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Un menú de infraestructura: propuestas para Guatemala con sentido de la historia

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Dr. Ramiro Bolaños |
13 de octubre, 2025

Desde Momostenango hasta el Atlántico hay menos de trescientos kilómetros en línea recta, pero esa distancia puede tomar más de doce horas en recorrerse para un agricultor que transporta su carga hasta Puerto Barrios. Si el destino final de su producto es el puerto de Amberes, el viaje completo —entre carreteras, aduanas y esperas— puede tardar hasta veinticuatro días. Un productor panameño, en cambio, recorre el trayecto entre Chiriquí y Colón en cinco horas, y su mercancía llega a Europa en poco más de dos semanas. Esa es la diferencia entre una economía que compite y una que se resigna a su geografía.

Guatemala, situada en la parte más angosta del istmo centroamericano y bendecida con dos océanos e incontables valles que podrían funcionar como autopistas naturales, ha sufrido por décadas el costo invisible de la negligencia y el abandono del gobierno y de la sociedad. Cada carretera con hoyos y cada hora perdida en colas interminables son barreras para el desarrollo. Mientras el mundo ha invertido en corredores interoceánicos y puertos eficientes, Guatemala ha dejado que su economía se enrede en distancias que no deberían existir.

La historia ha demostrado que los países que han querido mejorar drásticamente la vida de sus ciudadanos han apostado por grandes proyectos logísticos capaces de transformar una selva en un canal o unos humedales en corredores productivos. A comienzos del siglo XII, en el norte de Italia, los ingenieros lombardos trazaron los primeros Navigli, que Leonardo da Vinci perfeccionó tres siglos más tarde para unir Milán con el río Po y con el mar Adriático. Aquellos canales convirtieron una planicie pantanosa en el motor agrícola e industrial de la zona más rica de Italia. En 1694, Francia inauguró el Canal du Midi —también llamado de los Dos Océanos—, que por primera vez unió el Atlántico con el Mediterráneo sin rodear la Península Ibérica. En 1817, DeWitt Clinton convenció a la legislatura de Nueva York de construir el canal que unió el lago Erie con el río Hudson. Ocho años más tarde, esa obra redujo el costo de transporte en más del noventa por ciento y disparó el comercio hacia el interior de los Estados Unidos. En 1832, los suecos culminaron el canal Göta, una proeza que conectó los lagos Vänern y Vättern con el mar Báltico, domando un relieve tan abrupto como el nuestro. Y en el siglo XX, los neerlandeses transformaron Rotterdam en la gran arteria logística de Europa.

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Cada una de esas obras nació de la misma convicción: que el desarrollo no se predica, se construye. Y cada una ha probado que incluso un país pequeño puede cambiar su destino cuando decide reducir la distancia entre su gente y sus mercados.

Guatemala puede hacerlo también. En la Transversal del Norte, una red de microcanales revestidos, compuertas simples y bombeo solar permitiría irrigar más de veinte mil hectáreas con una inversión de sesenta millones de dólares. El riego estabilizaría la producción del cacao, de la pimienta gorda y duplicaría la productividad de la palma africana. Ese proyecto elevaría las exportaciones agrícolas en más de doscientos millones de dólares anuales y mejoraría los ingresos de unas diez mil familias rurales. Su retorno social sería inmediato: menos migración, más empleo y mayor estabilidad alimentaria.

Desde Huehuetenango hasta el Pacífico, una ruta moderna con tres puentes y un centro logístico con cadena de frío bastaría para reducir en un tercio el tiempo de traslado y duplicar la capacidad exportadora de Occidente. Con una inversión de doscientos millones de dólares, esta obra aumentaría la competitividad de las hortalizas de altura, el café y las frutas templadas destinadas a Centroamérica, Estados Unidos y Europa. Cada hora ganada en transporte podría salvar toneladas de arveja, brócoli y ejote de perderse en el camino. Es una inversión que se paga sola: reducir mermas, mejorar precios y hacer rentable el trabajo en las montañas.

