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Las instituciones no se decretan: se practican

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Redacción República
16 de noviembre, 2025

En Guatemala, la palabra institucionalidad suele sonar lejana y abstracta. Pero en realidad, es el nombre que damos al conjunto de reglas del juego que permiten que la libertad económica y la prosperidad florezcan. En otras palabras son los incentivos que las personas de una comunidad reconocen como buenos para todos y que se pueden reconocer formalmente en leyes o informalmente en prácticas o costumbres. Como explicaron Elinor Ostrom y Douglass North, las instituciones no son los órganos públicos, sino las normas —formales e informales— que ordenan la cooperación humana. Son la diferencia entre una economía donde el talento florece y otra donde reina la incertidumbre.

Cuando las reglas cambian con cada administración, cuando la discrecionalidad sustituye al derecho, el costo no lo paga el Estado: lo pagan las personas que no pueden planificar, los jóvenes que no encuentran empleo formal y los consumidores que pierden confianza. Ese es el caso con el sistema portuario en nuestro país. No hay posibilidad en el mundo moderno de competir sin infraestructura portuaria, esta es necesaria para importar y exportar. Sin ella limitamos la movilidad de bienes, por lo que tener puertos funcionales debería de ser importante para cualquiera. Sin embargo, nuestro sistema portuario desde sus reglas formales pasando por las informales es un animal sin pies ni cabeza, que no genera incentivos para la inversión y la mejora, que no tiene mandato claro, autoridades responsables o presupuestos fiscalizados. Entonces las reglas del juego solo pueden favorecer a algunos cuantos que lucran del desorden.

En su libro Be the Solution, Michael Strong propone algo diferente: que el sector privado deje de esperar a que el Estado arregle la institucionalidad, y asuma un papel activo en construirla desde la práctica. Cada empresa es un espacio de cooperación moral, de innovación y de creación de confianza. Las empresas que operan con integridad —que cumplen contratos, pagan a tiempo y tratan a sus empleados con justicia— son microinstituciones que fortalecen el tejido social tanto como una reforma legal. Strong fortalece la idea de que las instituciones no están únicamente plasmadas en leyes sino que su origen está en lo que las personas en una sociedad construyen como actitudes aceptables y positivas.

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El desafío para Guatemala no es escoger entre Estado o mercado, sino entre arbitrariedad o reglas. El capitalismo del siglo XXI necesita no solo libertad económica, sino institucionalidad: reglas claras, incentivos correctos y valores compartidos. Cuando el empresariado se convierte en guardián de las reglas, no en su excepción, crea confianza y desarrollo duradero. Por eso es que los aportes de quienes lideran la fuerza empresarial en este país no deben de desdibujarse o ponerse en silencio, no es cierto que solo los funcionarios públicos tienen la obligación de fortalecer instituciones. Un país con buenas instituciones no necesita héroes. Solo necesita ciudadanos —y empresarios— que cumplan su palabra.

La verdadera defensa del mercado pasa por defender las instituciones que lo hacen posible. Las reglas claras no limitan la libertad: la hacen creíble. Y en esa tarea —de diseñar, respetar y exigir reglas justas— está la responsabilidad más noble del liderazgo empresarial.

Las instituciones no se decretan: se practican

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Redacción República
16 de noviembre, 2025

En Guatemala, la palabra institucionalidad suele sonar lejana y abstracta. Pero en realidad, es el nombre que damos al conjunto de reglas del juego que permiten que la libertad económica y la prosperidad florezcan. En otras palabras son los incentivos que las personas de una comunidad reconocen como buenos para todos y que se pueden reconocer formalmente en leyes o informalmente en prácticas o costumbres. Como explicaron Elinor Ostrom y Douglass North, las instituciones no son los órganos públicos, sino las normas —formales e informales— que ordenan la cooperación humana. Son la diferencia entre una economía donde el talento florece y otra donde reina la incertidumbre.

Cuando las reglas cambian con cada administración, cuando la discrecionalidad sustituye al derecho, el costo no lo paga el Estado: lo pagan las personas que no pueden planificar, los jóvenes que no encuentran empleo formal y los consumidores que pierden confianza. Ese es el caso con el sistema portuario en nuestro país. No hay posibilidad en el mundo moderno de competir sin infraestructura portuaria, esta es necesaria para importar y exportar. Sin ella limitamos la movilidad de bienes, por lo que tener puertos funcionales debería de ser importante para cualquiera. Sin embargo, nuestro sistema portuario desde sus reglas formales pasando por las informales es un animal sin pies ni cabeza, que no genera incentivos para la inversión y la mejora, que no tiene mandato claro, autoridades responsables o presupuestos fiscalizados. Entonces las reglas del juego solo pueden favorecer a algunos cuantos que lucran del desorden.

En su libro Be the Solution, Michael Strong propone algo diferente: que el sector privado deje de esperar a que el Estado arregle la institucionalidad, y asuma un papel activo en construirla desde la práctica. Cada empresa es un espacio de cooperación moral, de innovación y de creación de confianza. Las empresas que operan con integridad —que cumplen contratos, pagan a tiempo y tratan a sus empleados con justicia— son microinstituciones que fortalecen el tejido social tanto como una reforma legal. Strong fortalece la idea de que las instituciones no están únicamente plasmadas en leyes sino que su origen está en lo que las personas en una sociedad construyen como actitudes aceptables y positivas.

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La verdadera defensa del mercado pasa por defender las instituciones que lo hacen posible. Las reglas claras no limitan la libertad: la hacen creíble. Y en esa tarea —de diseñar, respetar y exigir reglas justas— está la responsabilidad más noble del liderazgo empresarial.

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