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Liberemos al pequeño empresario: es el momento de eliminar el impuesto más injusto de todos

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Dr. Ramiro Bolaños |
21 de julio, 2025

Como todas las madrugadas, don Manolo atraviesa la ciudad en silencio, montado sobre su moto, en dirección a su panadería. Cuando llega y abre las rejas de metal que protegen las vitrinas, recuerda que hoy vence el pago del ISO: ese impuesto que no entiende de dónde salió y que, cada año, lo obliga a elegir entre juntar el dinero para cumplirle al fisco o mandar a reparar el horno trasero, que lleva tres meses apagado.

Tiene tres empleados, una camioneta vieja para repartir y muchos sueños pendientes. Factura con esfuerzo, a veces cobra tarde, casi nunca se da el lujo de tener ganancias, y rara vez puede llevar algo extra a casa para sus hijos. Pero, aun así, debe pagar un impuesto como si ganara —como si le sobrara. El Estado no le pregunta si tuvo utilidades: solo le exige. Uno por ciento de sus ventas o de sus activos —como el horno roto o la camioneta vieja— lo que sea más alto. Así funciona el ISO.

Ese tributo, creado en 2008 como una medida temporal de emergencia fiscal, aún persiste. El Impuesto de Solidaridad (ISO) nació con la promesa de ser pasajero, una muleta para sostener las finanzas del gobierno en plena crisis financiera mundial. Pero dieciséis años después, se ha convertido en cadenas: cadenas que asfixian el flujo, la esperanza y la capacidad de maniobra del pequeño empresario.

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Algunos pensarán: “Pero ¿qué es uno por ciento?” Uno por ciento que debe acumularse cada mes, a lo largo del año, y que cae como piedra sobre quienes apenas tienen ganancias o incluso pierden dinero. Porque solo el que ha sido empresario sabe lo que eso significa: que no hay garantías, que se trabaja de madrugada sin saber si al amanecer vendrán suficientes clientes para comprar el pan que ya se coció, caliente, crujiente y con ilusión.

El ISO no castiga a todos por igual. Las grandes empresas, con utilidades altas y planificación fiscal sofisticada, suelen acreditar este pago sin mayor dificultad. Pero para una pyme, el ISO no es un anticipo: es una condena. Es dinero que sale directo de la caja chica, que se paga, aunque no haya utilidades, que se pierde, aunque se esté en números rojos. Más del 99 % de las empresas en Guatemala —unas 786 000 micro, pequeñas y medianas— lo padecen año con año. En muchos casos, ni siquiera pueden acreditar ese pago al ISR, como la ley permite en teoría. Lo pagan en efectivo. Lo adelantan. Lo pierden. Con ello se va la liquidez, la posibilidad de contratar, de invertir, de crecer. Son ellas las que sostienen el empleo, el comercio local, el emprendimiento. Se trata del capital de trabajo necesario para reponer inventario, pagar salarios, mantener maquinaria, sobrevivir. Se trata de una economía de esfuerzo que se ve obligada a pagar como si tuviera éxito garantizado, mientras lucha con riesgos reales, informalidad, morosidad y un mercado que muchas veces no perdona.

Por eso digo: Ha llegado el momento de eliminar el ISO. No por capricho ideológico, sino por justicia, eficiencia y sentido común. Hacerlo sería liberar capital de trabajo, alentar la formalidad, fortalecer el empleo, y enviar un mensaje claro: el esfuerzo honesto no será castigado por un sistema fiscal que, en lugar de facilitar, hace cada vez más difícil la creación de negocios rentables en Guatemala.

Eliminar el ISO no es solo un alivio fiscal: es una inyección de oxígeno al corazón productivo del país. Más de seis millones de guatemaltecos trabajan en empresas formales que hoy ven restringida su liquidez por este tributo mal diseñado. Suprimirlo significaría liberar recursos para invertir, contratar, innovar. Significaría reducir la mora empresarial, mejorar la rentabilidad y multiplicar las oportunidades para quienes luchan desde la legalidad. También aliviaría a miles de exportadores, agricultores y emprendedores que enfrentan márgenes reducidos, competencia global y precios volátiles. Incluso podría tener un efecto moderado pero real en la estabilidad de los precios de la canasta básica. Además, la rentabilidad que obtienen los empresarios sobre su propio capital invertido, por sus siglas ROE, ha caído a 17.5 %, el nivel más bajo desde mayo de 2021 y muy por debajo del 24.5 % registrado en diciembre de 2022. Esta caída refleja un entorno menos atractivo para la inversión y la generación de riqueza. El ISO no ha sido un impulsor del desarrollo, sino un obstáculo silencioso. Eliminarlo sería una señal clara de que el Estado está dispuesto a dejar de castigar al que produce, y a comenzar a confiar en el que trabaja.

