La hora del paraguas, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR
De un rato para otro el cielo se oscurece, las nubes se aprietan y «retumban como preñadas por la tempestad» según leí en una novela de aventuras, ambientada en las islas Malvinas, cuyo título no recuerdo. Algunas gotas sueltas presagian la cercanía de la lluvia.
Oportunos, no tardan en aparecer los vendedores de sombrillas y paraguas. Ofrecen a veinte quetzales el modelo sencillo y a treinta si tienen doble forro. Siempre elijo el paraguas: cubre más espacio y el mango permite colgarlo de la ventana del bus.
El inconveniente todavía no resuelto es cómo llevarlo para no lastimar a quien esté a la par, delante o detrás de mí, cuando me abro paso entre la gente de pie para bajarme.
Ya estuve a punto de lancear al prójimo como si compitiera en torneos de la época medieval, o de interponerles obstáculos para que se tropiecen como si fueran víctimas de travesuras escolares.
Está de más copiar sus reacciones: aunque justas, a nadie le causa gracia que lo pasen golpeando, revelan la agresividad latente del pasajero.
En cambio, es más fácil maniobrarlo en la calle. Se puede portar al hombro, como soldado que marcha con su fusil delante de la tribuna presidencial, o pegado a la cintura, a la manera del agricultor que va a la tapisca. En algunos casos lo ando como bastón o lo llevo del brazo cual novia camino del altar.
Al verlo recuerdo los días en que se le consideró objeto de elegancia para lucirlo en paseos. Tampoco olvido los prejuicios que aún lo rodean en el campo, donde se prefiere utilizar la capa de hule o salir bajo el aguacero a cuerpo descubierto.
Y no dejo de pensar en todos los que dejé olvidados en mi prisa por bajarme; intento consolarle al pensar que sacaron de apuros al primero que los encontró.
Aunque los inviernos son irregulares, llegó la hora de sacar el paraguas del rincón donde permaneció desde finales del año pasado para tenerlo cerca en caso arrecie el agua, cuidando de no lastimar al prójimo.
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Oportunos, no tardan en aparecer los vendedores de sombrillas y paraguas. Ofrecen a veinte quetzales el modelo sencillo y a treinta si tienen doble forro. Siempre elijo el paraguas: cubre más espacio y el mango permite colgarlo de la ventana del bus.
El inconveniente todavía no resuelto es cómo llevarlo para no lastimar a quien esté a la par, delante o detrás de mí, cuando me abro paso entre la gente de pie para bajarme.
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Está de más copiar sus reacciones: aunque justas, a nadie le causa gracia que lo pasen golpeando, revelan la agresividad latente del pasajero.
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Y no dejo de pensar en todos los que dejé olvidados en mi prisa por bajarme; intento consolarle al pensar que sacaron de apuros al primero que los encontró.
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