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Nos va a llevar el río

.
Jorge Benavides |
02 de septiembre, 2025

Como todos los domingos, hago una breve revisión del calendario de la semana y procedo a identificar varias reuniones y eventos que serán a las 7:30 de la mañana. Y es en ese preciso momento en el que empieza el sentimiento recurrente que estoy seguro de que puedo compartir con muchos guatemaltecos.

Deberé poner la alarma para levantarme a las 4:40 horas, alistar junto con mi esposa las cosas de los niños para despertarlos a las 5:30, tenerlos listos en la parada del bus a las 6:15 y a esa hora empezar a rogar que no haya habido un choque o un carro quedado, que no se haya caído un árbol o que haya aparecido un nuevo bache en la ruta. Y Dios no vaya a permitir que se le ocurra un retén improvisado a la policía, o que algún PMT quiera innovar en la dirección del flujo vehicular.

Reconozco que mi caso es por mucho privilegiado, porque solamente serán 80 minutos los que me separen de mi destino; sin embargo, conozco personas que su recorrido habitual supera las dos horas en la cotidianeidad, requiriendo en ocasiones hasta 40 minutos adicionales cuando las previsiones salen mal. Velocidad promedio, entre 5 y 8 kilómetros por hora, para calles que deberían funcionar a 40.

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Pero esto no es lo más triste. Durante mi corto y lento recorrido, puedo ser espectador de paisajes desoladores y realidades que rayan en lo trágico. Veo niños que llevan el cachete frío porque se durmieron contra el vidrio de la ventana del bus. Identifico bocinazos que provienen de carros de lujo, al igual que de carcachas desvencijadas y de taxis pirata. En cada esquina hay puestos de comida que llevan varias horas atendiendo comensales, inundados por el aroma del humo que sale de buses que debieron haberse jubilado desde hace años. Y por si no fuera poco, todo el panorama es atiborrado por una estampida de motocicletas que desuellan carrocerías en cada derrape, y que atentan contra la integridad de transeúntes y vehículos.

Esta historia es un bucle del que parece no haber salida… y que tiende a ser más sombrío al iniciar el retorno a casa. Empiezo el trayecto en la sombra para llegar a mi destino por las mañanas y el escenario se revierte cuando por las tardes pareciera que la “hora pico” se vuelve la “jornada pico”, requiriendo tiempos similares o incluso peores.

Ojalá la época de lluvias sea piadosa con nosotros, porque si no, estoy seguro de que nos va a llevar el río.

¿Cuál es el resultado? Una sociedad que tiene los ojos sin brillo y el espíritu cansado. Cada día se acentúa el sinsabor, el desgano y, sobre todo, la desesperanza. Parecemos enfermos crónicos, con una acumulación de ira que desencadena eventos violentos en calles, hogares y lugares de trabajo.

Dado que pasaré tantas horas en el tráfico, prefiero un vehículo cómodo y seguro en lugar de tener que arriesgarme a la inseguridad de las calles. Y, paradójicamente, a la vez que “resuelvo” mi situación, agravo la de otros. Me vuelvo parte del mal, porque es como un agujero negro que me succiona con mayor fuerza de la que tengo para resistirme.

Comparto mi experiencia porque necesitaba de un espacio para desahogarme. Porque lo único que rompe la rutina es algún día en el que los niños no tuvieron clases, o que, sorpresivamente, el trayecto de 10 kilómetros me tomó menos de una hora. Me doy lástima a mí mismo por ilusionarme con una realidad tan distópica, pero es lo poco a lo que aún puedo aferrarme.

¿Soluciones? Puedo decir que tengo muy pocas ideas al respecto, pero menos aún son los planes que proponen quienes detentan la autoridad que estaría a cargo de hacer algo al respecto. Somos una ciudad donde cada día nos apañuscamos más, en un tráfico que a veces pareciera que retrocede en lugar de avanzar. Eso sí, con cada vez más helicópteros que sobrevuelan las cabezas de quienes no tenemos otra opción más que esperar.

Lo único que me resta decir es que ojalá la época de lluvias sea piadosa con nosotros, porque si no, estoy seguro de que nos va a llevar el río.

