“La vieja radio Telefunken alemana en la que escuchó la noticia sigue en su sala.
Escuchándola, en la tarde del 9 de octubre de 1967, Lijia Morón supo de la muerte de Ernesto Guevara.
Está en la misma esquina de su casa, en los altos de Vallegrande, la pequeña ciudad al sureste de Bolivia en la que, hace 50 años, el Che fue exhibido después de ser ejecutado por el ejército de ese país.
Morón jamás quiso abandonar su pueblo ni su hogar.
Ha perdido la audición y prefiere no mencionar su edad, pero relata con detalle y sonriendo cómo fue esa tarde en la que vio los restos del guerrillero argentino-cubano depositados sobre la lavandería del hospital.
Ese día hace medio siglo, poco después de apagar la Telefunken, Lijia escuchó por enésima vez a un helicóptero acercarse.
Solo que en esa oportunidad, en un camilla atada a los patines de aterrizaje de la nave, viajaban los restos todavía tibios de Guevara”.
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Escuchándola, en la tarde del 9 de octubre de 1967, Lijia Morón supo de la muerte de Ernesto Guevara.
Está en la misma esquina de su casa, en los altos de Vallegrande, la pequeña ciudad al sureste de Bolivia en la que, hace 50 años, el Che fue exhibido después de ser ejecutado por el ejército de ese país.
Morón jamás quiso abandonar su pueblo ni su hogar.
Ha perdido la audición y prefiere no mencionar su edad, pero relata con detalle y sonriendo cómo fue esa tarde en la que vio los restos del guerrillero argentino-cubano depositados sobre la lavandería del hospital.
Ese día hace medio siglo, poco después de apagar la Telefunken, Lijia escuchó por enésima vez a un helicóptero acercarse.
Solo que en esa oportunidad, en un camilla atada a los patines de aterrizaje de la nave, viajaban los restos todavía tibios de Guevara”.