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Comunismo: tragedia latente

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Marcos Jacobo Suárez Sipmann
15 de noviembre, 2024

En este corpus de investigación, Sean McMeekin —historiador y profesor estadounidense— examina el comunismo como agente clave de los conflictos del siglo XX. Describe el camino ideológico del idealismo utópico al control estatal y el totalitarismo. Desde los escritos de Marx hasta el resurgimiento comunista en este siglo. 

La primera parte del libro —Comunismo en teoría— expone su núcleo de hierro: exigencia de una igualdad total, forzada, material y social.  

McMeekin ofrece un minucioso resumen de la obra de Marx. Sobre todo, el Manifiesto Comunista, publicado en 1848. Todas sus demandas giraban en torno a imponer la igualdad. La ola de revoluciones europeas de 1848 reforzó su repercusión. Una vez sofocada, las ideas perduraron. Marx, excelente organizador, creó la Primera Internacional en 1864. 

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El comunismo ha sido una sucesión de escisiones y purgas. Marx consideraba la pureza doctrinal más importante que su aplicación inmediata. Sus herederos crearon la Segunda, en 1889. Un movimiento unido. La IGM le puso fin, al optar la mayoría por el nacionalismo.  

Lenin creó el primer Estado comunista en el caos de una Rusia derrotada y herida en su tejido social. Impulsó el “derrotismo revolucionario”: de ahí su famosa frase “cuanto peor, mejor”. 

Esta parte es sabida. La segunda —Comunismo en la práctica— también debería serlo. Pero encubrir sus continuos crímenes ha sido uno de los objetivos de los historiadores de izquierda. 

Cuando Alemania —tras su derrumbe en 1918— dejó de financiar a Lenin, el vacío fue cubierto por los millones de toneladas de alimentos enviados por la American Relief Administration. El terror bolchevique pudo gobernar a su antojo: prohibiendo la empresa privada, aboliendo el dinero, disolviendo la familia y la “moral burguesa”. 

La oleada de triunfo comunista esperada por Lenin no se materializó. Creó la Tercera Internacional para coordinar mediante purgas la acción en el mundo. A su Nueva Política Económica siguieron Stalin y sus oleadas de terror, dentro y fuera del Partido.  

En el periodo previo a la IIGM, la izquierda en ascenso y el miedo occidental a Hitler y la Alemania nazi beneficiaron a Stalin. Nadie le exigió que dejara de matar a su pueblo. 

En la posguerra, Europa Oriental y gran parte de Europa Central, cayeron bajo la tiranía y el terror estalinistas. Millones de personas fueron encarceladas, torturadas o asesinadas. Se rebelaron primero los alemanes, luego polacos y húngaros. El peor periodo duró hasta unos años después de la muerte de Stalin en 1953. Su atractivo entre los intelectuales decayó tras las denuncias de Jrushchov. Los disturbios volvieron. Como en Praga, en 1968. 

El comunismo se expandió al Tercer Mundo; terror y matanzas masivas acompañaron su ascenso al poder total. Se intensificó en los años del desastre estadounidense en Vietnam. La popularidad e influencia global soviética alcanzaron su punto álgido. 

La expresión más terrible fue el sangriento experimento del Año Cero (1975) en Camboya. El comunismo del genocida Pol Pot impuso una nivelación social hasta la igualdad en miseria abyecta. 

En 1979, los soviéticos invadieron Afganistán para apuntalar su régimen clientelar en Kabul. Un error que redujo su nada desdeñable atractivo en el Tercer Mundo y Occidente. 

Asomaba la esclerosis comunista que se propagó en los 80. Podredumbre, corrupción y estancamiento se instalaron en el sistema. Sus gobiernos quedaron rezagados económicamente, dependientes de los préstamos de Occidente. Comenzaron a vender permisos de salida a individuos de grupos en el extranjero que podían financiar su liberación. 

