En el corazón de toda república reside la soberanía nacional, ese principio inalienable que define la facultad de un pueblo para autodeterminarse sin injerencias externas. Como valor indispensable, la soberanía no es un relicto del pasado, sino el escudo que protege la esencia democrática: el ejercicio libre de la voluntad colectiva. En una república —donde el poder emana del pueblo y se delega temporalmente a sus representantes—, ceder esta prerrogativa equivale a diluir la legitimidad misma del Estado. Sin ella, las instituciones se convierten en marionetas de agendas foráneas, abriendo la puerta a manipulaciones que socavan la igualdad ante la ley.
La globalización ha transformado la noción tradicional de soberanía —interconectando economías y sociedades en redes de interdependencia—. Sin embargo, esto no implica renunciar a su núcleo: las decisiones políticas internas. Nombramientos y elecciones clave, como el de jueces, magistrados del Tribunal Supremo Electoral (TSE) o de fiscal general, son de exclusividad guatemalteca. Estas figuras no solo aplican la ley, sino que custodian el pacto social. Permitir influencias externas en tales procesos equivale a una traición al mandato electoral, convirtiendo la república en una suerte de Airbnb, disponible para quien, de fuera, quiera ocuparla. Simplemente, no es permisible.
Un patente ejemplo de estas malas prácticas es el experimento de la izquierda global con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). “Invitada” en 2006 bajo el pretexto de combatir la corrupción, esta entidad de la ONU operó durante 12 años como una intervención externa a la que se le cedía soberanía, con fiscales e investigadores extranjeros actuando en territorio nacional. El gobierno guatemalteco de 2019 decidió no renovar su mandato, al considerarla un riesgo para la seguridad nacional, de exceder su mandato y politizarse. Lejos de fortalecer la justicia local, la CICIG fomentó una cultura de dependencia, donde la “comunidad internacional” dictaba prioridades, erosionando la capacidad autónoma del Estado para juzgar a sus propios líderes.
El discurso en la ONU reaviva la discusión sobre soberanía
Este contexto cobra vigencia en el reciente discurso del presidente Bernardo Arévalo ante la Asamblea General de la ONU, el 24 de septiembre de 2024. En su alocución, Arévalo expresó gratitud a países y gobiernos que apoyaron al pueblo guatemalteco durante su transición, pero también solicitó explícitamente apoyo “técnico y político” de fuerzas extranjeras en procesos internos. Tales ruegos, aunque enmarcados en multilateralismo, contravienen el principio de qué asuntos como la selección de autoridades judiciales, que incumben solo a los guatemaltecos. Pedir intervención externa no resuelve las crisis; las agrava, al invitar, a agendas que priorizan intereses geopolíticos sobre la voluntad soberana.
No toda cooperación internacional es perjudicial. Al contrario, alianzas puntuales en obras productivas pueden potenciar el desarrollo sin menoscabar la autonomía. Un caso ilustrativo es la ampliación del Puerto Quetzal, realizada por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de EE. UU. (USACE).
Este proyecto extiende la terminal portuaria en 800 metros y construye muelles adicionales, modernizando la infraestructura estratégica para impulsar el comercio. A diferencia de la intromisión de la CICIG, este proyecto beneficia directamente a los guatemaltecos, fomentando empleo y exportaciones sin interferir en decisiones políticas. Representa una cooperación horizontal, donde la soberanía se enriquece con expertise externo, no se subordina.
Sin embargo, tampoco todo apoyo en infraestructura es positivo. El proyecto de extender el Tren Maya a Guatemala, propuesto por el gobierno de Morena en México, ilustra los riesgos de importar modelos fallidos. Ese faraónico proyecto está embarrado en corrupción; descarrilamientos recurrentes, como el de Izamal en agosto de 2025, evidencian, además, improvisación y desvíos millonarios, con redes de influencia política como las de “Andy” López Beltrán. De suficiente corrupción hemos sufrido los guatemaltecos, como para ahora, también, la importemos.
Una reflexión final: el rol del mandatario en una república no es el de un fiduciario global, sino del pueblo que lo eligió. Su mandato es custodiar la independencia nacional, priorizando el bien común sobre alianzas oportunistas. Como sentenció el Benemérito de las Américas: “La autoridad no es mi patrimonio, sino un depósito que la nación me ha confiado muy especialmente para sostener su independencia y su honor”. En Guatemala, recuperar esta visión es imperativo; solo así la soberanía no será un eco del pasado, sino el motor de un futuro verdaderamente republicano.
