El Tren Maya se anunció como la gran obra de infraestructura que transformaría el sureste de México. Prometía conectar destinos turísticos de talla mundial, impulsar el desarrollo regional, generar empleo y convertirse en un motor económico y social para todas las comunidades. Desde su concepción, el proyecto se presentó como un símbolo de progreso y modernidad, respaldado por un discurso sobre el orgullo nacional como al rescate cultural de una región históricamente marginada.
En el 2018 se anunció un presupuesto estimado de 150 000 millones de pesos para su construcción. Hoy, de acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad, el costo real superó los 500 000 millones de pesos. Esto significa que el gasto se triplicó respecto a lo previsto, sin que exista una explicación técnica para el incremento ni una auditoría que transparente el destino de esos recursos. Las observaciones de la Auditoría Superior de la Federación señalaron deficiencias en la planeación, cambios constantes en el trazo y contratación bajo esquemas opacos que dificultaron evaluar si el dinero fue utilizado con eficiencia.
Más preocupante aún es la baja eficiencia operativa. Aunque los trenes ya recorren los tramos inaugurados y el circuito está formalmente en funcionamiento, el flujo de pasajeros está muy por debajo de lo proyectado. Las cifras oficiales y los reportes periodísticos coinciden: el Tren Maya transporta apenas el 19 % de la demanda esperada, con un promedio de 1650 pasajeros diarios, en comparación a la meta de más de 8200. Esta brecha obligó al gobierno a lanzar paquetes turísticos que incluyen descuentos en vuelos, hospedaje y boletos del tren, en un intento por atraer usuarios. La medida, aunque creativa, evidencia una dependencia creciente de subsidios para sostener la operación.
El dato más alarmante para cualquier análisis de viabilidad es el cálculo de rentabilidad: por cada peso que el Tren Maya genera en ingresos, recibe 108 pesos del gobierno, lo que representa un subsidio de más del 11 000 %.
Guatemala ya está en pláticas con México para replicar ese mismo modelo de Tren Maya. La pregunta es inevitable: ¿Por qué querríamos importar más de lo que no funciona?
Este no es un modelo de negocio sostenible; es, más bien, una carga recurrente para el presupuesto público que limita la capacidad del Estado para invertir en otras áreas prioritarias como salud, educación o infraestructura básica en zonas rurales.
A ello se suman controversias legales y ambientales. Más de 50 amparos siguen activos, organizaciones ambientales documentaron la tala de miles de árboles y daños a sistemas subterráneos de agua. Aunque el propio gobierno reconoció la necesidad de una reparación ambiental integral, el daño ya está hecho y la recuperación podría tardar décadas.
En el balance, el Tren Maya no puede catalogarse como un éxito rotundo. Funciona, sí, pero lo hace con una demanda muy por debajo de lo esperado, a un costo astronómico y con un alto precio ecológico. Es un recordatorio de que las grandes obras no se miden solo por su tamaño o por el discurso político que las envuelve, sino por su eficiencia, transparencia y beneficio real para la población.
México necesita infraestructura moderna y conectividad regional. Lo que no necesita es repetir la historia de megaproyectos que se convierten en símbolos de gasto excesivo y de promesas incumplidas. El Tren Maya, por ahora, corre más en el terreno de la retórica que en el de la eficiencia.
Lo preocupante es que Guatemala ya está en pláticas con México para replicar ese mismo modelo de Tren Maya. La pregunta es inevitable: ¿Por qué querríamos importar más de lo que no funciona? En lugar de imitar proyectos con sobrecostos, baja demanda y alto impacto ambiental, nuestro país debería diseñar una estrategia propia de transporte y desarrollo que responda a nuestras realidades, aproveche nuestras ventajas geográficas y económicas, y evite repetir errores ajenos.
Tren Maya en Guatemala: ¿Por qué copiar algo que no funciona en México?
El Tren Maya se anunció como la gran obra de infraestructura que transformaría el sureste de México. Prometía conectar destinos turísticos de talla mundial, impulsar el desarrollo regional, generar empleo y convertirse en un motor económico y social para todas las comunidades. Desde su concepción, el proyecto se presentó como un símbolo de progreso y modernidad, respaldado por un discurso sobre el orgullo nacional como al rescate cultural de una región históricamente marginada.
En el 2018 se anunció un presupuesto estimado de 150 000 millones de pesos para su construcción. Hoy, de acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad, el costo real superó los 500 000 millones de pesos. Esto significa que el gasto se triplicó respecto a lo previsto, sin que exista una explicación técnica para el incremento ni una auditoría que transparente el destino de esos recursos. Las observaciones de la Auditoría Superior de la Federación señalaron deficiencias en la planeación, cambios constantes en el trazo y contratación bajo esquemas opacos que dificultaron evaluar si el dinero fue utilizado con eficiencia.
Más preocupante aún es la baja eficiencia operativa. Aunque los trenes ya recorren los tramos inaugurados y el circuito está formalmente en funcionamiento, el flujo de pasajeros está muy por debajo de lo proyectado. Las cifras oficiales y los reportes periodísticos coinciden: el Tren Maya transporta apenas el 19 % de la demanda esperada, con un promedio de 1650 pasajeros diarios, en comparación a la meta de más de 8200. Esta brecha obligó al gobierno a lanzar paquetes turísticos que incluyen descuentos en vuelos, hospedaje y boletos del tren, en un intento por atraer usuarios. La medida, aunque creativa, evidencia una dependencia creciente de subsidios para sostener la operación.
El dato más alarmante para cualquier análisis de viabilidad es el cálculo de rentabilidad: por cada peso que el Tren Maya genera en ingresos, recibe 108 pesos del gobierno, lo que representa un subsidio de más del 11 000 %.
Guatemala ya está en pláticas con México para replicar ese mismo modelo de Tren Maya. La pregunta es inevitable: ¿Por qué querríamos importar más de lo que no funciona?
Este no es un modelo de negocio sostenible; es, más bien, una carga recurrente para el presupuesto público que limita la capacidad del Estado para invertir en otras áreas prioritarias como salud, educación o infraestructura básica en zonas rurales.
A ello se suman controversias legales y ambientales. Más de 50 amparos siguen activos, organizaciones ambientales documentaron la tala de miles de árboles y daños a sistemas subterráneos de agua. Aunque el propio gobierno reconoció la necesidad de una reparación ambiental integral, el daño ya está hecho y la recuperación podría tardar décadas.
En el balance, el Tren Maya no puede catalogarse como un éxito rotundo. Funciona, sí, pero lo hace con una demanda muy por debajo de lo esperado, a un costo astronómico y con un alto precio ecológico. Es un recordatorio de que las grandes obras no se miden solo por su tamaño o por el discurso político que las envuelve, sino por su eficiencia, transparencia y beneficio real para la población.
México necesita infraestructura moderna y conectividad regional. Lo que no necesita es repetir la historia de megaproyectos que se convierten en símbolos de gasto excesivo y de promesas incumplidas. El Tren Maya, por ahora, corre más en el terreno de la retórica que en el de la eficiencia.
Lo preocupante es que Guatemala ya está en pláticas con México para replicar ese mismo modelo de Tren Maya. La pregunta es inevitable: ¿Por qué querríamos importar más de lo que no funciona? En lugar de imitar proyectos con sobrecostos, baja demanda y alto impacto ambiental, nuestro país debería diseñar una estrategia propia de transporte y desarrollo que responda a nuestras realidades, aproveche nuestras ventajas geográficas y económicas, y evite repetir errores ajenos.