Nos va a llevar el río

Jorge Benavides |
02 de septiembre, 2025
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Como todos los domingos, hago una breve revisión del calendario de la semana y procedo a identificar varias reuniones y eventos que serán a las 7:30 de la mañana. Y es en ese preciso momento en el que empieza el sentimiento recurrente que estoy seguro de que puedo compartir con muchos guatemaltecos.

Deberé poner la alarma para levantarme a las 4:40 horas, alistar junto con mi esposa las cosas de los niños para despertarlos a las 5:30, tenerlos listos en la parada del bus a las 6:15 y a esa hora empezar a rogar que no haya habido un choque o un carro quedado, que no se haya caído un árbol o que haya aparecido un nuevo bache en la ruta. Y Dios no vaya a permitir que se le ocurra un retén improvisado a la policía, o que algún PMT quiera innovar en la dirección del flujo vehicular.

Reconozco que mi caso es por mucho privilegiado, porque solamente serán 80 minutos los que me separen de mi destino; sin embargo, conozco personas que su recorrido habitual supera las dos horas en la cotidianeidad, requiriendo en ocasiones hasta 40 minutos adicionales cuando las previsiones salen mal. Velocidad promedio, entre 5 y 8 kilómetros por hora, para calles que deberían funcionar a 40.

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Pero esto no es lo más triste. Durante mi corto y lento recorrido, puedo ser espectador de paisajes desoladores y realidades que rayan en lo trágico. Veo niños que llevan el cachete frío porque se durmieron contra el vidrio de la ventana del bus. Identifico bocinazos que provienen de carros de lujo, al igual que de carcachas desvencijadas y de taxis pirata. En cada esquina hay puestos de comida que llevan varias horas atendiendo comensales, inundados por el aroma del humo que sale de buses que debieron haberse jubilado desde hace años. Y por si no fuera poco, todo el panorama es atiborrado por una estampida de motocicletas que desuellan carrocerías en cada derrape, y que atentan contra la integridad de transeúntes y vehículos.

Esta historia es un bucle del que parece no haber salida… y que tiende a ser más sombrío al iniciar el retorno a casa. Empiezo el trayecto en la sombra para llegar a mi destino por las mañanas y el escenario se revierte cuando por las tardes pareciera que la “hora pico” se vuelve la “jornada pico”, requiriendo tiempos similares o incluso peores.

Ojalá la época de lluvias sea piadosa con nosotros, porque si no, estoy seguro de que nos va a llevar el río.

¿Cuál es el resultado? Una sociedad que tiene los ojos sin brillo y el espíritu cansado. Cada día se acentúa el sinsabor, el desgano y, sobre todo, la desesperanza. Parecemos enfermos crónicos, con una acumulación de ira que desencadena eventos violentos en calles, hogares y lugares de trabajo.

Dado que pasaré tantas horas en el tráfico, prefiero un vehículo cómodo y seguro en lugar de tener que arriesgarme a la inseguridad de las calles. Y, paradójicamente, a la vez que “resuelvo” mi situación, agravo la de otros. Me vuelvo parte del mal, porque es como un agujero negro que me succiona con mayor fuerza de la que tengo para resistirme.

Comparto mi experiencia porque necesitaba de un espacio para desahogarme. Porque lo único que rompe la rutina es algún día en el que los niños no tuvieron clases, o que, sorpresivamente, el trayecto de 10 kilómetros me tomó menos de una hora. Me doy lástima a mí mismo por ilusionarme con una realidad tan distópica, pero es lo poco a lo que aún puedo aferrarme.

¿Soluciones? Puedo decir que tengo muy pocas ideas al respecto, pero menos aún son los planes que proponen quienes detentan la autoridad que estaría a cargo de hacer algo al respecto. Somos una ciudad donde cada día nos apañuscamos más, en un tráfico que a veces pareciera que retrocede en lugar de avanzar. Eso sí, con cada vez más helicópteros que sobrevuelan las cabezas de quienes no tenemos otra opción más que esperar.

Lo único que me resta decir es que ojalá la época de lluvias sea piadosa con nosotros, porque si no, estoy seguro de que nos va a llevar el río.

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