El gobierno de Estados Unidos ha intentado construir, a lo largo de décadas, una imagen de autoridad moral y liderazgo global, respaldada por su capacidad para influir en la política de otros países mediante herramientas como las sanciones económicas y el retiro de visas. Sin embargo, esta estrategia, exacerbada durante la administración Biden, por figuras como el exsubsecretario Todd Robinson, ha comenzado a mostrar fisuras que socavan su credibilidad. La política de designar a individuos como “actores antidemocráticos” o “corruptos”, basada en acusaciones que no siempre están acompañadas de pruebas públicas contundentes, ha generado escepticismo. Peor aún, los casos en los que Washington ha revertido sus decisiones —devolviendo visas, retirando de lista OFAC, y ofreciendo disculpas—, exponen una inconsistencia que pone en duda la legitimidad de su narrativa.
Todd Robinson, durante su paso como subsecretario de Estado para Asuntos Antinarcóticos y Aplicación de la Ley, fue un firme impulsor del uso de sanciones como arma contra funcionarios y particulares extranjeros señalados de corrupción o de atentar contra la democracia.
Un ejemplo es la tristemente célebre “Lista Engel”, que buscaba castigar a quienes, según Washington, violaban principios democráticos. Sin embargo, la falta de transparencia en el proceso de designación —donde las pruebas nunca se hacen públicas— ha alimentado la percepción de que dichas sanciones son eminentemente políticas. Cuando el Departamento de Estado ha etiquetado a alguien como corrupto sin evidencia verificable, y luego se retracta silenciosamente, el daño ya está hecho; no solo al afectado, sino a la confianza en el sistema que lo señaló.
Exfuncionarios y particulares centroamericanos, tras ser incluidos en listas de sancionados y perder sus visas, vieron cómo estas medidas eran revertidas meses después, acompañadas de discretas disculpas.
Estas rectificaciones revelan un proceso sancionatorio apresurado o mal fundamentado. Si EE. UU. puede equivocarse tan gravemente en una designación, ¿cómo se puede esperar que el mundo confíe en futuras acusaciones? La arbitrariedad mina la autoridad moral que Washington pretende proyectar, transformando lo que debería ser un instrumento de justicia en una herramienta de presión política que depende de la conveniencia y no de la verdad.
Esta pérdida de credibilidad tiene consecuencias profundas. Países y ciudadanos afectados comienzan a cuestionar no solo las sanciones, sino el liderazgo estadounidense en su conjunto.
En un mundo donde la desinformación y el escepticismo hacia las instituciones globales crecen, EE. UU. no puede permitirse errores que refuercen la narrativa de sus críticos, quienes lo acusan de hipocresía o imperialismo.
El gobierno estadounidense debe abandonar esas prácticas, y adoptar un enfoque más riguroso: pruebas claras, procesos transparentes y una rendición de cuentas cuando las designaciones fallen. Las disculpas tardías no bastan; la confianza, una vez rota, no se restaura con tímidos gestos. En un momento crítico para la democracia global, EE. UU. debe demostrar que sus sanciones no son capricho.
Por último, esas malas experiencias deben servir como luz para quienes, desde estos países —periodistas, activistas e incluso, miembros del sector productivo— tomaban como verdad absoluta aquellas acusaciones sin fundamento y las acataban a pie juntillas. Que no vuelvan a ser comparsas de agendas personales de exfuncionarios resentidos.
El gobierno de Estados Unidos ha intentado construir, a lo largo de décadas, una imagen de autoridad moral y liderazgo global, respaldada por su capacidad para influir en la política de otros países mediante herramientas como las sanciones económicas y el retiro de visas. Sin embargo, esta estrategia, exacerbada durante la administración Biden, por figuras como el exsubsecretario Todd Robinson, ha comenzado a mostrar fisuras que socavan su credibilidad. La política de designar a individuos como “actores antidemocráticos” o “corruptos”, basada en acusaciones que no siempre están acompañadas de pruebas públicas contundentes, ha generado escepticismo. Peor aún, los casos en los que Washington ha revertido sus decisiones —devolviendo visas, retirando de lista OFAC, y ofreciendo disculpas—, exponen una inconsistencia que pone en duda la legitimidad de su narrativa.
Todd Robinson, durante su paso como subsecretario de Estado para Asuntos Antinarcóticos y Aplicación de la Ley, fue un firme impulsor del uso de sanciones como arma contra funcionarios y particulares extranjeros señalados de corrupción o de atentar contra la democracia.
Un ejemplo es la tristemente célebre “Lista Engel”, que buscaba castigar a quienes, según Washington, violaban principios democráticos. Sin embargo, la falta de transparencia en el proceso de designación —donde las pruebas nunca se hacen públicas— ha alimentado la percepción de que dichas sanciones son eminentemente políticas. Cuando el Departamento de Estado ha etiquetado a alguien como corrupto sin evidencia verificable, y luego se retracta silenciosamente, el daño ya está hecho; no solo al afectado, sino a la confianza en el sistema que lo señaló.
Exfuncionarios y particulares centroamericanos, tras ser incluidos en listas de sancionados y perder sus visas, vieron cómo estas medidas eran revertidas meses después, acompañadas de discretas disculpas.
Estas rectificaciones revelan un proceso sancionatorio apresurado o mal fundamentado. Si EE. UU. puede equivocarse tan gravemente en una designación, ¿cómo se puede esperar que el mundo confíe en futuras acusaciones? La arbitrariedad mina la autoridad moral que Washington pretende proyectar, transformando lo que debería ser un instrumento de justicia en una herramienta de presión política que depende de la conveniencia y no de la verdad.
Esta pérdida de credibilidad tiene consecuencias profundas. Países y ciudadanos afectados comienzan a cuestionar no solo las sanciones, sino el liderazgo estadounidense en su conjunto.
En un mundo donde la desinformación y el escepticismo hacia las instituciones globales crecen, EE. UU. no puede permitirse errores que refuercen la narrativa de sus críticos, quienes lo acusan de hipocresía o imperialismo.
El gobierno estadounidense debe abandonar esas prácticas, y adoptar un enfoque más riguroso: pruebas claras, procesos transparentes y una rendición de cuentas cuando las designaciones fallen. Las disculpas tardías no bastan; la confianza, una vez rota, no se restaura con tímidos gestos. En un momento crítico para la democracia global, EE. UU. debe demostrar que sus sanciones no son capricho.
Por último, esas malas experiencias deben servir como luz para quienes, desde estos países —periodistas, activistas e incluso, miembros del sector productivo— tomaban como verdad absoluta aquellas acusaciones sin fundamento y las acataban a pie juntillas. Que no vuelvan a ser comparsas de agendas personales de exfuncionarios resentidos.