El Lago de Izabal ha dormido durante siglos entre montañas verdes y ríos caudalosos. Hoy podría despertar como el corazón de una nueva ruta fluvial. Como el canal que unió el lago Erie con el río Hudson y transformó el comercio interior de Estados Unidos, Guatemala podría conectar El Estor con Puerto Barrios a través de una vía de barcazas ligeras, dragada a apenas cuatro metros de calado. Con una inversión de ochenta millones de dólares, esa infraestructura reduciría hasta en un cuarenta por ciento el costo logístico del café de Cobán, del cardamomo —nuestro oro verde— y de las maderas que bajan de las Verapaces. Un muelle flotante, una grúa móvil y la coordinación con los puertos del Atlántico bastarían para que Izabal volviera a ser un corredor de abundancia. Sería un proyecto visible y tangible: cuando el agua vuelve a tener propósito, también vuelve la esperanza.

En la costa atlántica, Puerto Barrios y Santo Tomás de Castilla se miran de frente, separados por apenas veinte kilómetros de bahía, pero su desconexión cuesta millones. La Región Logística Libre del Atlántico —la RLLA— busca integrarlos bajo un mismo sistema operativo con tarifas coordinadas y una plataforma digital compartida. Con una inversión de doscientos cincuenta millones de dólares, la RLLA podría movilizar tres millones de toneladas adicionales de exportaciones —desde banano, azúcar y café hasta manufacturas livianas—, mientras acelera las importaciones esenciales que van desde fertilizantes para el campesino, maquinaria para el industrial hasta insumos médicos para los enfermos, abaratando la vida y los costos de producción. Convertida en una sola plataforma de eficiencia, la RLLA volverá a ser un corredor de abundancia.

Guatemala puede unir también sus dos océanos. Un ferrocarril de carga moderna bastaría para conectar Santo Tomás de Castilla con Puerto Quetzal en menos de diez horas. Con una inversión inicial de mil doscientos millones de dólares, el canal seco transformaría el papel del país en el comercio mundial, movilizando hasta un millón de contenedores anuales y aumentando en más de mil quinientos millones de dólares las exportaciones directas. Integrado a la RLLA y a la red ferroviaria nacional, este corredor podría duplicar la eficiencia logística y generar más de quince mil empleos directos e indirectos. Su retorno sería nacional: un país articulado y competitivo.

La segunda oleada de proyectos debería mirar hacia Petén, la Costa Sur y el eje que une Las Chinamas con Puerto de Alvarado. Petén ofrece un potencial extraordinario para el riego comunitario con energía solar y para la logística fluvial de bajo impacto. La Costa Sur necesita eficiencia: patios secos, trazabilidad y mejores carreteras. Y el corredor Las Chinamas–Alvarado, de seis carriles, completaría el mapa de una Guatemala que vuelve a integrarse al mundo.

Todo esto puede financiarse sin nuevos impuestos. Renegociar los intereses de la deuda en apenas un once por ciento liberaría trescientos millones de dólares anuales, suficientes para cubrir la parte pública mientras el capital privado asume el resto mediante concesiones. En ocho años, esa inversión generaría cien mil empleos, incrementaría las exportaciones en más del veinte por ciento y añadiría tres mil millones de dólares al PIB. Cada dólar invertido ha demostrado multiplicar entre 1.6 y 2.0 dólares en beneficio económico, lo que representa un beneficio social cercano a seis mil millones de dólares en bienestar, empleo y ahorro logístico.

En lugar de seguir viéndonos las caras enfrentados, pongámonos de acuerdo para ver juntos en la misma dirección. El tiempo es el recurso más caro y el único que no vuelve. Bien decían los abuelos: el tiempo perdido hasta los santos lo lloran. Guatemala no necesita promesas imposibles: necesita corredores que funcionen. La república se fortalece cuando convierte sus valles en rutas, sus ríos en comercio y su historia en una guía para construir futuro.