Mijaíl Gorbachov intentó reformar la URSS. Solo logró destruirla. El colapso fue rápido. Protestas populares barrieron los satélites soviéticos. Los chinos, por su parte, rehicieron su economía sin debilitar al Partido ni diluir (oficialmente) el comunismo. El chino no es un nuevo comunismo (de hecho, no lo es en muchos aspectos). Y no está en ascenso, sino en la cima. Tampoco se esfuerza por difundir su ideología donde ha ido ganando influencia.  

En la actualidad, Pekín supera a Washington en muchos aspectos. Y en otros menos evidentes, aunque significativos. Así, la economía china es probablemente mucho más productiva y su ejército, sobre el papel más débil que el de EE. UU., más capaz de ganar cualquier guerra real. 

El epílogo trata del segundo ascenso del comunismo. Resume McMeekin: “Lo que hizo ‘comunista’ a la URSS es lo que define a los actuales gobiernos de China, Corea del Norte, Vietnam, Laos y Cuba: una dictadura de partido único que impide la oposición legal. Que pretende dirigir y controlar la economía con normas y reglamentos omnímodos. Que fiscaliza, controla y vigila minuciosamente al pueblo en cuyo nombre dice gobernar”. 

Se señala el auge del pensamiento autoritario en los países democráticos, con “modernos comisarios del pensamiento”. Lejos de estar muerto, el comunismo como modelo de gobierno parece estar empezando. Gran parte del mundo occidental está convergiendo en un paradigma comunista híbrido de gobierno estatista y control social. 

Puede que Rusia ya no sea comunista, pero Stalin es más admirado que nunca. EE. UU. ha perdido poder y prestigio, paralelamente al aumento del poder económico y la influencia de China. 

El lector se queda con dos mensajes. Uno positivo: el comunismo, pese a su perdurabilidad, sigue siendo profundamente impopular. Cuando ha llegado al poder, siempre lo ha hecho por la fuerza. Nunca mediante unas elecciones libres. Otro menos: lejos de morir en 1991, ha conquistado gran parte de Occidente. Una seria advertencia. 

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Comunismo: tragedia latente

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Marcos Jacobo Suárez Sipmann
15 de noviembre, 2024

En este corpus de investigación, Sean McMeekin —historiador y profesor estadounidense— examina el comunismo como agente clave de los conflictos del siglo XX. Describe el camino ideológico del idealismo utópico al control estatal y el totalitarismo. Desde los escritos de Marx hasta el resurgimiento comunista en este siglo. 

La primera parte del libro —Comunismo en teoría— expone su núcleo de hierro: exigencia de una igualdad total, forzada, material y social.  

McMeekin ofrece un minucioso resumen de la obra de Marx. Sobre todo, el Manifiesto Comunista, publicado en 1848. Todas sus demandas giraban en torno a imponer la igualdad. La ola de revoluciones europeas de 1848 reforzó su repercusión. Una vez sofocada, las ideas perduraron. Marx, excelente organizador, creó la Primera Internacional en 1864. 

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El comunismo ha sido una sucesión de escisiones y purgas. Marx consideraba la pureza doctrinal más importante que su aplicación inmediata. Sus herederos crearon la Segunda, en 1889. Un movimiento unido. La IGM le puso fin, al optar la mayoría por el nacionalismo.  

Lenin creó el primer Estado comunista en el caos de una Rusia derrotada y herida en su tejido social. Impulsó el “derrotismo revolucionario”: de ahí su famosa frase “cuanto peor, mejor”. 

Esta parte es sabida. La segunda —Comunismo en la práctica— también debería serlo. Pero encubrir sus continuos crímenes ha sido uno de los objetivos de los historiadores de izquierda. 

Cuando Alemania —tras su derrumbe en 1918— dejó de financiar a Lenin, el vacío fue cubierto por los millones de toneladas de alimentos enviados por la American Relief Administration. El terror bolchevique pudo gobernar a su antojo: prohibiendo la empresa privada, aboliendo el dinero, disolviendo la familia y la “moral burguesa”. 

