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¿Y si el secreto de la riqueza estuviera escrito en leyes milenarias?

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Dr. Ramiro Bolaños |
01 de septiembre, 2025

¿Qué pasaría si el verdadero motor de la prosperidad no fueran los caudillos, ni los subsidios, ni las promesas de campaña, sino algo mucho más antiguo y sencillo: la confianza escrita en la ley? En mi columna anterior hablé de Guatemala y su pecado serial de invalidar la seguridad jurídica. Hoy quiero invitarlo a viajar atrás en el tiempo, a descubrir cómo pueblos lejanos y culturas distintas entendieron que solo cuando las reglas están claras —cuando nadie puede arrebatar lo nuestro de manera arbitraria— es posible generar riqueza para la mayoría.

Porque la historia de la confianza institucional no comenzó con George Washington ni con Ronald Reagan. Nació hace más de dos mil años, cuando un joven representante del pueblo romano llamado Terentilio Arsa propuso limitar la arbitrariedad de los cónsules. Su idea obligó a sentar en la misma mesa a tres fuerzas distintas: los cónsules como representantes de los magistrados principales, los senadores como voz de la aristocracia y los tribunos de la plebe en representación del pueblo. Ese equilibrio dio origen a un código escrito con reglas claras para todos. Con él nació la confianza en que la ley sería igual para ricos y pobres.

En el año 462 a.C., Terentilio presentó la Rogatio Terentilia: una propuesta para definir un código escrito que equilibrara los poderes de los cónsules y estableciera normas comunes para todos. Durante una década enfrentó resistencia, pero la presión de la plebe y la necesidad de evitar un colapso institucional llevaron a un acuerdo histórico. En 451–450 a.C., un colegio de diez magistrados redactó la Ley de las Doce Tablas, primer código legal romano. Allí quedaron garantizados derechos de propiedad, herencias, contratos y procedimientos judiciales. Imagine usted: esto ocurrió hace más de 2,400 años.

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Diez siglos después, en el sur de la península itálica, el ducado de Amalfi bajo Manso I se convirtió en la Alejandría del Mediterráneo medieval. Sus mercaderes atraían a árabes, bizantinos y europeos y consolidaron los Statuti di Amalfi: el primer código de derecho marítimo internacional de Europa. Allí se regulaban contratos, seguros y arbitrajes entre comerciantes de distintas naciones. Su moneda de oro, el tarì, era aceptada en todo el Mediterráneo, símbolo de estabilidad y confianza.

Más al norte, en las riberas del Báltico, en 1159, Enrique el León —duque de Sajonia y Baviera— refundó la ciudad de Lübeck con un objetivo claro: generar riqueza a través del comercio. Para ello impulsó el Derecho de Lübeck, que ofrecía igualdad de trato a comerciantes extranjeros, protección de la propiedad y un sistema de apelaciones justo. Ese marco jurídico dio confianza y convirtió a Lübeck en la “Reina de la Liga Hanseática”.

Décadas más tarde, en Venecia, el anciano dux Enrico Dandolo comprendió que para dominar el Mediterráneo no bastaban barcos ni alianzas: hacía falta confianza. En 1194 introdujo el grosso, una moneda de plata pura que durante siglos se mantuvo como referencia del comercio europeo. Estableció almacenes para mercaderes extranjeros —los fondachi, precursores de las zonas francas— y reformó las instituciones para garantizar estabilidad en las transacciones y confianza en el comercio.

Dos siglos más tarde, en Florencia, Giovanni di Bicci de’ Medici fundó el Banco Medici y se convirtió en uno de los miembros más influyentes de la Signoria, el consejo ejecutivo de la República Florentina. Introdujo auditorías y perfeccionó la letra de cambio, mecanismo que protegía al comerciante frente a la quiebra o el fraude. Devolvía confianza al crédito y a la inversión. Así, Florencia se convirtió en un polo financiero que atraía capital extranjero.

Unas décadas más tarde, del otro lado del Atlántico, Hiawatha fue artífice de la Confederación Iroquesa. Con la Gran Ley de la Paz, cinco naciones que habían vivido en guerra permanente se unieron en una federación inédita. El wampum —cinturones de conchas finamente trabajadas— servía como proto-moneda y soporte legal de tratados. Durante siglos, esa estructura atrajo a comerciantes franceses, ingleses y holandeses, interesados en el intercambio de pieles. Paradójicamente, en Europa los llamaban “bárbaros”, aunque sus instituciones daban más confianza que muchas monarquías.

