Política
Política
Empresa
Empresa
Opinión
Opinión
Inmobiliaria
Inmobiliaria
Agenda Empresarial
Agenda Empresarial
Videos
Videos

Más allá del muro

.
Camilo Bello Wilches |
23 de abril, 2025

Hay imágenes que no se olvidan. No por su espectacularidad, sino por la forma silenciosa en la que interpelan. En una pared cualquiera, probablemente de un barrio olvidado por el presupuesto nacional y por las promesas recicladas de cada campaña, aparece un mural: un niño con mochila escolar observa un muro roto. Detrás de ese agujero, no hay una calle ni un aula, sino un paisaje verde, exuberante, casi onírico. Una jungla, quizás, o simplemente un mundo distinto. El niño no se ve asustado. Más bien, se muestra atento, como quien reconoce que está ante una posibilidad que merece ser explorada.

Esa imagen, aunque sin palabras, dialoga con una de las afirmaciones más lúcidas de Jorge Luis Borges. En su defensa del libro como el más asombroso de los instrumentos inventados por el hombre, Borges lo distingue del resto precisamente porque no prolonga el cuerpo, sino la imaginación y la memoria. Y eso, dicho hoy, tiene una fuerza política ineludible. En una época donde la educación se transforma en mera técnica de empleabilidad, donde se reducen presupuestos universitarios y donde se desconfía de todo pensamiento que no sirva a la inmediatez del mercado o al adoctrinamiento ideológico, recordar que el libro prolonga la imaginación es, en efecto, una forma de resistencia.

El mural lo dice todo sin decirlo. El niño no lleva una tablet ni un teléfono, sino una mochila. No necesita conectividad, necesita voluntad. La escena no es realista, pero es profundamente verdadera. Porque, en contextos como el guatemalteco, donde millones de niños crecen sin acceso a bibliotecas, sin espacios de lectura, sin siquiera un rincón silencioso donde pensar, la posibilidad de imaginar ya es en sí misma un acto político. No una fantasía escapista, sino una forma de negarse a aceptar como normal un orden que margina al que pregunta, al que quiere comprender, al que aspira a algo más.

SUSCRÍBASE A NUESTRO NEWSLETTER

Tal vez, lo urgente sea rescatar el sentido profundo de la educación: formar personas capaces de pensar por sí mismas, de leer el mundo más allá de lo evidente, de levantar la mirada y descubrir que incluso en el muro más hostil puede abrirse una grieta.

Resulta curioso que en pleno siglo XXI, mientras se celebra el avance tecnológico, haya una creciente desconfianza hacia la lectura profunda, hacia el saber reflexivo, hacia todo aquello que no pueda traducirse en cifras. Esa desconfianza es peligrosa. Porque una ciudadanía sin memoria y sin imaginación es una ciudadanía manejable, dócil, sin herramientas para cuestionar el poder. De allí que el gesto del niño sea tan provocador. Él no rompe el muro con violencia. No lleva herramientas. Solo observa, con una mezcla de curiosidad y determinación, y se atreve a ver más allá.

Hannah Arendt escribió que educar es introducir al mundo. No es adaptarse a él de forma acrítica, sino aprender a convivir con lo que existe sin renunciar a transformarlo. Ese mural, entonces, no retrata solo a un niño. Representa una actitud. La actitud de quien, a pesar del contexto, se asoma al mundo con la certeza de que aún hay algo valioso por conocer, por defender, por imaginar distinto. En un país donde el conformismo se disfraza de pragmatismo, donde se educa muchas veces para no molestar, esa actitud es profundamente subversiva.

Tal vez el mayor desafío no sea reconstruir las escuelas que se caen, ni siquiera mejorar los sistemas de evaluación. Tal vez, lo urgente sea rescatar el sentido profundo de la educación: formar personas capaces de pensar por sí mismas, de leer el mundo más allá de lo evidente, de levantar la mirada y descubrir que incluso en el muro más hostil puede abrirse una grieta. No porque alguien la permita, sino porque alguien se atreve a imaginarla. Y cuando eso sucede, lo imposible comienza a perder fuerza.

