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Arévalo en la ONU: lamento sin autocrítica

.
Redacción República
25 de septiembre, 2025

En el foro multilateral por excelencia, el presidente Bernardo Arévalo desplegó ante la Asamblea General de la ONU un discurso que, más que inspirar, evoca el eco cansino de un lamento reciclado. Bajo el manto de la “paz verdadera”, el q'eqchi' y los katunes mayas, Arévalo repite su letanía favorita: Guatemala como mártir de corruptos y autoritarios, su gobierno como baluarte asediado por fuerzas oscuras. Es un relato victimista trillado, que pinta a su administración como la supuesta heroica víctima de un complot eterno, sin un ápice de introspección. ¿Dónde está la reflexión sobre sus propios tropiezos? Ausente, como siempre. 

Arévalo invoca la historia de la guerra interna y los Acuerdos de Paz —para legitimar su narrativa—, pero evade el espejo. En casi dos años de mandato, su gabinete ha sido un carrusel de inestabilidad: más de una docena de renuncias y destituciones en ministerios clave, desde Economía hasta Salud. Ni hablar de Comunicaciones, el monumento de su desastrosa gestión.   

¿Casualidad? No. Es la prueba irrefutable de que ni él, ni el Movimiento Semilla estaban preparados para el poder. Arévalo, el académico idealista, asumió la presidencia con promesas de renovación, pero sin cuadros capacitados para navegar la complejidad guatemalteca. Su partido, nacido de una impetuosa juventud y anticorrupción simbólica, carece de la profundidad gerencial para gobernar.

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En lugar de admitir esta flaqueza —“No estábamos listos, hemos aprendido en el camino”, por ejemplo—, opta por externalizar culpas: acoso constante de actores antidemocráticos. Es una necedad que insulta la inteligencia colectiva. La democracia no se defiende con excusas, sino con resultados. Y aquí, los hay escasos: la pobreza persiste, la obra pública no avanza —la poca que lo hace, es gracias al Cuerpo de Ingenieros del ejército de los EE. UU—, y un largo etcétera. 

El clímax de esta autocompasión llegó al evocar las elecciones de 2026 para órganos de justicia. Arévalo suplica —eufemísticamente, “acompañamiento técnico y político” de socios internacionales— para garantizar “transparencia e imparcialidad”. ¿En serio? ¿Un presidente soberano delegando la legitimidad de procesos electorales internos a actores extranjeros?

Esto revela no solo incapacidad manifiesta para enfrentar retos gubernamentales, sino una abdicación. La defensa de la democracia es tarea guatemalteca, no un circo internacional donde Arévalo busca salvavidas.

Pedir vigilancia externa en elecciones de magistrados huele a debilidad estructural: su gobierno, incapaz de blindar instituciones sin tutores foráneos, confiesa su fragilidad. ¿Qué sigue? ¿Intervención de la ONU en el Congreso? Porque, en la justicia, ya intervino, y ese fallido experimento costó vidas de inocentes. Esta sumisión disfrazada de humildad erosiona la autonomía nacional y perpetúa el ciclo de dependencia que él mismo critica en otros. 

Arévalo cierra con un llamado a reformar la ONU, citando a Hammarskjöld, como para sonar profundo. Pero su discurso es lastimero; un presidente que prefiere la victimización al liderazgo. Guatemala merece más que quejas poéticas; necesita un timonel que asuma responsabilidades —y culpas cuando corresponda—, estabilice su equipo y defienda la democracia con autonomía, no con súplicas. De lo contrario, la “Verapaz” seguirá siendo solo un eslogan vacío en Nueva York. 

Arévalo en la ONU: lamento sin autocrítica

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Redacción República
25 de septiembre, 2025

En el foro multilateral por excelencia, el presidente Bernardo Arévalo desplegó ante la Asamblea General de la ONU un discurso que, más que inspirar, evoca el eco cansino de un lamento reciclado. Bajo el manto de la “paz verdadera”, el q'eqchi' y los katunes mayas, Arévalo repite su letanía favorita: Guatemala como mártir de corruptos y autoritarios, su gobierno como baluarte asediado por fuerzas oscuras. Es un relato victimista trillado, que pinta a su administración como la supuesta heroica víctima de un complot eterno, sin un ápice de introspección. ¿Dónde está la reflexión sobre sus propios tropiezos? Ausente, como siempre. 

Arévalo invoca la historia de la guerra interna y los Acuerdos de Paz —para legitimar su narrativa—, pero evade el espejo. En casi dos años de mandato, su gabinete ha sido un carrusel de inestabilidad: más de una docena de renuncias y destituciones en ministerios clave, desde Economía hasta Salud. Ni hablar de Comunicaciones, el monumento de su desastrosa gestión.   

¿Casualidad? No. Es la prueba irrefutable de que ni él, ni el Movimiento Semilla estaban preparados para el poder. Arévalo, el académico idealista, asumió la presidencia con promesas de renovación, pero sin cuadros capacitados para navegar la complejidad guatemalteca. Su partido, nacido de una impetuosa juventud y anticorrupción simbólica, carece de la profundidad gerencial para gobernar.

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En lugar de admitir esta flaqueza —“No estábamos listos, hemos aprendido en el camino”, por ejemplo—, opta por externalizar culpas: acoso constante de actores antidemocráticos. Es una necedad que insulta la inteligencia colectiva. La democracia no se defiende con excusas, sino con resultados. Y aquí, los hay escasos: la pobreza persiste, la obra pública no avanza —la poca que lo hace, es gracias al Cuerpo de Ingenieros del ejército de los EE. UU—, y un largo etcétera. 

El clímax de esta autocompasión llegó al evocar las elecciones de 2026 para órganos de justicia. Arévalo suplica —eufemísticamente, “acompañamiento técnico y político” de socios internacionales— para garantizar “transparencia e imparcialidad”. ¿En serio? ¿Un presidente soberano delegando la legitimidad de procesos electorales internos a actores extranjeros?

Esto revela no solo incapacidad manifiesta para enfrentar retos gubernamentales, sino una abdicación. La defensa de la democracia es tarea guatemalteca, no un circo internacional donde Arévalo busca salvavidas.

Pedir vigilancia externa en elecciones de magistrados huele a debilidad estructural: su gobierno, incapaz de blindar instituciones sin tutores foráneos, confiesa su fragilidad. ¿Qué sigue? ¿Intervención de la ONU en el Congreso? Porque, en la justicia, ya intervino, y ese fallido experimento costó vidas de inocentes. Esta sumisión disfrazada de humildad erosiona la autonomía nacional y perpetúa el ciclo de dependencia que él mismo critica en otros. 

Arévalo cierra con un llamado a reformar la ONU, citando a Hammarskjöld, como para sonar profundo. Pero su discurso es lastimero; un presidente que prefiere la victimización al liderazgo. Guatemala merece más que quejas poéticas; necesita un timonel que asuma responsabilidades —y culpas cuando corresponda—, estabilice su equipo y defienda la democracia con autonomía, no con súplicas. De lo contrario, la “Verapaz” seguirá siendo solo un eslogan vacío en Nueva York. 

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