El momento no podría ser más propicio. La recaudación tributaria alcanzó en 2024 una cifra histórica de Q 102 000 millones; el déficit fiscal es de apenas 1 % del PIB; y la baja ejecución del gasto ha dejado al Estado con liquidez suficiente para operar sin necesidad de recurrir a medidas recaudatorias desesperadas. Además, Guatemala ha iniciado un proceso de modernización fiscal: la unificación del NIT con el DPI, la obligatoriedad de la facturación electrónica, y el combate progresivo al uso abusivo del consumidor final en las facturas apuntan hacia una administración más eficiente y justa. En ese contexto, eliminar el ISO no solo es viable, sino coherente con una visión de país que apuesta por la formalidad, la productividad y la confianza mutua entre el Estado y el ciudadano.

Eliminar el ISO costaría al Estado alrededor de seis mil millones de quetzales al año. No es poca cosa, pero tampoco es una barrera insalvable. Esa pérdida puede ser absorbida progresivamente por el crecimiento vegetativo del ISR y por mejoras en la eficiencia tributaria. Además, Guatemala cuenta hoy con un disponible de caja de más de Q22 900 millones y acaba de colocar bonos del Tesoro por US$1,500 millones. En paralelo, la baja ejecución presupuestaria —apenas 41 % a mitad del año, con solo 37 % de ejecución en inversión de capital— deja saldos ociosos que podrían ser utilizados con más inteligencia y más solidaridad. En otras palabras: no se trata de un salto al vacío, sino de una decisión estratégica en favor del pequeño empresario. ¿Qué es más urgente? ¿Retener recursos públicos sin ejecutar, o liberar a miles de empresarios para que inviertan, crezcan y generen empleo? Este es el momento. Un momento para actuar con valentía y sentido de país. Derogar el ISO es posible, es viable, y es éticamente necesario. Lo que hace falta no es dinero. Es decisión.

Derogar el decreto 73-2008 del ISO no exige grandes reformas: basta una iniciativa de ley, respaldo político y la voluntad de hacer lo correcto. ¿Quién será el primer diputado que se atreva a colocarse la bandera de la verdadera solidaridad, no con el Estado, sino con el pequeño empresario que madruga y no siempre alcanza para el pan? ¿Quién será el primer candidato que entienda que apoyar al emprendedor es sembrar futuro? ¿Habrá una bancada que decida darle alivio al que todo lo apuesta, al que resiste sin privilegios ni exoneraciones? El país necesita más que reformas fiscales: necesita coraje. El momento es ahora. La historia no olvida a quienes dan el primer paso, ni a quienes se esconden cuando se los necesita.

Liberemos al pequeño empresario: es el momento de eliminar el impuesto más injusto de todos

Dr. Ramiro Bolaños |
21 de julio, 2025
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Como todas las madrugadas, don Manolo atraviesa la ciudad en silencio, montado sobre su moto, en dirección a su panadería. Cuando llega y abre las rejas de metal que protegen las vitrinas, recuerda que hoy vence el pago del ISO: ese impuesto que no entiende de dónde salió y que, cada año, lo obliga a elegir entre juntar el dinero para cumplirle al fisco o mandar a reparar el horno trasero, que lleva tres meses apagado.

Tiene tres empleados, una camioneta vieja para repartir y muchos sueños pendientes. Factura con esfuerzo, a veces cobra tarde, casi nunca se da el lujo de tener ganancias, y rara vez puede llevar algo extra a casa para sus hijos. Pero, aun así, debe pagar un impuesto como si ganara —como si le sobrara. El Estado no le pregunta si tuvo utilidades: solo le exige. Uno por ciento de sus ventas o de sus activos —como el horno roto o la camioneta vieja— lo que sea más alto. Así funciona el ISO.

Ese tributo, creado en 2008 como una medida temporal de emergencia fiscal, aún persiste. El Impuesto de Solidaridad (ISO) nació con la promesa de ser pasajero, una muleta para sostener las finanzas del gobierno en plena crisis financiera mundial. Pero dieciséis años después, se ha convertido en cadenas: cadenas que asfixian el flujo, la esperanza y la capacidad de maniobra del pequeño empresario.

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Algunos pensarán: “Pero ¿qué es uno por ciento?” Uno por ciento que debe acumularse cada mes, a lo largo del año, y que cae como piedra sobre quienes apenas tienen ganancias o incluso pierden dinero. Porque solo el que ha sido empresario sabe lo que eso significa: que no hay garantías, que se trabaja de madrugada sin saber si al amanecer vendrán suficientes clientes para comprar el pan que ya se coció, caliente, crujiente y con ilusión.