Más allá del muro

Camilo Bello Wilches |
23 de abril, 2025
.

Hay imágenes que no se olvidan. No por su espectacularidad, sino por la forma silenciosa en la que interpelan. En una pared cualquiera, probablemente de un barrio olvidado por el presupuesto nacional y por las promesas recicladas de cada campaña, aparece un mural: un niño con mochila escolar observa un muro roto. Detrás de ese agujero, no hay una calle ni un aula, sino un paisaje verde, exuberante, casi onírico. Una jungla, quizás, o simplemente un mundo distinto. El niño no se ve asustado. Más bien, se muestra atento, como quien reconoce que está ante una posibilidad que merece ser explorada.

Esa imagen, aunque sin palabras, dialoga con una de las afirmaciones más lúcidas de Jorge Luis Borges. En su defensa del libro como el más asombroso de los instrumentos inventados por el hombre, Borges lo distingue del resto precisamente porque no prolonga el cuerpo, sino la imaginación y la memoria. Y eso, dicho hoy, tiene una fuerza política ineludible. En una época donde la educación se transforma en mera técnica de empleabilidad, donde se reducen presupuestos universitarios y donde se desconfía de todo pensamiento que no sirva a la inmediatez del mercado o al adoctrinamiento ideológico, recordar que el libro prolonga la imaginación es, en efecto, una forma de resistencia.

El mural lo dice todo sin decirlo. El niño no lleva una tablet ni un teléfono, sino una mochila. No necesita conectividad, necesita voluntad. La escena no es realista, pero es profundamente verdadera. Porque, en contextos como el guatemalteco, donde millones de niños crecen sin acceso a bibliotecas, sin espacios de lectura, sin siquiera un rincón silencioso donde pensar, la posibilidad de imaginar ya es en sí misma un acto político. No una fantasía escapista, sino una forma de negarse a aceptar como normal un orden que margina al que pregunta, al que quiere comprender, al que aspira a algo más.

SUSCRÍBASE A NUESTRO NEWSLETTER

Tal vez, lo urgente sea rescatar el sentido profundo de la educación: formar personas capaces de pensar por sí mismas, de leer el mundo más allá de lo evidente, de levantar la mirada y descubrir que incluso en el muro más hostil puede abrirse una grieta.

Resulta curioso que en pleno siglo XXI, mientras se celebra el avance tecnológico, haya una creciente desconfianza hacia la lectura profunda, hacia el saber reflexivo, hacia todo aquello que no pueda traducirse en cifras. Esa desconfianza es peligrosa. Porque una ciudadanía sin memoria y sin imaginación es una ciudadanía manejable, dócil, sin herramientas para cuestionar el poder. De allí que el gesto del niño sea tan provocador. Él no rompe el muro con violencia. No lleva herramientas. Solo observa, con una mezcla de curiosidad y determinación, y se atreve a ver más allá.

Hannah Arendt escribió que educar es introducir al mundo. No es adaptarse a él de forma acrítica, sino aprender a convivir con lo que existe sin renunciar a transformarlo. Ese mural, entonces, no retrata solo a un niño. Representa una actitud. La actitud de quien, a pesar del contexto, se asoma al mundo con la certeza de que aún hay algo valioso por conocer, por defender, por imaginar distinto. En un país donde el conformismo se disfraza de pragmatismo, donde se educa muchas veces para no molestar, esa actitud es profundamente subversiva.

Tal vez el mayor desafío no sea reconstruir las escuelas que se caen, ni siquiera mejorar los sistemas de evaluación. Tal vez, lo urgente sea rescatar el sentido profundo de la educación: formar personas capaces de pensar por sí mismas, de leer el mundo más allá de lo evidente, de levantar la mirada y descubrir que incluso en el muro más hostil puede abrirse una grieta. No porque alguien la permita, sino porque alguien se atreve a imaginarla. Y cuando eso sucede, lo imposible comienza a perder fuerza.

¿Quiere recibir notificaciones de alertas?