Un menú de infraestructura: propuestas para Guatemala con sentido de la historia

Dr. Ramiro Bolaños |
13 de octubre, 2025
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Desde Momostenango hasta el Atlántico hay menos de trescientos kilómetros en línea recta, pero esa distancia puede tomar más de doce horas en recorrerse para un agricultor que transporta su carga hasta Puerto Barrios. Si el destino final de su producto es el puerto de Amberes, el viaje completo —entre carreteras, aduanas y esperas— puede tardar hasta veinticuatro días. Un productor panameño, en cambio, recorre el trayecto entre Chiriquí y Colón en cinco horas, y su mercancía llega a Europa en poco más de dos semanas. Esa es la diferencia entre una economía que compite y una que se resigna a su geografía.

Guatemala, situada en la parte más angosta del istmo centroamericano y bendecida con dos océanos e incontables valles que podrían funcionar como autopistas naturales, ha sufrido por décadas el costo invisible de la negligencia y el abandono del gobierno y de la sociedad. Cada carretera con hoyos y cada hora perdida en colas interminables son barreras para el desarrollo. Mientras el mundo ha invertido en corredores interoceánicos y puertos eficientes, Guatemala ha dejado que su economía se enrede en distancias que no deberían existir.

La historia ha demostrado que los países que han querido mejorar drásticamente la vida de sus ciudadanos han apostado por grandes proyectos logísticos capaces de transformar una selva en un canal o unos humedales en corredores productivos. A comienzos del siglo XII, en el norte de Italia, los ingenieros lombardos trazaron los primeros Navigli, que Leonardo da Vinci perfeccionó tres siglos más tarde para unir Milán con el río Po y con el mar Adriático. Aquellos canales convirtieron una planicie pantanosa en el motor agrícola e industrial de la zona más rica de Italia. En 1694, Francia inauguró el Canal du Midi —también llamado de los Dos Océanos—, que por primera vez unió el Atlántico con el Mediterráneo sin rodear la Península Ibérica. En 1817, DeWitt Clinton convenció a la legislatura de Nueva York de construir el canal que unió el lago Erie con el río Hudson. Ocho años más tarde, esa obra redujo el costo de transporte en más del noventa por ciento y disparó el comercio hacia el interior de los Estados Unidos. En 1832, los suecos culminaron el canal Göta, una proeza que conectó los lagos Vänern y Vättern con el mar Báltico, domando un relieve tan abrupto como el nuestro. Y en el siglo XX, los neerlandeses transformaron Rotterdam en la gran arteria logística de Europa.

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Cada una de esas obras nació de la misma convicción: que el desarrollo no se predica, se construye. Y cada una ha probado que incluso un país pequeño puede cambiar su destino cuando decide reducir la distancia entre su gente y sus mercados.

Guatemala puede hacerlo también. En la Transversal del Norte, una red de microcanales revestidos, compuertas simples y bombeo solar permitiría irrigar más de veinte mil hectáreas con una inversión de sesenta millones de dólares. El riego estabilizaría la producción del cacao, de la pimienta gorda y duplicaría la productividad de la palma africana. Ese proyecto elevaría las exportaciones agrícolas en más de doscientos millones de dólares anuales y mejoraría los ingresos de unas diez mil familias rurales. Su retorno social sería inmediato: menos migración, más empleo y mayor estabilidad alimentaria.

Desde Huehuetenango hasta el Pacífico, una ruta moderna con tres puentes y un centro logístico con cadena de frío bastaría para reducir en un tercio el tiempo de traslado y duplicar la capacidad exportadora de Occidente. Con una inversión de doscientos millones de dólares, esta obra aumentaría la competitividad de las hortalizas de altura, el café y las frutas templadas destinadas a Centroamérica, Estados Unidos y Europa. Cada hora ganada en transporte podría salvar toneladas de arveja, brócoli y ejote de perderse en el camino. Es una inversión que se paga sola: reducir mermas, mejorar precios y hacer rentable el trabajo en las montañas.

