Y tropezó de nuevo con la misma piedra: la generación que llevó a la ruina a Colombia en una sola elección
Colombia, ejemplo reciente de resiliencia y crecimiento, se asoma peligrosamente al borde del colapso. A comienzos del siglo XXI, pasó de narcoestado a modelo regional de seguridad, inversión y modernización. El camino fue arduo, pero valió la pena: Colombia rehabilitó su imagen, conquistó mercados y recuperó la esperanza. Hoy, ese esfuerzo ha sido dinamitado por la irresponsabilidad de una generación que, desde la comodidad democrática, entregó el país al populismo ideológico, ignorando el ejemplo venezolano. En menos de cuatro años, Colombia ha retrocedido décadas. La violencia ha regresado, la economía se ha deteriorado, la imagen internacional ha caído y la institucionalidad se ha resquebrajado. El precio de una mala elección puede ser una generación perdida. Colombia es, una vez más, una advertencia para América Latina.
Durante los años ochenta y noventa, Colombia fue sitiada por el crimen organizado. Pablo Escobar y el Cartel de Medellín instauraron un régimen de terror que anulaba al Estado y ejecutaba una guerra abierta contra jueces, políticos, periodistas y civiles. Secuestros masivos, carros bomba y control territorial del narcotráfico convirtieron al país en una tierra sin ley. La inversión huía, el turismo era impensable y los colombianos vivían entre el miedo y la resignación.
Con la llegada de Álvaro Uribe en 2002, Colombia emprendió una reconstrucción institucional sin precedentes. Su política de seguridad democrática debilitó a las FARC y permitió al Estado recuperar territorios. Los homicidios y secuestros cayeron, y el ciudadano común volvió a caminar sin miedo. La confianza inversionista regresó. Con Uribe, la economía creció a un promedio del 4,5 % anual, se firmaron tratados de libre comercio y se inició una era de expansión empresarial sin precedentes. Las empresas colombianas comenzaron a conquistar el continente: Grupo Éxito se expandió en Brasil y Uruguay; Bancolombia adquirió bancos en Panamá, Guatemala y El Salvador; Grupo Nutresa compró firmas en México, Estados Unidos y Chile; Ecopetrol se internacionalizó y emitió acciones en Nueva York.
Santos, pese a su ruptura con Uribe, mantuvo la apertura económica y alcanzó el mayor hito diplomático del país: la firma del acuerdo de paz con las FARC en 2016, que le valió el premio Nobel. Colombia ingresó a la OCDE y fue admitido como socio global de la OTAN en 2018, mientras consolidaba su imagen como un país moderno, estable y prometedor. Sin embargo, el aumento de la deuda pública con Santos es otra advertencia para nuestro país: sembró el descontento social que vendría después. Con Iván Duque, la estabilidad macroeconómica se sostuvo, pese a la pandemia y un creciente malestar, especialmente entre los jóvenes.
En 2022, la historia cambió. Por primera vez, Colombia eligió un presidente de izquierda: Gustavo Petro, un exguerrillero del M-19 con un discurso refundacional y una retórica permanente de confrontación. Lo que vino después fue un desmontaje sistemático del progreso acumulado. En lo económico, el país cayó en estanflación: bajo crecimiento, inflación elevada, caída de la inversión extranjera y una deuda pública que ya supera el 66 % del PIB. El déficit fiscal alcanzó el -6,8 % en 2024 y la inflación llegó a 13.1 %, la más alta en dos décadas. El costo de esta deuda ha convertido a Colombia en uno de los países más caros para financiarse, al punto que las evaluadoras de riesgo le han retirado el grado de inversión. Mientras que en Guatemala, si hacemos las cosas bien, estamos a un escalón de alcanzar.
En lo institucional, Petro ha tensionado el sistema democrático con reformas arbitrarias y amenazas de constituyente. Hace menos de un mes, un intento de asesinato contra el precandidato Miguel Uribe Turbay evocó los peores años de violencia política. Escándalos de corrupción y crisis ministeriales completan el cuadro de un gobierno que ha confundido el cambio con la destrucción.
Esta no es solo una historia de Petro, sino del olvido colectivo, de la ceguera ideológica, del desprecio por la experiencia. Tropezar con la misma piedra es una tragedia y permitirlo sabiendo lo que cuesta levantarse es desidia pura.
En lo social, el deterioro es alarmante: más de 950 000 personas afectadas por el conflicto armado en apenas cuatro meses de 2025; desplazamientos masivos; cierre de más de 1,200 prestadores de salud; colapso en regiones clave como el Catatumbo y el Pacífico. Con más de siete millones de desplazados, Colombia es el quinto país del mundo en esta categoría, después de Ucrania. Este hermoso país se ha convertido nuevamente en un campo de guerra.
En lo internacional, el aislamiento es evidente: ruptura con Israel, discursos de apoyo indirecto a Hamás, acercamiento a Irán, choques con Macron y sanciones de Estados Unidos, que han implicado aranceles, revocación de visas y pérdida de confianza de los mercados. La relación con el presidente argentino Javier Milei se ha tornado en un espectáculo de insultos ideológicos. Colombia, antes respetada, ahora es vista con desprecio y marginalización.
