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La voz joven que incide en espacios internacionales para la protección del orden moral

.
Ana Fernanda Ramírez |
09 de abril, 2025

En el contexto de una creciente polarización ideológica a nivel global, los espacios de deliberación internacional —tales como las Asambleas Generales de las Naciones Unidas, la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer (CSW), y otros foros multilaterales— se han constituido en verdaderas arenas donde se disputan no solo políticas públicas, sino también concepciones fundamentales sobre la persona humana, la familia y el orden moral objetivo. Sin embargo, la participación de jóvenes comprometidos con la defensa de estos valores sigue siendo limitada y, en muchos casos, subestimada; aún cuando resulta evidentemente indispensable. 

Contrario a la percepción que posiciona a la juventud únicamente como una promesa futura, resulta imperativo reconocer que los jóvenes ya inciden de manera concreta y directa en la configuración del presente. Frente a una narrativa dominante que relativiza principios esenciales y promueve construcciones ideológicas ajenas a la verdad antropológica del ser humano, se impone el deber moral de alzar la voz, en ambientes que puedan determinar el rumbo de la sociedad. Esta participación no debe ser considerada un gesto simbólico, sino un acto estratégico de profundo impacto.

La asistencia a espacios internacionales de incidencia, permite no solo dar voz a los más vulnerables, sino también confrontar —desde la razón, el respeto y la firmeza— propuestas que amenazan los pilares fundamentales de la civilización. La experiencia demuestra que muchas de las resoluciones internacionales, que posteriormente se traducen en marcos normativos nacionales, encuentran su origen en negociaciones técnicas donde la representación ideológica resulta determinante. Por tanto, la omisión de quienes defienden la vida, la familia y la libertad equivale a una cesión de ese terreno a quienes puedan promover una visión antropológica reductiva. 

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La presencia activa de jóvenes en estos contextos transmite un mensaje inequívoco: los valores que defendemos no constituyen ideas antiguas o exclusivas de una sola generación, sino una verdad vigente, capaz de convocar a nuevas generaciones a una causa justa. Existe una juventud intelectualmente formada, espiritualmente sólida y éticamente comprometida, dispuesta a librar una batalla cultural con argumentos, profundidad y respeto; es esta juventud la cual, considero, debe ser portavoz de la defensa de la vida, familia y libertad.

Nos debería resultar éticamente inconcebible no aspirar a hacer el bien, más allá de nuestros intereses particulares. El compromiso con la verdad, con la justicia y con el bien común exige presencia activa, formación continua y valentía moral, formada desde muy temprana edad.

Adicionalmente, estos espacios constituyen una invaluable escuela de formación diplomática y cívica. En ellos se cultivan habilidades de negociación, articulación política y construcción de redes internacionales que permiten afrontar desafíos globales como la imposición de ideologías que desvirtúan la dignidad humana. 

Ante lo anterior, no puedo dejar de formular una interrogante profunda, que de manera personal me abordaba en los pasillos de estos foros multilaterales a nivel internacional, mientras tenía mayor conocimiento de varios de los temas a tratar, ¿cómo hemos permitido que los principios que rigen una sociedad justa sean objeto de negociación? ¿Cómo hemos legitimado, por acción u omisión, la resignación de nuestro deber moral de participar activamente en la edificación de un futuro más digno para nuestras naciones?

Estas preguntas podrían tildarse de idealistas, e incluso —como en múltiples ocasiones me lo han señalado— de “utópicas”. Pero cabe cuestionarse también: ¿qué permanece cuando se renuncia al anhelo de un bien superior? ¿Qué queda si la juventud, como integrante clave de la sociedad civil, abdica de su responsabilidad histórica de incidir en los procesos de toma de decisiones internacionales?

Nos debería resultar éticamente inconcebible no aspirar a hacer el bien, más allá de nuestros intereses particulares. El compromiso con la verdad, con la justicia y con el bien común exige presencia activa, formación continua y valentía moral, formada desde muy temprana edad. Porque, en definitiva, si no somos nosotros quienes alzamos la voz, otros lo harán en nuestro lugar. Y en el contexto actual, el silencio se convierte, irremediablemente, en complicidad.

