El término «vocación» ha sido elevado, en las últimas décadas, a una categoría casi espiritual. Se espera que cada persona “encuentre lo que le apasiona”, que trabaje en lo que ama, y que su fuente de ingresos sea, a la vez, un destino existencial. No es un mal deseo. Pero es profundamente injusto.
Zygmunt Bauman escribió que solo algunos pueden permitirse pensar en la vocación como una elección. Para la mayoría, el trabajo no es un llamado, sino una urgencia. En Guatemala, por ejemplo, más del 70 % de la población económicamente activa se encuentra en el sector informal, con empleos marcados por la inestabilidad, la ausencia de derechos laborales y la necesidad de sobrevivir día a día. En ese escenario, hablar de vocación sin matices puede rozar la crueldad.
En realidad, la vocación no siempre es descubierta; muchas veces es heredada. Nace del contexto, de las oportunidades educativas, de los contactos familiares, del acceso a redes culturales o económicas. Aquellos que pueden darse el lujo de cambiar de carrera, “tomarse un año sabático” o emprender en lo que les inspira suelen estar respaldados por una estructura invisible de privilegios, que rara vez se reconoce.
Max Weber, en su célebre conferencia La ciencia como vocación, advertía que una vida entregada al pensamiento no estaba motivada por el éxito, sino por una ética de la responsabilidad. Y esa ética no se improvisa. Se forma en el rigor, en la disciplina, en la constancia silenciosa que no siempre brilla, pero que sostiene los pilares de una sociedad ordenada. Más allá del entusiasmo momentáneo o de la popularidad en redes, el verdadero oficio requiere compromiso incluso cuando el deseo flaquea.
Hoy, sin embargo, la cultura del trabajo atraviesa una transformación inquietante. Se ha impuesto la idea de que solo merece reconocimiento aquel que disfruta profundamente lo que hace.
No todo el mundo puede vivir de su vocación. Pero todos merecen vivir con dignidad, aunque su vocación haya tenido que quedarse en silencio
El discurso contemporáneo exalta al emprendedor carismático, al artista espontáneo, al influencer que convierte su vida en espectáculo. Se premia la visibilidad, pero se desdibuja el mérito. La “pasión” se convierte en valor de mercado, y el sacrificio, en un síntoma de fracaso.
Este modelo no solo es insostenible, sino también profundamente desigual. La noción de que “todos pueden encontrar su vocación” presupone que todos parten del mismo punto, cuando no es así. Hannah Arendt lo explicó con claridad: hay trabajos que permiten el pensamiento, y otros que lo imposibilitan. El trabajo digno, bien remunerado y estable, sigue siendo una excepción, no la regla.
Frente a esto, vale la pena recuperar una mirada más sobria del trabajo. No todo empleo debe ser vocacional, pero todo trabajo puede ser honorable si está enmarcado en el deber, en la excelencia posible y en la búsqueda del bien común. Reivindicar el esfuerzo, incluso cuando no hay entusiasmo, es una forma de resistencia frente a la lógica del espectáculo.
También hay responsabilidad en las instituciones educativas. Si estas siguen promoviendo la ilusión de que todos los caminos son accesibles, sin mostrar los costos reales de una vocación sostenida, estarán alimentando frustraciones más que formando ciudadanos. La formación intelectual debe ofrecer herramientas para el pensamiento crítico, pero también para el juicio realista sobre el mundo y nuestras posibilidades dentro de él.
Hoy, cuando se aplaude lo “auténtico” sin preguntarse por las condiciones que lo hacen posible, conviene recordar que hay dignidad en el trabajo silencioso, en el que no se publica, en el que no se convierte en identidad. No todo el mundo puede vivir de su vocación. Pero todos merecen vivir con dignidad, aunque su vocación haya tenido que quedarse en silencio.
La vocación también se hereda
El término «vocación» ha sido elevado, en las últimas décadas, a una categoría casi espiritual. Se espera que cada persona “encuentre lo que le apasiona”, que trabaje en lo que ama, y que su fuente de ingresos sea, a la vez, un destino existencial. No es un mal deseo. Pero es profundamente injusto.
Zygmunt Bauman escribió que solo algunos pueden permitirse pensar en la vocación como una elección. Para la mayoría, el trabajo no es un llamado, sino una urgencia. En Guatemala, por ejemplo, más del 70 % de la población económicamente activa se encuentra en el sector informal, con empleos marcados por la inestabilidad, la ausencia de derechos laborales y la necesidad de sobrevivir día a día. En ese escenario, hablar de vocación sin matices puede rozar la crueldad.
En realidad, la vocación no siempre es descubierta; muchas veces es heredada. Nace del contexto, de las oportunidades educativas, de los contactos familiares, del acceso a redes culturales o económicas. Aquellos que pueden darse el lujo de cambiar de carrera, “tomarse un año sabático” o emprender en lo que les inspira suelen estar respaldados por una estructura invisible de privilegios, que rara vez se reconoce.
Max Weber, en su célebre conferencia La ciencia como vocación, advertía que una vida entregada al pensamiento no estaba motivada por el éxito, sino por una ética de la responsabilidad. Y esa ética no se improvisa. Se forma en el rigor, en la disciplina, en la constancia silenciosa que no siempre brilla, pero que sostiene los pilares de una sociedad ordenada. Más allá del entusiasmo momentáneo o de la popularidad en redes, el verdadero oficio requiere compromiso incluso cuando el deseo flaquea.
Hoy, sin embargo, la cultura del trabajo atraviesa una transformación inquietante. Se ha impuesto la idea de que solo merece reconocimiento aquel que disfruta profundamente lo que hace.
No todo el mundo puede vivir de su vocación. Pero todos merecen vivir con dignidad, aunque su vocación haya tenido que quedarse en silencio
El discurso contemporáneo exalta al emprendedor carismático, al artista espontáneo, al influencer que convierte su vida en espectáculo. Se premia la visibilidad, pero se desdibuja el mérito. La “pasión” se convierte en valor de mercado, y el sacrificio, en un síntoma de fracaso.
Este modelo no solo es insostenible, sino también profundamente desigual. La noción de que “todos pueden encontrar su vocación” presupone que todos parten del mismo punto, cuando no es así. Hannah Arendt lo explicó con claridad: hay trabajos que permiten el pensamiento, y otros que lo imposibilitan. El trabajo digno, bien remunerado y estable, sigue siendo una excepción, no la regla.
Frente a esto, vale la pena recuperar una mirada más sobria del trabajo. No todo empleo debe ser vocacional, pero todo trabajo puede ser honorable si está enmarcado en el deber, en la excelencia posible y en la búsqueda del bien común. Reivindicar el esfuerzo, incluso cuando no hay entusiasmo, es una forma de resistencia frente a la lógica del espectáculo.
También hay responsabilidad en las instituciones educativas. Si estas siguen promoviendo la ilusión de que todos los caminos son accesibles, sin mostrar los costos reales de una vocación sostenida, estarán alimentando frustraciones más que formando ciudadanos. La formación intelectual debe ofrecer herramientas para el pensamiento crítico, pero también para el juicio realista sobre el mundo y nuestras posibilidades dentro de él.
Hoy, cuando se aplaude lo “auténtico” sin preguntarse por las condiciones que lo hacen posible, conviene recordar que hay dignidad en el trabajo silencioso, en el que no se publica, en el que no se convierte en identidad. No todo el mundo puede vivir de su vocación. Pero todos merecen vivir con dignidad, aunque su vocación haya tenido que quedarse en silencio.