Dos siglos después, en las costas del Báltico, otro héroe de la confianza dio su vida por defender esa misma causa. Conrad Letzkau, comerciante y alcalde de Danzig, se enfrentó a la poderosa Orden Teutónica que intentaba imponer tributos y controlar el comercio marítimo. Promovió la autonomía judicial y lideró la resistencia contra los abusos fiscales. En 1411 fue asesinado por los caballeros teutones, pero su martirio encendió la chispa de la independencia comercial de Danzig y la confianza de sus ciudadanos en la autonomía de la ciudad.

En el otro extremo del mundo, el pequeño Reino de Ryukyu —hoy parte de Japón, pero entonces un estado insular independiente— vivió su edad dorada bajo el reinado de Sho Shin. A los doce años ascendió al trono y durante medio siglo transformó un territorio fragmentado por caudillos en una comunidad unificada. Centralizó la administración y prohibió portar armas, asegurando paz duradera. Bajo su mando, Ryukyu se convirtió en un punto neurálgico del comercio asiático gracias a la confianza en un reino estable y pacífico.

Siglos después, en Europa oriental, Stanisław Poniatowski, rey de Polonia-Lituania entre 1764 y 1795, intentó modernizar un Estado debilitado por el liberum veto, aquella regla absurda que permitía que un solo diputado del parlamento bloqueara cualquier decisión legislativa. Promovió la Comisión de Educación Nacional —la primera autoridad educativa estatal de Europa—, fundó el Consejo Permanente como órgano ejecutivo colegiado y encargó al jurista Zamoyski un proyecto de reforma legal que limitaba privilegios aristocráticos. El esfuerzo culminó en la Constitución del 3 de mayo de 1791, considerada la primera carta magna liberal de Europa continental. En ella se consagraron la separación de poderes, el fortalecimiento del gobierno central y la protección de la propiedad y el comercio. Más allá de que la Mancomunidad terminó sucumbiendo a los intereses rusos y a la oposición interna, aquel marco legal permitió un desarrollo de riqueza incomparable en la región y devolvió confianza a una nación debilitada.

La historia es clara: los pueblos prósperos han limitado la arbitrariedad y creado instituciones confiables para el individuo. No se trataba de dar privilegios, sino de ofrecer reglas claras y permanentes. Guatemala, en cambio, sigue atrapada en el círculo vicioso de los caudillos y los intereses de grupo. La cancelación de concesiones, los contratos anulados a discreción, las licencias revocadas por capricho, nos han convertido en un país donde la inversión teme entrar y donde el futuro se reduce a sobrevivir o migrar. Y lo más grave: cuando se legisla, muchas veces no es para servir a todos, sino para favorecer a unos pocos. Basta recordar la propuesta de otorgar privilegios al etanol o de que el Estado invierta en centros ceremoniales en propiedad privada, ejemplos que muestran cómo se manipula la ley para beneficio de grupos cercanos al poder.

La lección de los héroes de la confianza es otra: las leyes deben ser el marco común de toda la sociedad, no un traje a la medida de unos cuantos. Solo así podemos hablar de una república libertaria: aquella que equilibra a magistrados, aristocracia y pueblo, que respeta la propiedad y el comercio, y que entiende que la prosperidad nace de la confianza.

Si desde hace más de 2,400 años vemos que la receta para la creación de la riqueza y la oportunidad para todos es muy parecida sin importar el lugar o el tiempo, ¿qué nos impide a los guatemaltecos dar ese paso hoy? Las repúblicas verdaderas no se fundan en discursos ni en privilegios, sino en leyes que todos respetan y que todos cumplen. El secreto de la riqueza siempre ha estado allí, escrito en piedra desde milenios. Guatemala no necesita inventar nada: solo recuperar la confianza en que la ley se aplica a todos. Lo único que falta es atrevernos a derribar nuestro muro de desconfianza y escribirlo en la Guatemala del siglo XXI.