El Lago de Izabal ha dormido durante siglos entre montañas verdes y ríos caudalosos. Hoy podría despertar como el corazón de una nueva ruta fluvial. Como el canal que unió el lago Erie con el río Hudson y transformó el comercio interior de Estados Unidos, Guatemala podría conectar El Estor con Puerto Barrios a través de una vía de barcazas ligeras, dragada a apenas cuatro metros de calado. Con una inversión de ochenta millones de dólares, esa infraestructura reduciría hasta en un cuarenta por ciento el costo logístico del café de Cobán, del cardamomo —nuestro oro verde— y de las maderas que bajan de las Verapaces. Un muelle flotante, una grúa móvil y la coordinación con los puertos del Atlántico bastarían para que Izabal volviera a ser un corredor de abundancia. Sería un proyecto visible y tangible: cuando el agua vuelve a tener propósito, también vuelve la esperanza.

En la costa atlántica, Puerto Barrios y Santo Tomás de Castilla se miran de frente, separados por apenas veinte kilómetros de bahía, pero su desconexión cuesta millones. La Región Logística Libre del Atlántico —la RLLA— busca integrarlos bajo un mismo sistema operativo con tarifas coordinadas y una plataforma digital compartida. Con una inversión de doscientos cincuenta millones de dólares, la RLLA podría movilizar tres millones de toneladas adicionales de exportaciones —desde banano, azúcar y café hasta manufacturas livianas—, mientras acelera las importaciones esenciales que van desde fertilizantes para el campesino, maquinaria para el industrial hasta insumos médicos para los enfermos, abaratando la vida y los costos de producción. Convertida en una sola plataforma de eficiencia, la RLLA volverá a ser un corredor de abundancia.

Guatemala puede unir también sus dos océanos. Un ferrocarril de carga moderna bastaría para conectar Santo Tomás de Castilla con Puerto Quetzal en menos de diez horas. Con una inversión inicial de mil doscientos millones de dólares, el canal seco transformaría el papel del país en el comercio mundial, movilizando hasta un millón de contenedores anuales y aumentando en más de mil quinientos millones de dólares las exportaciones directas. Integrado a la RLLA y a la red ferroviaria nacional, este corredor podría duplicar la eficiencia logística y generar más de quince mil empleos directos e indirectos. Su retorno sería nacional: un país articulado y competitivo.

La segunda oleada de proyectos debería mirar hacia Petén, la Costa Sur y el eje que une Las Chinamas con Puerto de Alvarado. Petén ofrece un potencial extraordinario para el riego comunitario con energía solar y para la logística fluvial de bajo impacto. La Costa Sur necesita eficiencia: patios secos, trazabilidad y mejores carreteras. Y el corredor Las Chinamas–Alvarado, de seis carriles, completaría el mapa de una Guatemala que vuelve a integrarse al mundo.

Todo esto puede financiarse sin nuevos impuestos. Renegociar los intereses de la deuda en apenas un once por ciento liberaría trescientos millones de dólares anuales, suficientes para cubrir la parte pública mientras el capital privado asume el resto mediante concesiones. En ocho años, esa inversión generaría cien mil empleos, incrementaría las exportaciones en más del veinte por ciento y añadiría tres mil millones de dólares al PIB. Cada dólar invertido ha demostrado multiplicar entre 1.6 y 2.0 dólares en beneficio económico, lo que representa un beneficio social cercano a seis mil millones de dólares en bienestar, empleo y ahorro logístico.

En lugar de seguir viéndonos las caras enfrentados, pongámonos de acuerdo para ver juntos en la misma dirección. El tiempo es el recurso más caro y el único que no vuelve. Bien decían los abuelos: el tiempo perdido hasta los santos lo lloran. Guatemala no necesita promesas imposibles: necesita corredores que funcionen. La república se fortalece cuando convierte sus valles en rutas, sus ríos en comercio y su historia en una guía para construir futuro.

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