La oleada de triunfo comunista esperada por Lenin no se materializó. Creó la Tercera Internacional para coordinar mediante purgas la acción en el mundo. A su Nueva Política Económica siguieron Stalin y sus oleadas de terror, dentro y fuera del Partido.  

En el periodo previo a la IIGM, la izquierda en ascenso y el miedo occidental a Hitler y la Alemania nazi beneficiaron a Stalin. Nadie le exigió que dejara de matar a su pueblo. 

En la posguerra, Europa Oriental y gran parte de Europa Central, cayeron bajo la tiranía y el terror estalinistas. Millones de personas fueron encarceladas, torturadas o asesinadas. Se rebelaron primero los alemanes, luego polacos y húngaros. El peor periodo duró hasta unos años después de la muerte de Stalin en 1953. Su atractivo entre los intelectuales decayó tras las denuncias de Jrushchov. Los disturbios volvieron. Como en Praga, en 1968. 

El comunismo se expandió al Tercer Mundo; terror y matanzas masivas acompañaron su ascenso al poder total. Se intensificó en los años del desastre estadounidense en Vietnam. La popularidad e influencia global soviética alcanzaron su punto álgido. 

La expresión más terrible fue el sangriento experimento del Año Cero (1975) en Camboya. El comunismo del genocida Pol Pot impuso una nivelación social hasta la igualdad en miseria abyecta. 

En 1979, los soviéticos invadieron Afganistán para apuntalar su régimen clientelar en Kabul. Un error que redujo su nada desdeñable atractivo en el Tercer Mundo y Occidente. 

Asomaba la esclerosis comunista que se propagó en los 80. Podredumbre, corrupción y estancamiento se instalaron en el sistema. Sus gobiernos quedaron rezagados económicamente, dependientes de los préstamos de Occidente. Comenzaron a vender permisos de salida a individuos de grupos en el extranjero que podían financiar su liberación. 

Mijaíl Gorbachov intentó reformar la URSS. Solo logró destruirla. El colapso fue rápido. Protestas populares barrieron los satélites soviéticos. Los chinos, por su parte, rehicieron su economía sin debilitar al Partido ni diluir (oficialmente) el comunismo. El chino no es un nuevo comunismo (de hecho, no lo es en muchos aspectos). Y no está en ascenso, sino en la cima. Tampoco se esfuerza por difundir su ideología donde ha ido ganando influencia.  

En la actualidad, Pekín supera a Washington en muchos aspectos. Y en otros menos evidentes, aunque significativos. Así, la economía china es probablemente mucho más productiva y su ejército, sobre el papel más débil que el de EE. UU., más capaz de ganar cualquier guerra real. 

El epílogo trata del segundo ascenso del comunismo. Resume McMeekin: “Lo que hizo ‘comunista’ a la URSS es lo que define a los actuales gobiernos de China, Corea del Norte, Vietnam, Laos y Cuba: una dictadura de partido único que impide la oposición legal. Que pretende dirigir y controlar la economía con normas y reglamentos omnímodos. Que fiscaliza, controla y vigila minuciosamente al pueblo en cuyo nombre dice gobernar”. 

Se señala el auge del pensamiento autoritario en los países democráticos, con “modernos comisarios del pensamiento”. Lejos de estar muerto, el comunismo como modelo de gobierno parece estar empezando. Gran parte del mundo occidental está convergiendo en un paradigma comunista híbrido de gobierno estatista y control social. 

Puede que Rusia ya no sea comunista, pero Stalin es más admirado que nunca. EE. UU. ha perdido poder y prestigio, paralelamente al aumento del poder económico y la influencia de China. 

El lector se queda con dos mensajes. Uno positivo: el comunismo, pese a su perdurabilidad, sigue siendo profundamente impopular. Cuando ha llegado al poder, siempre lo ha hecho por la fuerza. Nunca mediante unas elecciones libres. Otro menos: lejos de morir en 1991, ha conquistado gran parte de Occidente. Una seria advertencia. 

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