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Guatemala demuestra que la tala sostenible es reconciliarse con el bosque

Por: María José Aresti, Miguel Rodríguez, Vinizzio Rizzo y Angie Guerra

En una carretera de Alta Verapaz, un camión avanza cargado de trozas de pino. Para muchos, esa escena es casi un sinónimo de deforestación. La reacción inmediata es pensar que “ahí va el bosque”. Pero Francisco Escobedo, director ejecutivo de la Gremial Forestal de la Cámara de Industria de Guatemala (CIG), propone otra lectura: 

“Aquí automáticamente piensan que se ‘arrasa con el bosque’. Es todo lo contrario. Ningún productor responsable acabaría con el recurso que asegura su futuro. En Chile, cuando la gente ve pasar una plataforma con trozas, lo asume como nosotros al ver tomates o café: es cosecha”. 

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Así, la imagen deja de ser sospecha para convertirse en metáfora: un camión que transporta ejemplares sembrados, cuidados y aprovechados bajo planes de manejo. Lo que debería ser símbolo de sostenibilidad, en Guatemala aún se mira con recelo. Es una grieta cultural que oscila entre el mito de “no cortar” y la realidad de un sector que apuesta por un círculo virtuoso. 

El pulso en los talleres 

En San Miguel Milpas Altas, Sacatepéquez, las calles despiertan con el zumbido de las sierras y el golpe de martillos. Entre tablones apoyados en las paredes y sillas a medio lijar, los carpinteros libran un reto cotidiano: conseguir insumo legal a precios accesibles.

Carlos Chacón, comerciante de madera, lo resume con crudeza. “Aquí poco se sabe de los incentivos forestales. Los talleres compran lo que ya está en aserraderos. No pueden sembrar ni esperar dos décadas a que un ejemplar madure. Esa desconexión abre la puerta a la ilegalidad.” 

El artesano Élmer García abre su taller al amanecer. El aroma penetrante del pino fresco impregna el aire, mientras reconoce el estigma del oficio. “Es mal visto talar, pero de este trabajo vivimos muchos”. En patios familiares convertidos en bodegas improvisadas, el aserrín en el suelo y el ruido metálico de la sierra marcan el pulso de una economía invisible, pero vital.

El bosque como apuesta a largo plazo 

La respuesta institucional existe desde hace décadas por medio de incentivos forestales. Hugo Flores, director de Industria y Comercio Forestal en el Instituto Nacional de Bosques (INAB), explica que estos mecanismos producen materia prima sostenible para abastecer a las carpinterías y mueblerías sin recurrir a talas ilícitas. 

El incentivo devuelve en promedio un 65 % de la inversión inicial. Para cubrir los gastos mientras llega el desembolso, existe el crédito puente. El INAB estima que establecer una plantación forestal requiere una inversión aproximada de Q 24 000 por hectárea.

Aunque no existen cálculos públicos sobre el ROI —retorno de inversión—, los productores coinciden en que el impacto económico se traduce en: empleo rural, impuestos locales y generación de divisas cuando la producción alcanza niveles exportables.  

Los números son elocuentes: solo entre enero y septiembre, más de 55 000 familias fueron beneficiadas, se generaron 4.9 millones de jornales (18 000 empleos directos en áreas rurales) y se invirtieron Q 544 millones en más de 36 000 proyectos. 

Escobedo reconoce que los incentivos han permitido que Guatemala tenga una base de plantaciones legales y competitivas. “Sin ellos, difícilmente habría inversión en siembra de árboles. Estaríamos condenados a la madera ilegal o importada”. 

La cadena forestal representa el 1.5 % del PIB nacional y genera más de 425 000 empleos, entre directos e indirectos, en términos macroeconómicos. El bosque, además, de recurso natural, es también un motor económico. Cerca de 1900 empresas participan en la transformación y comercio de productos forestales, según la Gremial Forestal de la CIG. 

Un empresario que prefirió no ser citado advierte la imperfección del esquema. A su juicio, los retrasos en los desembolsos y la burocracia frustran a los productores. “Sin incentivos nadie sembraría, pero el problema es que a veces el dinero no llega a tiempo. Eso pone en riesgo la continuidad de los proyectos”. 

Ante esa crítica, Flores no niega las demoras. Responde que la institución ha buscado acortar los tiempos y crear mecanismos para que los productores no se detengan mientras esperan el desembolso. “La clave es entender que sembrar árboles no es una inversión de corto plazo, sino un compromiso de décadas”.

Un hilo fino para la industria forestal 

Cada mesa, puerta y silla tienen al bosque como origen común. Hoy, en Guatemala, 263 932 hectáreas están bajo plantaciones forestales, sistemas agroforestales, restauración y manejo sostenible. Se suman 233 105 hectáreas de bosque natural que se han salvado de la deforestación gracias a planes de manejo. 

Pero detrás de cada mueble hay una ecuación que no termina de cuadrar. El país consume unas 6000 hectáreas de madera al año, pero apenas siembra entre 2000 y 2500. La meta oficial es alcanzar 7000. La demanda avanza con prisa, en contraste con la siembra. 

El vacío se llena con producción chilena, brasileña o estadounidense. El 95 % de esa madera importada ingresa ya aserrada, se convierte en tarima y vuelve a salir rumbo a la exportación. Solo un 5 % compite con lo que producen las montañas guatemaltecas. 