La voz joven que incide en espacios internacionales para la protección del orden moral

Ana Fernanda Ramírez |
09 de abril, 2025
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En el contexto de una creciente polarización ideológica a nivel global, los espacios de deliberación internacional —tales como las Asambleas Generales de las Naciones Unidas, la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer (CSW), y otros foros multilaterales— se han constituido en verdaderas arenas donde se disputan no solo políticas públicas, sino también concepciones fundamentales sobre la persona humana, la familia y el orden moral objetivo. Sin embargo, la participación de jóvenes comprometidos con la defensa de estos valores sigue siendo limitada y, en muchos casos, subestimada; aún cuando resulta evidentemente indispensable. 

Contrario a la percepción que posiciona a la juventud únicamente como una promesa futura, resulta imperativo reconocer que los jóvenes ya inciden de manera concreta y directa en la configuración del presente. Frente a una narrativa dominante que relativiza principios esenciales y promueve construcciones ideológicas ajenas a la verdad antropológica del ser humano, se impone el deber moral de alzar la voz, en ambientes que puedan determinar el rumbo de la sociedad. Esta participación no debe ser considerada un gesto simbólico, sino un acto estratégico de profundo impacto.

La asistencia a espacios internacionales de incidencia, permite no solo dar voz a los más vulnerables, sino también confrontar —desde la razón, el respeto y la firmeza— propuestas que amenazan los pilares fundamentales de la civilización. La experiencia demuestra que muchas de las resoluciones internacionales, que posteriormente se traducen en marcos normativos nacionales, encuentran su origen en negociaciones técnicas donde la representación ideológica resulta determinante. Por tanto, la omisión de quienes defienden la vida, la familia y la libertad equivale a una cesión de ese terreno a quienes puedan promover una visión antropológica reductiva. 

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La presencia activa de jóvenes en estos contextos transmite un mensaje inequívoco: los valores que defendemos no constituyen ideas antiguas o exclusivas de una sola generación, sino una verdad vigente, capaz de convocar a nuevas generaciones a una causa justa. Existe una juventud intelectualmente formada, espiritualmente sólida y éticamente comprometida, dispuesta a librar una batalla cultural con argumentos, profundidad y respeto; es esta juventud la cual, considero, debe ser portavoz de la defensa de la vida, familia y libertad.

Nos debería resultar éticamente inconcebible no aspirar a hacer el bien, más allá de nuestros intereses particulares. El compromiso con la verdad, con la justicia y con el bien común exige presencia activa, formación continua y valentía moral, formada desde muy temprana edad.

Adicionalmente, estos espacios constituyen una invaluable escuela de formación diplomática y cívica. En ellos se cultivan habilidades de negociación, articulación política y construcción de redes internacionales que permiten afrontar desafíos globales como la imposición de ideologías que desvirtúan la dignidad humana. 

Ante lo anterior, no puedo dejar de formular una interrogante profunda, que de manera personal me abordaba en los pasillos de estos foros multilaterales a nivel internacional, mientras tenía mayor conocimiento de varios de los temas a tratar, ¿cómo hemos permitido que los principios que rigen una sociedad justa sean objeto de negociación? ¿Cómo hemos legitimado, por acción u omisión, la resignación de nuestro deber moral de participar activamente en la edificación de un futuro más digno para nuestras naciones?

Estas preguntas podrían tildarse de idealistas, e incluso —como en múltiples ocasiones me lo han señalado— de “utópicas”. Pero cabe cuestionarse también: ¿qué permanece cuando se renuncia al anhelo de un bien superior? ¿Qué queda si la juventud, como integrante clave de la sociedad civil, abdica de su responsabilidad histórica de incidir en los procesos de toma de decisiones internacionales?

Nos debería resultar éticamente inconcebible no aspirar a hacer el bien, más allá de nuestros intereses particulares. El compromiso con la verdad, con la justicia y con el bien común exige presencia activa, formación continua y valentía moral, formada desde muy temprana edad. Porque, en definitiva, si no somos nosotros quienes alzamos la voz, otros lo harán en nuestro lugar. Y en el contexto actual, el silencio se convierte, irremediablemente, en complicidad.

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