“Las comparaciones son odiosas” se lee en La Celestina. La frase ha quedado como referente de lo fútil que es comparar una cosa, situación –o persona–, con otra. Pero odiosas como son, también son inevitables.
Mientras en Guatemala se eligen Cortes –magistrados para Corte Suprema de Justicia y Corte de Apelaciones–, en México acaba de aprobarse la reforma constitucional en materia de justicia federal. Faltan algunos pasos, como la ratificación por los Estados de la Federación, pero eso es casi un hecho, ya que Morena se hizo con el gobierno de 21 Estados; a ellos hay que sumarle 3 de sus aliados, por lo que llegan a 24 de 32. Es decir, superan, por mucho, el número requerido para refrendar la reforma.
Aunque no es un problema exclusivamente regional, Latinoamérica sufre de sistemas judiciales viciados y que necesitan ajustarse a los tiempos, además de purgarlos de malos elementos. Tanto México como Guatemala necesitan reformas judiciales para corregir sus deficiencias.
Sin embargo, no cualquier reforma es una buena reforma. De eso, los guatemaltecos podemos dar cátedra; tan solo una muestra es la casuística reforma a la ley del Ministerio Público en 2016 para “blindar” a la entonces fiscal general, Thelma Aldana. Hoy, hasta quienes las empujaron fervorosamente –a la reforma y a la ex fiscal general– abogan por que se derogue aquel sinsentido.
Contrario a lo que los populistas –como AMLO– propugnan, la democracia no es, necesariamente, el mejor sistema para elección de todos los poderes republicanos. Sí, en algunos países, ciertos jueces son electos popularmente, pero son –por mucho– los menos y no son todos los jueces; casi siempre, cuando se da, es a nivel local, no nacional o federal. Lo que recién han aprobado las dos cámaras legislativas mexicanas es, como lo han llamado los expertos: el fin de la república mexicana.
Sin pretender estigmatizar, imagínese qué jueces van a ser los votados popularmente en estados –tristemente dominados por el narco– como Jalisco, Sinaloa, Coahuila, Nuevo León, Zacatecas, entre otros.
Mientras el autócrata mexicano hace de las peores suyas al final de su mandato, acá, en Guatemala, la elección de cortes suscita –cómo no– muchas sospechas. Calificaciones antojadizas, aplicación de criterios absurdos y, sobre todo, favoritismos a diestra y siniestra, hacen que el listado que llegará al Congreso para elección está trucado desde la cuna, por decirlo de alguna forma.
Ningún sistema es perfecto para evitar que se cuelen elementos nocivos, pero las reformas que se han impulsado en años recientes acá –sin éxito–, y a la luz del desastre mexicano, el nuestro, el guatemalteco, no es tan malo. Sigue habiendo más pesos y contrapesos, objetivamente, que en el México que se avecina.
Reforma judicial, sí, pero no cualquier reforma; si estamos de acuerdo en lo primero, tenemos que estar de acuerdo en lo segundo.
“Las comparaciones son odiosas” se lee en La Celestina. La frase ha quedado como referente de lo fútil que es comparar una cosa, situación –o persona–, con otra. Pero odiosas como son, también son inevitables.
Mientras en Guatemala se eligen Cortes –magistrados para Corte Suprema de Justicia y Corte de Apelaciones–, en México acaba de aprobarse la reforma constitucional en materia de justicia federal. Faltan algunos pasos, como la ratificación por los Estados de la Federación, pero eso es casi un hecho, ya que Morena se hizo con el gobierno de 21 Estados; a ellos hay que sumarle 3 de sus aliados, por lo que llegan a 24 de 32. Es decir, superan, por mucho, el número requerido para refrendar la reforma.
Aunque no es un problema exclusivamente regional, Latinoamérica sufre de sistemas judiciales viciados y que necesitan ajustarse a los tiempos, además de purgarlos de malos elementos. Tanto México como Guatemala necesitan reformas judiciales para corregir sus deficiencias.
Sin embargo, no cualquier reforma es una buena reforma. De eso, los guatemaltecos podemos dar cátedra; tan solo una muestra es la casuística reforma a la ley del Ministerio Público en 2016 para “blindar” a la entonces fiscal general, Thelma Aldana. Hoy, hasta quienes las empujaron fervorosamente –a la reforma y a la ex fiscal general– abogan por que se derogue aquel sinsentido.
Contrario a lo que los populistas –como AMLO– propugnan, la democracia no es, necesariamente, el mejor sistema para elección de todos los poderes republicanos. Sí, en algunos países, ciertos jueces son electos popularmente, pero son –por mucho– los menos y no son todos los jueces; casi siempre, cuando se da, es a nivel local, no nacional o federal. Lo que recién han aprobado las dos cámaras legislativas mexicanas es, como lo han llamado los expertos: el fin de la república mexicana.
Sin pretender estigmatizar, imagínese qué jueces van a ser los votados popularmente en estados –tristemente dominados por el narco– como Jalisco, Sinaloa, Coahuila, Nuevo León, Zacatecas, entre otros.
Mientras el autócrata mexicano hace de las peores suyas al final de su mandato, acá, en Guatemala, la elección de cortes suscita –cómo no– muchas sospechas. Calificaciones antojadizas, aplicación de criterios absurdos y, sobre todo, favoritismos a diestra y siniestra, hacen que el listado que llegará al Congreso para elección está trucado desde la cuna, por decirlo de alguna forma.
Ningún sistema es perfecto para evitar que se cuelen elementos nocivos, pero las reformas que se han impulsado en años recientes acá –sin éxito–, y a la luz del desastre mexicano, el nuestro, el guatemalteco, no es tan malo. Sigue habiendo más pesos y contrapesos, objetivamente, que en el México que se avecina.
Reforma judicial, sí, pero no cualquier reforma; si estamos de acuerdo en lo primero, tenemos que estar de acuerdo en lo segundo.