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Un año de virtud: por qué la libertad necesita carácter

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Dr. Ramiro Bolaños |
16 de junio, 2025

Hace un año comencé a escribir esta columna con una inquietud que aún me acompaña: ¿puede una sociedad ser libre sin ciudadanos virtuosos? Hoy, al celebrar este primer aniversario en República, vuelvo al tema con renovada convicción y gratitud, inspirado por un gran pensador y amigo, Sebastián Landoni, cuyo ensayo sobre virtud y florecimiento humano ofrece un marco lúcido para entender el rol moral del individuo en la creación de riqueza.

Guatemala atraviesa una etapa temprana de integración económica, aún anclada en los primeros pasos del comercio, la división del trabajo y la agregación básica de valor. En este contexto, el valor no es solo un precio de mercado: es una expresión humana, una forma de dignificar al prójimo al poner nuestras capacidades al servicio de otros. Así lo entendieron Adam Smith y Carl Menger: el valor surge cuando el intercambio es voluntario, pacífico y mutuamente beneficioso.

Sin embargo, la creación de valor no basta para alcanzar prosperidad. Se requiere dar el siguiente paso: acumular capital. Hoy, nuestra acumulación bruta de capital fijo apenas ronda el 16 % del PIB, muy por debajo del umbral del 23 % que han alcanzado las naciones que prosperaron. Esa es la frontera que separa a los países que subsisten de aquellos que crecen. Alcanzarla significa invertir más, producir más, ahorrar más y confiar más, porque sin confianza, la inversión no se arriesga ni el capital circula.

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Y es allí donde entran las instituciones. No las de papel, sino las que definen los límites morales y legales del sistema. Un mercado sin reglas degenera en abuso; un mercado sin virtud, en decadencia. Como señaló Hayek, el orden espontáneo solo funciona cuando los participantes aceptan un marco de responsabilidad y límites. Ese marco no se impone desde arriba: se cultiva desde adentro. Es un orden moral, no simplemente jurídico.

Sebastián Landoni lo dice sin rodeos: el crecimiento económico y el florecimiento humano no pueden sostenerse sin virtud. La economía es una ciencia humana antes que matemática. Cada decisión económica encarna un juicio moral. Por eso, autores como McCloskey, Otteson, Horwitz y Shils han insistido en que la libertad de mercado requiere un tejido invisible de confianza, carácter y responsabilidad. No basta con la ley ni con los incentivos: se necesita virtud.

¿Y cuáles son esas virtudes? Algunas ya nos resultan familiares: honestidad, laboriosidad, generosidad, perseverancia, responsabilidad. Otras requieren más atención: gratitud, templanza, esperanza, prudencia, fortaleza. Pero hay dos que quiero destacar por su relevancia práctica en el contexto guatemalteco: eficiencia y puntualidad. Eficiencia, porque gestionar bien los recursos escasos es una obligación moral; puntualidad, porque respetar el tiempo del otro es un acto de civilidad y orden interior.

En un país como Guatemala, donde todo está por hacerse, la verdadera revolución no será televisada ni decretada desde un púlpito o una asamblea. Ocurrirá en silencio, en la conciencia de cada ciudadano que decida vivir con virtud.

 

Pero la virtud no puede ser solo una elección individual del presente. Es también un legado que estamos obligados a transmitir. Los que creemos en la libertad tenemos el deber de enseñar a las nuevas generaciones el modelo clásico de virtud: el que viene de Aristóteles, de Marco Aurelio, de Agustín de Hipona, de Tomás de Aquino, de San Juan Pablo II. Ese modelo, forjado en la tradición judeocristiana, fue el cimiento de la civilización occidental que llevó a la humanidad a los mayores niveles de desarrollo, dignidad y riqueza jamás alcanzados.

Abandonar ese legado —por moda, ignorancia o cobardía— es traicionar no solo a los que nos precedieron, sino a los que aún no han nacido. Y el precio será alto: el vacío moral se llena rápido de autoritarismo, de igualitarismo impuesto, de caos institucional, de nuevas formas de absolutismo disfrazadas de justicia social. Sin virtud, la libertad no sobrevive. Y sin libertad, lo que nos queda no es progreso, sino servidumbre.

He dejado fuera del listado una virtud que Sebastián Landoni menciona: la obediencia. En una república libre, no buscamos súbditos obedientes, sino ciudadanos responsables. La virtud que necesitamos no es la sumisión, sino el compromiso. No es la obediencia ciega, sino la fidelidad a principios superiores: la libertad, la verdad, la justicia.

La libertad no se impone: se merece cuando la construimos desde la voluntad de cada uno. Es una obra íntima y colectiva a la vez. No nace de decretos ni de ideologías, sino del carácter cotidiano con el que enfrentamos cada decisión moral: pagar a tiempo, cumplir la palabra, decir la verdad, cuidar lo que es de todos, resistir la tentación de lo fácil.

En un país como Guatemala, donde todo está por hacerse, la verdadera revolución no será televisada ni decretada desde un púlpito o una asamblea. Ocurrirá en silencio, en la conciencia de cada ciudadano que decida vivir con virtud.

Y cuando eso pase —cuando seamos muchos los que elijamos el bien aun sin que nadie nos mire—, entonces la libertad ya no será promesa ni discurso: será destino.