Este desastre no es obra del azar, sino de una decisión democrática. Muchos jóvenes colombianos —educados en democracia y sin memoria directa del horror narco— decidieron ignorar la historia y dejarse seducir por los cantos de sirena. Rechazaron el legado de sus padres y abuelos, lo desestimaron como «neoliberalismo», «clientelismo» o «vieja política», y votaron por un cambio radical. Lo mismo puede suceder en Nueva York si eligen al socialista radical Zohran Mamdani. Los despropósitos no son exclusivos de los latinoamericanos. Pero ese cambio llegó en forma de ruina. Es tentador destruir cuando se desconoce el costo de construir. Esa generación no vivió los años oscuros, no entendió lo que había significado levantar un país desde el caos, y hoy paga —junto al resto— las consecuencias de su decisión.
La historia ofrece un espejo claro. Países como Polonia, Estonia, Lituania, Letonia, Armenia o Georgia vivieron la opresión comunista y aprendieron. Hoy lideran el crecimiento económico en Europa del Este. Adoptaron libertad económica, apertura comercial, respeto institucional e integración internacional. Se convirtieron en motores de innovación, inversión y prosperidad. Aprendieron por el camino más duro, pero aprendieron.
En cambio, América Latina reincide. Países atrapados en la narrativa del Grupo de Puebla —México, Brasil, Colombia, Venezuela, Nicaragua, Cuba— han abrazado la retórica socialista solo para desembocar, una y otra vez, en crisis institucionales, empobrecimiento estructural y autoritarismo disfrazado de justicia social. Y en España, el ejemplo europeo que debiera advertir, partidos como el PSOE, Podemos y sus aliados han mostrado una tendencia cada vez más clara a desmontar la democracia desde adentro. Ese progresismo es, con frecuencia, el caballo de Troya del control estatal y la censura.
El que no conoce la historia tiende a repetirla. Los colombianos fueron vistos como parias, pero se levantaron con admirable esfuerzo… y, aun así, la mayoría dirigida por los jóvenes eligieron volver a caer. Esta no es solo una historia de Petro, sino del olvido colectivo, de la ceguera ideológica, del desprecio por la experiencia. Tropezar con la misma piedra es una tragedia y permitirlo sabiendo lo que cuesta levantarse es desidia pura. Colombia hoy no solo enfrenta una crisis: enfrenta un juicio de su propia conciencia. Y Guatemala, si no aprende de este caso, puede ser la próxima en repetirlo.
Y tropezó de nuevo con la misma piedra: la generación que llevó a la ruina a Colombia en una sola elección
Colombia, ejemplo reciente de resiliencia y crecimiento, se asoma peligrosamente al borde del colapso. A comienzos del siglo XXI, pasó de narcoestado a modelo regional de seguridad, inversión y modernización. El camino fue arduo, pero valió la pena: Colombia rehabilitó su imagen, conquistó mercados y recuperó la esperanza. Hoy, ese esfuerzo ha sido dinamitado por la irresponsabilidad de una generación que, desde la comodidad democrática, entregó el país al populismo ideológico, ignorando el ejemplo venezolano. En menos de cuatro años, Colombia ha retrocedido décadas. La violencia ha regresado, la economía se ha deteriorado, la imagen internacional ha caído y la institucionalidad se ha resquebrajado. El precio de una mala elección puede ser una generación perdida. Colombia es, una vez más, una advertencia para América Latina.
Durante los años ochenta y noventa, Colombia fue sitiada por el crimen organizado. Pablo Escobar y el Cartel de Medellín instauraron un régimen de terror que anulaba al Estado y ejecutaba una guerra abierta contra jueces, políticos, periodistas y civiles. Secuestros masivos, carros bomba y control territorial del narcotráfico convirtieron al país en una tierra sin ley. La inversión huía, el turismo era impensable y los colombianos vivían entre el miedo y la resignación.
Con la llegada de Álvaro Uribe en 2002, Colombia emprendió una reconstrucción institucional sin precedentes. Su política de seguridad democrática debilitó a las FARC y permitió al Estado recuperar territorios. Los homicidios y secuestros cayeron, y el ciudadano común volvió a caminar sin miedo. La confianza inversionista regresó. Con Uribe, la economía creció a un promedio del 4,5 % anual, se firmaron tratados de libre comercio y se inició una era de expansión empresarial sin precedentes. Las empresas colombianas comenzaron a conquistar el continente: Grupo Éxito se expandió en Brasil y Uruguay; Bancolombia adquirió bancos en Panamá, Guatemala y El Salvador; Grupo Nutresa compró firmas en México, Estados Unidos y Chile; Ecopetrol se internacionalizó y emitió acciones en Nueva York.