¿Y si el secreto de la riqueza estuviera escrito en leyes milenarias?

Dr. Ramiro Bolaños |
01 de septiembre, 2025
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¿Qué pasaría si el verdadero motor de la prosperidad no fueran los caudillos, ni los subsidios, ni las promesas de campaña, sino algo mucho más antiguo y sencillo: la confianza escrita en la ley? En mi columna anterior hablé de Guatemala y su pecado serial de invalidar la seguridad jurídica. Hoy quiero invitarlo a viajar atrás en el tiempo, a descubrir cómo pueblos lejanos y culturas distintas entendieron que solo cuando las reglas están claras —cuando nadie puede arrebatar lo nuestro de manera arbitraria— es posible generar riqueza para la mayoría.

Porque la historia de la confianza institucional no comenzó con George Washington ni con Ronald Reagan. Nació hace más de dos mil años, cuando un joven representante del pueblo romano llamado Terentilio Arsa propuso limitar la arbitrariedad de los cónsules. Su idea obligó a sentar en la misma mesa a tres fuerzas distintas: los cónsules como representantes de los magistrados principales, los senadores como voz de la aristocracia y los tribunos de la plebe en representación del pueblo. Ese equilibrio dio origen a un código escrito con reglas claras para todos. Con él nació la confianza en que la ley sería igual para ricos y pobres.

En el año 462 a.C., Terentilio presentó la Rogatio Terentilia: una propuesta para definir un código escrito que equilibrara los poderes de los cónsules y estableciera normas comunes para todos. Durante una década enfrentó resistencia, pero la presión de la plebe y la necesidad de evitar un colapso institucional llevaron a un acuerdo histórico. En 451–450 a.C., un colegio de diez magistrados redactó la Ley de las Doce Tablas, primer código legal romano. Allí quedaron garantizados derechos de propiedad, herencias, contratos y procedimientos judiciales. Imagine usted: esto ocurrió hace más de 2,400 años.

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Diez siglos después, en el sur de la península itálica, el ducado de Amalfi bajo Manso I se convirtió en la Alejandría del Mediterráneo medieval. Sus mercaderes atraían a árabes, bizantinos y europeos y consolidaron los Statuti di Amalfi: el primer código de derecho marítimo internacional de Europa. Allí se regulaban contratos, seguros y arbitrajes entre comerciantes de distintas naciones. Su moneda de oro, el tarì, era aceptada en todo el Mediterráneo, símbolo de estabilidad y confianza.

Más al norte, en las riberas del Báltico, en 1159, Enrique el León —duque de Sajonia y Baviera— refundó la ciudad de Lübeck con un objetivo claro: generar riqueza a través del comercio. Para ello impulsó el Derecho de Lübeck, que ofrecía igualdad de trato a comerciantes extranjeros, protección de la propiedad y un sistema de apelaciones justo. Ese marco jurídico dio confianza y convirtió a Lübeck en la “Reina de la Liga Hanseática”.

Décadas más tarde, en Venecia, el anciano dux Enrico Dandolo comprendió que para dominar el Mediterráneo no bastaban barcos ni alianzas: hacía falta confianza. En 1194 introdujo el grosso, una moneda de plata pura que durante siglos se mantuvo como referencia del comercio europeo. Estableció almacenes para mercaderes extranjeros —los fondachi, precursores de las zonas francas— y reformó las instituciones para garantizar estabilidad en las transacciones y confianza en el comercio.

Dos siglos más tarde, en Florencia, Giovanni di Bicci de’ Medici fundó el Banco Medici y se convirtió en uno de los miembros más influyentes de la Signoria, el consejo ejecutivo de la República Florentina. Introdujo auditorías y perfeccionó la letra de cambio, mecanismo que protegía al comerciante frente a la quiebra o el fraude. Devolvía confianza al crédito y a la inversión. Así, Florencia se convirtió en un polo financiero que atraía capital extranjero.

Unas décadas más tarde, del otro lado del Atlántico, Hiawatha fue artífice de la Confederación Iroquesa. Con la Gran Ley de la Paz, cinco naciones que habían vivido en guerra permanente se unieron en una federación inédita. El wampum —cinturones de conchas finamente trabajadas— servía como proto-moneda y soporte legal de tratados. Durante siglos, esa estructura atrajo a comerciantes franceses, ingleses y holandeses, interesados en el intercambio de pieles. Paradójicamente, en Europa los llamaban “bárbaros”, aunque sus instituciones daban más confianza que muchas monarquías.