 

Un año de virtud: por qué la libertad necesita carácter

Dr. Ramiro Bolaños |
16 de junio, 2025
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Hace un año comencé a escribir esta columna con una inquietud que aún me acompaña: ¿puede una sociedad ser libre sin ciudadanos virtuosos? Hoy, al celebrar este primer aniversario en República, vuelvo al tema con renovada convicción y gratitud, inspirado por un gran pensador y amigo, Sebastián Landoni, cuyo ensayo sobre virtud y florecimiento humano ofrece un marco lúcido para entender el rol moral del individuo en la creación de riqueza.

Guatemala atraviesa una etapa temprana de integración económica, aún anclada en los primeros pasos del comercio, la división del trabajo y la agregación básica de valor. En este contexto, el valor no es solo un precio de mercado: es una expresión humana, una forma de dignificar al prójimo al poner nuestras capacidades al servicio de otros. Así lo entendieron Adam Smith y Carl Menger: el valor surge cuando el intercambio es voluntario, pacífico y mutuamente beneficioso.

Sin embargo, la creación de valor no basta para alcanzar prosperidad. Se requiere dar el siguiente paso: acumular capital. Hoy, nuestra acumulación bruta de capital fijo apenas ronda el 16 % del PIB, muy por debajo del umbral del 23 % que han alcanzado las naciones que prosperaron. Esa es la frontera que separa a los países que subsisten de aquellos que crecen. Alcanzarla significa invertir más, producir más, ahorrar más y confiar más, porque sin confianza, la inversión no se arriesga ni el capital circula.

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Y es allí donde entran las instituciones. No las de papel, sino las que definen los límites morales y legales del sistema. Un mercado sin reglas degenera en abuso; un mercado sin virtud, en decadencia. Como señaló Hayek, el orden espontáneo solo funciona cuando los participantes aceptan un marco de responsabilidad y límites. Ese marco no se impone desde arriba: se cultiva desde adentro. Es un orden moral, no simplemente jurídico.

Sebastián Landoni lo dice sin rodeos: el crecimiento económico y el florecimiento humano no pueden sostenerse sin virtud. La economía es una ciencia humana antes que matemática. Cada decisión económica encarna un juicio moral. Por eso, autores como McCloskey, Otteson, Horwitz y Shils han insistido en que la libertad de mercado requiere un tejido invisible de confianza, carácter y responsabilidad. No basta con la ley ni con los incentivos: se necesita virtud.

¿Y cuáles son esas virtudes? Algunas ya nos resultan familiares: honestidad, laboriosidad, generosidad, perseverancia, responsabilidad. Otras requieren más atención: gratitud, templanza, esperanza, prudencia, fortaleza. Pero hay dos que quiero destacar por su relevancia práctica en el contexto guatemalteco: eficiencia y puntualidad. Eficiencia, porque gestionar bien los recursos escasos es una obligación moral; puntualidad, porque respetar el tiempo del otro es un acto de civilidad y orden interior.

En un país como Guatemala, donde todo está por hacerse, la verdadera revolución no será televisada ni decretada desde un púlpito o una asamblea. Ocurrirá en silencio, en la conciencia de cada ciudadano que decida vivir con virtud.

 

Pero la virtud no puede ser solo una elección individual del presente. Es también un legado que estamos obligados a transmitir. Los que creemos en la libertad tenemos el deber de enseñar a las nuevas generaciones el modelo clásico de virtud: el que viene de Aristóteles, de Marco Aurelio, de Agustín de Hipona, de Tomás de Aquino, de San Juan Pablo II. Ese modelo, forjado en la tradición judeocristiana, fue el cimiento de la civilización occidental que llevó a la humanidad a los mayores niveles de desarrollo, dignidad y riqueza jamás alcanzados.

Abandonar ese legado —por moda, ignorancia o cobardía— es traicionar no solo a los que nos precedieron, sino a los que aún no han nacido. Y el precio será alto: el vacío moral se llena rápido de autoritarismo, de igualitarismo impuesto, de caos institucional, de nuevas formas de absolutismo disfrazadas de justicia social. Sin virtud, la libertad no sobrevive. Y sin libertad, lo que nos queda no es progreso, sino servidumbre.

He dejado fuera del listado una virtud que Sebastián Landoni menciona: la obediencia. En una república libre, no buscamos súbditos obedientes, sino ciudadanos responsables. La virtud que necesitamos no es la sumisión, sino el compromiso. No es la obediencia ciega, sino la fidelidad a principios superiores: la libertad, la verdad, la justicia.

La libertad no se impone: se merece cuando la construimos desde la voluntad de cada uno. Es una obra íntima y colectiva a la vez. No nace de decretos ni de ideologías, sino del carácter cotidiano con el que enfrentamos cada decisión moral: pagar a tiempo, cumplir la palabra, decir la verdad, cuidar lo que es de todos, resistir la tentación de lo fácil.

En un país como Guatemala, donde todo está por hacerse, la verdadera revolución no será televisada ni decretada desde un púlpito o una asamblea. Ocurrirá en silencio, en la conciencia de cada ciudadano que decida vivir con virtud.

Y cuando eso pase —cuando seamos muchos los que elijamos el bien aun sin que nadie nos mire—, entonces la libertad ya no será promesa ni discurso: será destino.

 

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