tecnocráticos en su gobierno —un marcado contraste con administraciones anteriores—. Sin embargo, la falta de resultados concretos comienza a generar frustración tanto en las élites como en la población en general.
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El nivel de aprobación de Arévalo se ha reducido casi a la mitad desde que asumió el cargo, en medio de una percepción cada vez más extendida de un liderazgo “tibio”, o más bien, de una preocupante ausencia de liderazgo.
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Otro ejemplo de ello son las declaraciones de Juan Pablo Ajpacajá, dirigente de los 48 Cantones de Totonicapán, organización indígena que respaldó a Arévalo y lideró las manifestaciones en defensa de su investidura en 2023: “Honestamente, la nueva primavera no existe”.
Entre líneas. Los desafíos del país son bien conocidos. La mayoría —o al menos los más urgentes— provienen de décadas de abandono institucional por parte de autoridades ampliamente percibidas como corruptas e incompetentes.
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La expresión más visible de esa crisis es la pobreza: el índice en Guatemala alcanza el 54.8 %, más del doble del promedio regional de Latinoamérica y el Caribe (24.7 %).
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Esto contrasta con los datos macroeconómicos del país, que muestran un crecimiento lento pero sostenido y una política fiscal sólida, resaltando a nivel regional. Muestra de ello es que, en su revisión más reciente de proyecciones para 2025, el Fondo Monetario Internacional recortó las estimaciones para el hemisferio occidental, pero mantuvo a Guatemala con una previsión de crecimiento del 4.1 %.
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Pese a ese potencial, persisten profundas brechas estructurales que limitan la creación de riqueza en los sectores más marginados. Un ejemplo claro es la inversión pública en infraestructura —puertos, carreteras y conectividad—, donde el gobierno de Arévalo ha sido notoriamente incapaz.
En conclusión. Hasta sus críticos más duros y honestos reconocen que Arévalo no puede resolver los problemas del país por arte de magia. Sin embargo, necesita mostrar mayor firmeza y liderazgo para impulsar acciones concretas y reformas puntuales que generen un impacto real.
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El conflicto permanente con el MP ha resultado especialmente perjudicial: no solo no ha producido ninguna victoria significativa, sino que ha consumido gran parte de la atención institucional en lo que se percibe como un teatro político repetitivo y sin salida, mientras los problemas estructurales del país siguen acumulándose.
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Con las elecciones generales de 2027, ya en el horizonte, el riesgo es evidente: que la frustración allane el camino para una imitación barata de Nayib Bukele; es decir, un oportunista sin sustancia ni capacidad que capitalice el desencanto popular para sus fines particulares.
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El caso de Arévalo revela una verdad implacable: ser una “buena persona” no es suficiente. Las buenas intenciones no logran nada por sí solas, y mucho menos pueden gobernar.
A casi dos años del terremoto político provocado por Bernardo Arévalo y el Movimiento Semilla, la promesa de una “primavera democrática” en Guatemala parece marchitarse con rapidez.
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La inesperada irrupción de Arévalo en la segunda vuelta de las elecciones generales de 2023 —que culminó con su victoria y un sólido desempeño legislativo de su partido— generó una ola de entusiasmo y esperanza, especialmente tras una transición marcada por los intentos del Ministerio Público (MP) de deslegitimar los resultados.
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Sin embargo, a más de un año de haber asumido el poder, el júbilo se ha desvanecido, y las promesas de una verdadera renovación política parecen cada vez más lejanas.
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El nivel de aprobación de Arévalo se ha reducido casi a la mitad desde que asumió el cargo, en medio de una percepción cada vez más extendida de un liderazgo “tibio”, o más bien, de una preocupante ausencia de liderazgo.
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Otro ejemplo de ello son las declaraciones de Juan Pablo Ajpacajá, dirigente de los 48 Cantones de Totonicapán, organización indígena que respaldó a Arévalo y lideró las manifestaciones en defensa de su investidura en 2023: “Honestamente, la nueva primavera no existe”.
Entre líneas. Los desafíos del país son bien conocidos. La mayoría —o al menos los más urgentes— provienen de décadas de abandono institucional por parte de autoridades ampliamente percibidas como corruptas e incompetentes.
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La expresión más visible de esa crisis es la pobreza: el índice en Guatemala alcanza el 54.8 %, más del doble del promedio regional de Latinoamérica y el Caribe (24.7 %).
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Esto contrasta con los datos macroeconómicos del país, que muestran un crecimiento lento pero sostenido y una política fiscal sólida, resaltando a nivel regional. Muestra de ello es que, en su revisión más reciente de proyecciones para 2025, el Fondo Monetario Internacional recortó las estimaciones para el hemisferio occidental, pero mantuvo a Guatemala con una previsión de crecimiento del 4.1 %.
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Pese a ese potencial, persisten profundas brechas estructurales que limitan la creación de riqueza en los sectores más marginados. Un ejemplo claro es la inversión pública en infraestructura —puertos, carreteras y conectividad—, donde el gobierno de Arévalo ha sido notoriamente incapaz.
En conclusión. Hasta sus críticos más duros y honestos reconocen que Arévalo no puede resolver los problemas del país por arte de magia. Sin embargo, necesita mostrar mayor firmeza y liderazgo para impulsar acciones concretas y reformas puntuales que generen un impacto real.
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El conflicto permanente con el MP ha resultado especialmente perjudicial: no solo no ha producido ninguna victoria significativa, sino que ha consumido gran parte de la atención institucional en lo que se percibe como un teatro político repetitivo y sin salida, mientras los problemas estructurales del país siguen acumulándose.
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Con las elecciones generales de 2027, ya en el horizonte, el riesgo es evidente: que la frustración allane el camino para una imitación barata de Nayib Bukele; es decir, un oportunista sin sustancia ni capacidad que capitalice el desencanto popular para sus fines particulares.
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El caso de Arévalo revela una verdad implacable: ser una “buena persona” no es suficiente. Las buenas intenciones no logran nada por sí solas, y mucho menos pueden gobernar.