Desde el regreso de Trump a la Presidencia, la política exterior norteamericana ha retomado los paradigmas del realismo. Es decir, ante el fracaso del idealismo en sus relaciones internacionales y las medias tintas en las condenas contra las amenazas a la seguridad en la región latinoamericana, otras potencias ya le empezaban a comer el mandado al tío Sam.
Ahora bien, actualmente, dentro del equipo de política exterior existen dos corrientes que, aunque a simple vista parecen converger, con el desarrollo de los últimos acontecimientos en la región, cada vez están más alejadas. Por un lado, el bando liderado por Trump enmarca la política en la lucha abierta contra el tráfico de drogas, lo cual consideran que es una amenaza directa a la seguridad del país. Por otro lado, está la narrativa que prioriza la salida de Maduro del poder, dado que pone en riesgo los principios sobre los que se funda la democracia, encabezada por el secretario de Estado, Marco Rubio. En este sentido, aunque ambas perspectivas entroncan en el objetivo de eliminar el Cartel de los Soles, uno de los principales cárteles y del que se señala a Maduro de ser la cabecilla, las diferencias en las estrategias podrían generar una fractura y una pérdida mayor en el largo plazo.
Ecos del pasado
En este frágil balance entre las dos narrativas, las lecciones del pasado escritas en el manual de política exterior serán cruciales. Esto se debe a que estas experiencias evidencian los puntos de presión que podrían amenazar la operación completa.
En primer lugar, recordando las operaciones en Irak en 2003, Trump parece retomar el discurso de la legítima defensa preventiva para justificar los ataques a los buques en el Caribe. Similar al caso de Medio Oriente, en este momento parece que las acciones son plenamente justificadas, no obstante, la falta de pruebas contundentes podría encerrar a la administración de Trump en el mismo dilema al que se enfrentó George W. Bush. Es decir, aunque no se niega la existencia del fenómeno del tráfico de drogas, es fundamental que el equipo de Trump se escude en suficiente evidencia para evitar futuros deslices diplomáticos.
Otro punto de presión en esta operación será la presencia de la CIA en territorio venezolano, medida que ya ha sido confirmada por Trump. De cierta manera, esta estrategia trae a la mente una imagen de la Latinoamérica de los años 80-90, cuando Estados Unidos intervenía en gobiernos a fin de establecer líderes afines en la región y así garantizar la estabilidad. Como se demostró en su momento, esta medida puede ser un arma de doble filo, ya que, por un lado, aunque sí podría suponer el fin de la dictadura en Venezuela, al mismo tiempo podría servir como justificante del discurso antiintervencionista que legitima el régimen chavista. Por ello, es clave que, como herramienta de soft power, la administración de Trump delimite claramente los alcances de la misión para evitar extralimitaciones.
Finalmente, el último ejercicio de balance que será crucial para el éxito de esta estrategia recae en la premisa “mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más”. Esto se debe a que, de ser ciertas las acusaciones contra determinados líderes de la región, particularmente contra el presidente Petro de Colombia, las relaciones, aunque sean cordiales, podrían ser un eje determinante en la guerra contra las drogas. De lo contrario, la fractura diplomática se podría traducir en la consolidación de un frente unido, en donde los cárteles ya no solo contarían con una ventaja logística, sino que también gozarían de un apoyo político.
Así pues, estos ecos del pasado únicamente evidencian algunos de los puntos de presión a los que se tendrá que enfrentar la doble narrativa que predomina en la política exterior norteamericana. Es decir, para que el éxito sea sostenido, la administración de Trump deberá poner en práctica un delicado balance político, militar y estratégico. De lo contrario, Estados Unidos se podría encontrar a las puertas de una nueva guerra abierta, en donde los costos trascenderían un período de gobierno.
Desde el regreso de Trump a la Presidencia, la política exterior norteamericana ha retomado los paradigmas del realismo. Es decir, ante el fracaso del idealismo en sus relaciones internacionales y las medias tintas en las condenas contra las amenazas a la seguridad en la región latinoamericana, otras potencias ya le empezaban a comer el mandado al tío Sam.
Ahora bien, actualmente, dentro del equipo de política exterior existen dos corrientes que, aunque a simple vista parecen converger, con el desarrollo de los últimos acontecimientos en la región, cada vez están más alejadas. Por un lado, el bando liderado por Trump enmarca la política en la lucha abierta contra el tráfico de drogas, lo cual consideran que es una amenaza directa a la seguridad del país. Por otro lado, está la narrativa que prioriza la salida de Maduro del poder, dado que pone en riesgo los principios sobre los que se funda la democracia, encabezada por el secretario de Estado, Marco Rubio. En este sentido, aunque ambas perspectivas entroncan en el objetivo de eliminar el Cartel de los Soles, uno de los principales cárteles y del que se señala a Maduro de ser la cabecilla, las diferencias en las estrategias podrían generar una fractura y una pérdida mayor en el largo plazo.
Ecos del pasado
En este frágil balance entre las dos narrativas, las lecciones del pasado escritas en el manual de política exterior serán cruciales. Esto se debe a que estas experiencias evidencian los puntos de presión que podrían amenazar la operación completa.
En primer lugar, recordando las operaciones en Irak en 2003, Trump parece retomar el discurso de la legítima defensa preventiva para justificar los ataques a los buques en el Caribe. Similar al caso de Medio Oriente, en este momento parece que las acciones son plenamente justificadas, no obstante, la falta de pruebas contundentes podría encerrar a la administración de Trump en el mismo dilema al que se enfrentó George W. Bush. Es decir, aunque no se niega la existencia del fenómeno del tráfico de drogas, es fundamental que el equipo de Trump se escude en suficiente evidencia para evitar futuros deslices diplomáticos.
Otro punto de presión en esta operación será la presencia de la CIA en territorio venezolano, medida que ya ha sido confirmada por Trump. De cierta manera, esta estrategia trae a la mente una imagen de la Latinoamérica de los años 80-90, cuando Estados Unidos intervenía en gobiernos a fin de establecer líderes afines en la región y así garantizar la estabilidad. Como se demostró en su momento, esta medida puede ser un arma de doble filo, ya que, por un lado, aunque sí podría suponer el fin de la dictadura en Venezuela, al mismo tiempo podría servir como justificante del discurso antiintervencionista que legitima el régimen chavista. Por ello, es clave que, como herramienta de soft power, la administración de Trump delimite claramente los alcances de la misión para evitar extralimitaciones.
Finalmente, el último ejercicio de balance que será crucial para el éxito de esta estrategia recae en la premisa “mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más”. Esto se debe a que, de ser ciertas las acusaciones contra determinados líderes de la región, particularmente contra el presidente Petro de Colombia, las relaciones, aunque sean cordiales, podrían ser un eje determinante en la guerra contra las drogas. De lo contrario, la fractura diplomática se podría traducir en la consolidación de un frente unido, en donde los cárteles ya no solo contarían con una ventaja logística, sino que también gozarían de un apoyo político.
Así pues, estos ecos del pasado únicamente evidencian algunos de los puntos de presión a los que se tendrá que enfrentar la doble narrativa que predomina en la política exterior norteamericana. Es decir, para que el éxito sea sostenido, la administración de Trump deberá poner en práctica un delicado balance político, militar y estratégico. De lo contrario, Estados Unidos se podría encontrar a las puertas de una nueva guerra abierta, en donde los costos trascenderían un período de gobierno.