Dos siglos después, en las costas del Báltico, otro héroe de la confianza dio su vida por defender esa misma causa. Conrad Letzkau, comerciante y alcalde de Danzig, se enfrentó a la poderosa Orden Teutónica que intentaba imponer tributos y controlar el comercio marítimo. Promovió la autonomía judicial y lideró la resistencia contra los abusos fiscales. En 1411 fue asesinado por los caballeros teutones, pero su martirio encendió la chispa de la independencia comercial de Danzig y la confianza de sus ciudadanos en la autonomía de la ciudad.

En el otro extremo del mundo, el pequeño Reino de Ryukyu —hoy parte de Japón, pero entonces un estado insular independiente— vivió su edad dorada bajo el reinado de Sho Shin. A los doce años ascendió al trono y durante medio siglo transformó un territorio fragmentado por caudillos en una comunidad unificada. Centralizó la administración y prohibió portar armas, asegurando paz duradera. Bajo su mando, Ryukyu se convirtió en un punto neurálgico del comercio asiático gracias a la confianza en un reino estable y pacífico.

Siglos después, en Europa oriental, Stanisław Poniatowski, rey de Polonia-Lituania entre 1764 y 1795, intentó modernizar un Estado debilitado por el liberum veto, aquella regla absurda que permitía que un solo diputado del parlamento bloqueara cualquier decisión legislativa. Promovió la Comisión de Educación Nacional —la primera autoridad educativa estatal de Europa—, fundó el Consejo Permanente como órgano ejecutivo colegiado y encargó al jurista Zamoyski un proyecto de reforma legal que limitaba privilegios aristocráticos. El esfuerzo culminó en la Constitución del 3 de mayo de 1791, considerada la primera carta magna liberal de Europa continental. En ella se consagraron la separación de poderes, el fortalecimiento del gobierno central y la protección de la propiedad y el comercio. Más allá de que la Mancomunidad terminó sucumbiendo a los intereses rusos y a la oposición interna, aquel marco legal permitió un desarrollo de riqueza incomparable en la región y devolvió confianza a una nación debilitada.

La historia es clara: los pueblos prósperos han limitado la arbitrariedad y creado instituciones confiables para el individuo. No se trataba de dar privilegios, sino de ofrecer reglas claras y permanentes. Guatemala, en cambio, sigue atrapada en el círculo vicioso de los caudillos y los intereses de grupo. La cancelación de concesiones, los contratos anulados a discreción, las licencias revocadas por capricho, nos han convertido en un país donde la inversión teme entrar y donde el futuro se reduce a sobrevivir o migrar. Y lo más grave: cuando se legisla, muchas veces no es para servir a todos, sino para favorecer a unos pocos. Basta recordar la propuesta de otorgar privilegios al etanol o de que el Estado invierta en centros ceremoniales en propiedad privada, ejemplos que muestran cómo se manipula la ley para beneficio de grupos cercanos al poder.

La lección de los héroes de la confianza es otra: las leyes deben ser el marco común de toda la sociedad, no un traje a la medida de unos cuantos. Solo así podemos hablar de una república libertaria: aquella que equilibra a magistrados, aristocracia y pueblo, que respeta la propiedad y el comercio, y que entiende que la prosperidad nace de la confianza.

Si desde hace más de 2,400 años vemos que la receta para la creación de la riqueza y la oportunidad para todos es muy parecida sin importar el lugar o el tiempo, ¿qué nos impide a los guatemaltecos dar ese paso hoy? Las repúblicas verdaderas no se fundan en discursos ni en privilegios, sino en leyes que todos respetan y que todos cumplen. El secreto de la riqueza siempre ha estado allí, escrito en piedra desde milenios. Guatemala no necesita inventar nada: solo recuperar la confianza en que la ley se aplica a todos. Lo único que falta es atrevernos a derribar nuestro muro de desconfianza y escribirlo en la Guatemala del siglo XXI.

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