El ISO no castiga a todos por igual. Las grandes empresas, con utilidades altas y planificación fiscal sofisticada, suelen acreditar este pago sin mayor dificultad. Pero para una pyme, el ISO no es un anticipo: es una condena. Es dinero que sale directo de la caja chica, que se paga, aunque no haya utilidades, que se pierde, aunque se esté en números rojos. Más del 99 % de las empresas en Guatemala —unas 786 000 micro, pequeñas y medianas— lo padecen año con año. En muchos casos, ni siquiera pueden acreditar ese pago al ISR, como la ley permite en teoría. Lo pagan en efectivo. Lo adelantan. Lo pierden. Con ello se va la liquidez, la posibilidad de contratar, de invertir, de crecer. Son ellas las que sostienen el empleo, el comercio local, el emprendimiento. Se trata del capital de trabajo necesario para reponer inventario, pagar salarios, mantener maquinaria, sobrevivir. Se trata de una economía de esfuerzo que se ve obligada a pagar como si tuviera éxito garantizado, mientras lucha con riesgos reales, informalidad, morosidad y un mercado que muchas veces no perdona.

Por eso digo: Ha llegado el momento de eliminar el ISO. No por capricho ideológico, sino por justicia, eficiencia y sentido común. Hacerlo sería liberar capital de trabajo, alentar la formalidad, fortalecer el empleo, y enviar un mensaje claro: el esfuerzo honesto no será castigado por un sistema fiscal que, en lugar de facilitar, hace cada vez más difícil la creación de negocios rentables en Guatemala.

Eliminar el ISO no es solo un alivio fiscal: es una inyección de oxígeno al corazón productivo del país. Más de seis millones de guatemaltecos trabajan en empresas formales que hoy ven restringida su liquidez por este tributo mal diseñado. Suprimirlo significaría liberar recursos para invertir, contratar, innovar. Significaría reducir la mora empresarial, mejorar la rentabilidad y multiplicar las oportunidades para quienes luchan desde la legalidad. También aliviaría a miles de exportadores, agricultores y emprendedores que enfrentan márgenes reducidos, competencia global y precios volátiles. Incluso podría tener un efecto moderado pero real en la estabilidad de los precios de la canasta básica. Además, la rentabilidad que obtienen los empresarios sobre su propio capital invertido, por sus siglas ROE, ha caído a 17.5 %, el nivel más bajo desde mayo de 2021 y muy por debajo del 24.5 % registrado en diciembre de 2022. Esta caída refleja un entorno menos atractivo para la inversión y la generación de riqueza. El ISO no ha sido un impulsor del desarrollo, sino un obstáculo silencioso. Eliminarlo sería una señal clara de que el Estado está dispuesto a dejar de castigar al que produce, y a comenzar a confiar en el que trabaja.

El momento no podría ser más propicio. La recaudación tributaria alcanzó en 2024 una cifra histórica de Q 102 000 millones; el déficit fiscal es de apenas 1 % del PIB; y la baja ejecución del gasto ha dejado al Estado con liquidez suficiente para operar sin necesidad de recurrir a medidas recaudatorias desesperadas. Además, Guatemala ha iniciado un proceso de modernización fiscal: la unificación del NIT con el DPI, la obligatoriedad de la facturación electrónica, y el combate progresivo al uso abusivo del consumidor final en las facturas apuntan hacia una administración más eficiente y justa. En ese contexto, eliminar el ISO no solo es viable, sino coherente con una visión de país que apuesta por la formalidad, la productividad y la confianza mutua entre el Estado y el ciudadano.

Eliminar el ISO costaría al Estado alrededor de seis mil millones de quetzales al año. No es poca cosa, pero tampoco es una barrera insalvable. Esa pérdida puede ser absorbida progresivamente por el crecimiento vegetativo del ISR y por mejoras en la eficiencia tributaria. Además, Guatemala cuenta hoy con un disponible de caja de más de Q22 900 millones y acaba de colocar bonos del Tesoro por US$1,500 millones. En paralelo, la baja ejecución presupuestaria —apenas 41 % a mitad del año, con solo 37 % de ejecución en inversión de capital— deja saldos ociosos que podrían ser utilizados con más inteligencia y más solidaridad. En otras palabras: no se trata de un salto al vacío, sino de una decisión estratégica en favor del pequeño empresario. ¿Qué es más urgente? ¿Retener recursos públicos sin ejecutar, o liberar a miles de empresarios para que inviertan, crezcan y generen empleo? Este es el momento. Un momento para actuar con valentía y sentido de país. Derogar el ISO es posible, es viable, y es éticamente necesario. Lo que hace falta no es dinero. Es decisión.

Derogar el decreto 73-2008 del ISO no exige grandes reformas: basta una iniciativa de ley, respaldo político y la voluntad de hacer lo correcto. ¿Quién será el primer diputado que se atreva a colocarse la bandera de la verdadera solidaridad, no con el Estado, sino con el pequeño empresario que madruga y no siempre alcanza para el pan? ¿Quién será el primer candidato que entienda que apoyar al emprendedor es sembrar futuro? ¿Habrá una bancada que decida darle alivio al que todo lo apuesta, al que resiste sin privilegios ni exoneraciones? El país necesita más que reformas fiscales: necesita coraje. El momento es ahora. La historia no olvida a quienes dan el primer paso, ni a quienes se esconden cuando se los necesita.

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