En el corazón de toda república reside la soberanía nacional, ese principio inalienable que define la facultad de un pueblo para autodeterminarse sin injerencias externas. Como valor indispensable, la soberanía no es un relicto del pasado, sino el escudo que protege la esencia democrática: el ejercicio libre de la voluntad colectiva. En una república —donde el poder emana del pueblo y se delega temporalmente a sus representantes—, ceder esta prerrogativa equivale a diluir la legitimidad misma del Estado. Sin ella, las instituciones se convierten en marionetas de agendas foráneas, abriendo la puerta a manipulaciones que socavan la igualdad ante la ley.
La globalización ha transformado la noción tradicional de soberanía —interconectando economías y sociedades en redes de interdependencia—. Sin embargo, esto no implica renunciar a su núcleo: las decisiones políticas internas. Nombramientos y elecciones clave, como el de jueces, magistrados del Tribunal Supremo Electoral (TSE) o de fiscal general, son de exclusividad guatemalteca. Estas figuras no solo aplican la ley, sino que custodian el pacto social. Permitir influencias externas en tales procesos equivale a una traición al mandato electoral, convirtiendo la república en una suerte de Airbnb, disponible para quien, de fuera, quiera ocuparla. Simplemente, no es permisible.
Un patente ejemplo de estas malas prácticas es el experimento de la izquierda global con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). “Invitada” en 2006 bajo el pretexto de combatir la corrupción, esta entidad de la ONU operó durante 12 años como una intervención externa a la que se le cedía soberanía, con fiscales e investigadores extranjeros actuando en territorio nacional. El gobierno guatemalteco de 2019 decidió no renovar su mandato, al considerarla un riesgo para la seguridad nacional, de exceder su mandato y politizarse. Lejos de fortalecer la justicia local, la CICIG fomentó una cultura de dependencia, donde la “comunidad internacional” dictaba prioridades, erosionando la capacidad autónoma del Estado para juzgar a sus propios líderes.
El discurso en la ONU reaviva la discusión sobre soberanía
Este contexto cobra vigencia en el reciente discurso del presidente Bernardo Arévalo ante la Asamblea General de la ONU, el 24 de septiembre de 2024. En su alocución, Arévalo expresó gratitud a países y gobiernos que apoyaron al pueblo guatemalteco durante su transición, pero también solicitó explícitamente apoyo “técnico y político” de fuerzas extranjeras en procesos internos. Tales ruegos, aunque enmarcados en multilateralismo, contravienen el principio de qué asuntos como la selección de autoridades judiciales, que incumben solo a los guatemaltecos. Pedir intervención externa no resuelve las crisis; las agrava, al invitar, a agendas que priorizan intereses geopolíticos sobre la voluntad soberana.
No toda cooperación internacional es perjudicial. Al contrario, alianzas puntuales en obras productivas pueden potenciar el desarrollo sin menoscabar la autonomía. Un caso ilustrativo es la ampliación del Puerto Quetzal, realizada por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de EE. UU. (USACE).
Este proyecto extiende la terminal portuaria en 800 metros y construye muelles adicionales, modernizando la infraestructura estratégica para impulsar el comercio. A diferencia de la intromisión de la CICIG, este proyecto beneficia directamente a los guatemaltecos, fomentando empleo y exportaciones sin interferir en decisiones políticas. Representa una cooperación horizontal, donde la soberanía se enriquece con expertise externo, no se subordina.
Sin embargo, tampoco todo apoyo en infraestructura es positivo. El proyecto de extender el Tren Maya a Guatemala, propuesto por el gobierno de Morena en México, ilustra los riesgos de importar modelos fallidos. Ese faraónico proyecto está embarrado en corrupción; descarrilamientos recurrentes, como el de Izamal en agosto de 2025, evidencian, además, improvisación y desvíos millonarios, con redes de influencia política como las de “Andy” López Beltrán. De suficiente corrupción hemos sufrido los guatemaltecos, como para ahora, también, la importemos.
Una reflexión final: el rol del mandatario en una república no es el de un fiduciario global, sino del pueblo que lo eligió. Su mandato es custodiar la independencia nacional, priorizando el bien común sobre alianzas oportunistas. Como sentenció el Benemérito de las Américas: “La autoridad no es mi patrimonio, sino un depósito que la nación me ha confiado muy especialmente para sostener su independencia y su honor”. En Guatemala, recuperar esta visión es imperativo; solo así la soberanía no será un eco del pasado, sino el motor de un futuro verdaderamente republicano.