Santos, pese a su ruptura con Uribe, mantuvo la apertura económica y alcanzó el mayor hito diplomático del país: la firma del acuerdo de paz con las FARC en 2016, que le valió el premio Nobel. Colombia ingresó a la OCDE y fue admitido como socio global de la OTAN en 2018, mientras consolidaba su imagen como un país moderno, estable y prometedor. Sin embargo, el aumento de la deuda pública con Santos es otra advertencia para nuestro país: sembró el descontento social que vendría después. Con Iván Duque, la estabilidad macroeconómica se sostuvo, pese a la pandemia y un creciente malestar, especialmente entre los jóvenes.
En 2022, la historia cambió. Por primera vez, Colombia eligió un presidente de izquierda: Gustavo Petro, un exguerrillero del M-19 con un discurso refundacional y una retórica permanente de confrontación. Lo que vino después fue un desmontaje sistemático del progreso acumulado. En lo económico, el país cayó en estanflación: bajo crecimiento, inflación elevada, caída de la inversión extranjera y una deuda pública que ya supera el 66 % del PIB. El déficit fiscal alcanzó el -6,8 % en 2024 y la inflación llegó a 13.1 %, la más alta en dos décadas. El costo de esta deuda ha convertido a Colombia en uno de los países más caros para financiarse, al punto que las evaluadoras de riesgo le han retirado el grado de inversión. Mientras que en Guatemala, si hacemos las cosas bien, estamos a un escalón de alcanzar.
En lo institucional, Petro ha tensionado el sistema democrático con reformas arbitrarias y amenazas de constituyente. Hace menos de un mes, un intento de asesinato contra el precandidato Miguel Uribe Turbay evocó los peores años de violencia política. Escándalos de corrupción y crisis ministeriales completan el cuadro de un gobierno que ha confundido el cambio con la destrucción.
Esta no es solo una historia de Petro, sino del olvido colectivo, de la ceguera ideológica, del desprecio por la experiencia. Tropezar con la misma piedra es una tragedia y permitirlo sabiendo lo que cuesta levantarse es desidia pura.
En lo social, el deterioro es alarmante: más de 950 000 personas afectadas por el conflicto armado en apenas cuatro meses de 2025; desplazamientos masivos; cierre de más de 1,200 prestadores de salud; colapso en regiones clave como el Catatumbo y el Pacífico. Con más de siete millones de desplazados, Colombia es el quinto país del mundo en esta categoría, después de Ucrania. Este hermoso país se ha convertido nuevamente en un campo de guerra.
En lo internacional, el aislamiento es evidente: ruptura con Israel, discursos de apoyo indirecto a Hamás, acercamiento a Irán, choques con Macron y sanciones de Estados Unidos, que han implicado aranceles, revocación de visas y pérdida de confianza de los mercados. La relación con el presidente argentino Javier Milei se ha tornado en un espectáculo de insultos ideológicos. Colombia, antes respetada, ahora es vista con desprecio y marginalización.
Este desastre no es obra del azar, sino de una decisión democrática. Muchos jóvenes colombianos —educados en democracia y sin memoria directa del horror narco— decidieron ignorar la historia y dejarse seducir por los cantos de sirena. Rechazaron el legado de sus padres y abuelos, lo desestimaron como «neoliberalismo», «clientelismo» o «vieja política», y votaron por un cambio radical. Lo mismo puede suceder en Nueva York si eligen al socialista radical Zohran Mamdani. Los despropósitos no son exclusivos de los latinoamericanos. Pero ese cambio llegó en forma de ruina. Es tentador destruir cuando se desconoce el costo de construir. Esa generación no vivió los años oscuros, no entendió lo que había significado levantar un país desde el caos, y hoy paga —junto al resto— las consecuencias de su decisión.
La historia ofrece un espejo claro. Países como Polonia, Estonia, Lituania, Letonia, Armenia o Georgia vivieron la opresión comunista y aprendieron. Hoy lideran el crecimiento económico en Europa del Este. Adoptaron libertad económica, apertura comercial, respeto institucional e integración internacional. Se convirtieron en motores de innovación, inversión y prosperidad. Aprendieron por el camino más duro, pero aprendieron.
En cambio, América Latina reincide. Países atrapados en la narrativa del Grupo de Puebla —México, Brasil, Colombia, Venezuela, Nicaragua, Cuba— han abrazado la retórica socialista solo para desembocar, una y otra vez, en crisis institucionales, empobrecimiento estructural y autoritarismo disfrazado de justicia social. Y en España, el ejemplo europeo que debiera advertir, partidos como el PSOE, Podemos y sus aliados han mostrado una tendencia cada vez más clara a desmontar la democracia desde adentro. Ese progresismo es, con frecuencia, el caballo de Troya del control estatal y la censura.
El que no conoce la historia tiende a repetirla. Los colombianos fueron vistos como parias, pero se levantaron con admirable esfuerzo… y, aun así, la mayoría dirigida por los jóvenes eligieron volver a caer. Esta no es solo una historia de Petro, sino del olvido colectivo, de la ceguera ideológica, del desprecio por la experiencia. Tropezar con la misma piedra es una tragedia y permitirlo sabiendo lo que cuesta levantarse es desidia pura. Colombia hoy no solo enfrenta una crisis: enfrenta un juicio de su propia conciencia. Y Guatemala, si no aprende de este caso, puede ser la próxima en repetirlo.