Aun con ese déficit, el sector mantiene dinamismo exportador: cada año genera en promedio más de USD 200 millones en ventas, principalmente hacia EE. UU., Honduras y El Salvador. Entre los productos más demandados figuran tarimas, puertas y pisos de madera certificada, lo que demuestra que el bosque también tiene vocación de industria. 

“Si seguimos plantando menos de lo que consumimos, en algún momento podría provocar un desabastecimiento”, advierte Flores. Su colega, Edgar Rodríguez, coordinador del Programa de Incentivos Forestales, añade que “sí, hay abastecimiento legal. El problema es que lo ilegal siempre resulta más barato porque no paga trámites ni permisos”. 

Es evidente que la industria local camina sobre un hilo fino: la siembra no alcanza, la demanda crece y siempre está latente la tentación de recurrir a material ilegal. 

Guardianes del bosque

Para Rosa María Monzón, gerente de la Comisión de Muebles, Madera y sus Productos (COFAMA) de AGEXPORT, el mejor ejemplo de sostenibilidad no está en la ley, sino en Petén. “Nuestro modelo de concesiones forestales ha sido copiado incluso por otros países”, dice con entusiasmo. 

Son tierras nacionales entregadas en concesión para evitar incendios, frenar la caza ilegal y solo aprovechar los árboles en su ciclo final. Veinte años después, los responsables, vuelven al mismo lugar y el bosque se ha regenerado. 

“El árbol es el único recurso renovable. Uno cortado puede dar lugar a tres nuevos. Solo los jóvenes capturan carbono. Necesitamos que la gente vea rentabilidad en sembrar”, agrega. 

Sin embargo, entre ese éxito comunitario y la práctica empresarial media un obstáculo: la burocracia. “Un trámite en el INAB puede tardar seis meses. Frente a esa espera, muchos prefieren importar”, reconoce el empresario que pidió anonimato. 

La burocracia no es el único obstáculo. Incluso más difícil que los trámites es transformar la mirada social: porque, aun con modelos exitosos, en el imaginario cortar árboles equivale a destruir los bosques.

El mito de cortar es perder

La percepción social sigue siendo el talón de Aquiles pese a los avances. Escobedo insiste en que el problema es cultural. “En una finca forestal se siembra y se cosecha. El proceso se repite. Ese es el círculo, pero la gente no lo ve así. Se cuestionan los camiones cargados cuando deberían verse como lo que son: cosecha”. 

En su taller en San Miguel Milpas Altas, el artesano Lusvin Monzón, resume la paradoja: la gente se escandaliza por un tablón, pero nadie se pregunta de dónde vienen las sillas baratas del mercado. “El problema no es cortar, sino no volver a sembrar. Lo ilegal destruye porque no garantiza que alguien vuelva a sembrar”. 

Chacón coincide, aunque pone el acento en la escala industrial, pues la tala existe, pero sin un proceso de regeneración es insostenible. “La industria necesita madera, pero debe venir de forma sostenible”. 

El verdadero desafío va más allá de leyes y planes: es cultural. Se trata de cambiar la narrativa de ver el árbol no como pérdida, sino como recurso renovable.

El costo oculto de lo ilícito 

Ninguno de los entrevistados evade la sombra de la tala ilegal. Todos coinciden en que sí hay abastecimiento legal, pero, como se mencionó, lo ilícito resulta más tentador. “Si la población compra muebles sin preguntar el origen de la madera, contribuye a la deforestación”, advierte Rodríguez. 

La tarea no es solo producirla, sino educar a quien la transforma y a quien la compra. Lorena Velásquez, presidenta de COFAMA, lo explica desde el ángulo del consumidor. “En mercados internacionales la exigencia es férrea —ningún contenedor cruza la aduana sin demostrar trazabilidad—”. 

“Si yo compro barato sin importar de dónde viene, premio lo ilegal. Así como pagamos más por un vegetal orgánico, deberíamos pagar por un mueble certificado”, agrega. 

El precedente existe. Hace unos años, la campaña contra el pinabete ilegal en Navidad redujo la demanda y cambió hábitos de compra. El desafío ahora es replicar esa conciencia al mercado maderero.  

Hacer visible lo virtuoso 

El bosque en Guatemala es más que un conjunto de árboles. Es una cadena que empieza con una semilla, da empleo en comunidades rurales, se convierte en trozas, toma forma en talleres familiares y termina en muebles. Sin embargo, para la mayoría, ese círculo sigue siendo invisible. 

Velásquez recuerda que la carpintería es una de las industrias más antiguas de la humanidad. “No somos una industria que destruye, somos una que se regenera”, afirma. 

El futuro dependerá de que cada actor cumpla su parte: el productor que apuesta por trazabilidad, el artesano que transforma con responsabilidad y el consumidor que exige origen. 

Cada mueble, cada viga, cada tablón que viaja en un camión desciende de las montañas como una promesa: la de un bosque que puede producir sin desaparecer. La tala sostenible no es una renuncia, sino una forma distinta de acompañarlo. Guatemala empieza a demostrar que cuidar no siempre significa dejar intacto, sino intervenir con respeto. Que el futuro, al final, se escribe con el mismo material del que están hechos los bosques: tiempo, paciencia y raíces.

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