La ofensiva del “bloque” Raíces, liderado por Samuel Pérez, para expulsar al CACIF de CONADIE y de otras entidades autónomas, marca uno de los episodios más preocupantes del nuevo oficialismo. No solo contradice la promesa de “rescatar las instituciones”, sino que rompe frontalmente con uno de los pilares fundacionales del Estado moderno guatemalteco: la participación de la sociedad civil organizada en el gobierno de entidades autónomas, un principio diseñado y defendido por Juan José Arévalo en 1944.
Lo paradójico es que, mientras Bernardo Arévalo y los diputados leales a la visión original del partido se opusieron a la medida, el grupo de Pérez parece decidido a gobernar como si la historia no existiera.
En una columna publicada en 2023, Mario García-Lara explicaba que Juan José Arévalo entendía que las entidades autónomas solo podían cumplir eficazmente su mandato si su estructura de gobernanza incorporaba controles y contrapesos reales. Por eso el diseño institucional del Banguat, el IGSS y la USAC incluyó juntas directivas integradas por representantes del sector empresarial, la sociedad civil, la academia y los trabajadores. Ese diseño no fue un gesto simbólico, sino una respuesta racional a un entorno político frágil, con partidos débiles, un aparato estatal improvisado y un servicio civil precario. Curiosamente, se parece más de lo que quisiéramos a la Guatemala de 2025.
El modelo funcionó. Siete décadas después, las instituciones creadas bajo el espíritu del 44 siguen superando, con todos sus altibajos, a las entidades que gobiernos posteriores diseñaron sin rigor técnico. La inclusión de diversos sectores no solo enriquece la toma de decisiones, sino que fortalece la transparencia, reduce la captura regulatoria y genera legitimidad pública. Expulsarlos simplemente sustituye los supuestos conflictos de interés por una captura política del grupo dominante, en este caso, el de Semilla.
Por eso, la propuesta del grupo de Samuel Pérez es particularmente peligrosa. Pretende convertir las autónomas en extensiones del Ejecutivo, subordinadas al proyecto de un solo grupo partidario. Sin representantes empresariales, académicos o de la sociedad civil, las decisiones dejarían de ser técnicas para volverse políticas. Esto implica, en la práctica, politizar el IGSS; debilitar la independencia del Banguat; comprometer la eficacia de CONADIE, y obstaculizar el régimen de alianzas público-privadas justo cuando el país necesita inversión y estabilidad institucional.
La ironía es inevitable. Aquello que Raíces denuncia como “cogobierno empresarial” es exactamente lo que evita que Guatemala derive hacia modelos fallidos de hiperpolitización institucional como los de Nicaragua o Venezuela, donde expulsar a los sectores productivos de los espacios de gobernanza fue el primer paso hacia la captura total del Estado.
En un contexto donde el crimen organizado avanza galopante, donde las municipalidades y ministerios enfrentan presiones inéditas y donde el país entero exige instituciones confiables, la decisión más sensata debería ser fortalecer los contrapesos, no eliminarlos. Si en 1944 un Estado débil necesitó entes autónomos fuertes para funcionar, ¿por qué en 2025, con un Estado igualmente frágil, la respuesta sería desmantelar aquello poco que sí funciona?
Proponer la exclusión de sectores completos de la gobernanza de las entidades autónomas no moderniza nada. Es, más bien, un retroceso conceptual y republicano, cuya única intención es repartir el botín del Estado entre Pérez y sus amigos. Significa renunciar al poco legado institucional exitoso de la Revolución del 44 y socavar la arquitectura de contrapesos que permitió que Guatemala evitara la captura total de su aparato estatal durante décadas.
Defender ese legado hoy no es un debate ideológico: es una obligación republicana. Lo que Raíces propone no es reformar las instituciones, sino debilitarlas. Y eso, en un país tan vulnerable como Guatemala, nunca termina bien.
La tentación autoritaria de Raíces, un retroceso contra el espíritu del 44
La ofensiva del “bloque” Raíces, liderado por Samuel Pérez, para expulsar al CACIF de CONADIE y de otras entidades autónomas, marca uno de los episodios más preocupantes del nuevo oficialismo. No solo contradice la promesa de “rescatar las instituciones”, sino que rompe frontalmente con uno de los pilares fundacionales del Estado moderno guatemalteco: la participación de la sociedad civil organizada en el gobierno de entidades autónomas, un principio diseñado y defendido por Juan José Arévalo en 1944.
Lo paradójico es que, mientras Bernardo Arévalo y los diputados leales a la visión original del partido se opusieron a la medida, el grupo de Pérez parece decidido a gobernar como si la historia no existiera.
En una columna publicada en 2023, Mario García-Lara explicaba que Juan José Arévalo entendía que las entidades autónomas solo podían cumplir eficazmente su mandato si su estructura de gobernanza incorporaba controles y contrapesos reales. Por eso el diseño institucional del Banguat, el IGSS y la USAC incluyó juntas directivas integradas por representantes del sector empresarial, la sociedad civil, la academia y los trabajadores. Ese diseño no fue un gesto simbólico, sino una respuesta racional a un entorno político frágil, con partidos débiles, un aparato estatal improvisado y un servicio civil precario. Curiosamente, se parece más de lo que quisiéramos a la Guatemala de 2025.
El modelo funcionó. Siete décadas después, las instituciones creadas bajo el espíritu del 44 siguen superando, con todos sus altibajos, a las entidades que gobiernos posteriores diseñaron sin rigor técnico. La inclusión de diversos sectores no solo enriquece la toma de decisiones, sino que fortalece la transparencia, reduce la captura regulatoria y genera legitimidad pública. Expulsarlos simplemente sustituye los supuestos conflictos de interés por una captura política del grupo dominante, en este caso, el de Semilla.
Por eso, la propuesta del grupo de Samuel Pérez es particularmente peligrosa. Pretende convertir las autónomas en extensiones del Ejecutivo, subordinadas al proyecto de un solo grupo partidario. Sin representantes empresariales, académicos o de la sociedad civil, las decisiones dejarían de ser técnicas para volverse políticas. Esto implica, en la práctica, politizar el IGSS; debilitar la independencia del Banguat; comprometer la eficacia de CONADIE, y obstaculizar el régimen de alianzas público-privadas justo cuando el país necesita inversión y estabilidad institucional.
La ironía es inevitable. Aquello que Raíces denuncia como “cogobierno empresarial” es exactamente lo que evita que Guatemala derive hacia modelos fallidos de hiperpolitización institucional como los de Nicaragua o Venezuela, donde expulsar a los sectores productivos de los espacios de gobernanza fue el primer paso hacia la captura total del Estado.
En un contexto donde el crimen organizado avanza galopante, donde las municipalidades y ministerios enfrentan presiones inéditas y donde el país entero exige instituciones confiables, la decisión más sensata debería ser fortalecer los contrapesos, no eliminarlos. Si en 1944 un Estado débil necesitó entes autónomos fuertes para funcionar, ¿por qué en 2025, con un Estado igualmente frágil, la respuesta sería desmantelar aquello poco que sí funciona?
Proponer la exclusión de sectores completos de la gobernanza de las entidades autónomas no moderniza nada. Es, más bien, un retroceso conceptual y republicano, cuya única intención es repartir el botín del Estado entre Pérez y sus amigos. Significa renunciar al poco legado institucional exitoso de la Revolución del 44 y socavar la arquitectura de contrapesos que permitió que Guatemala evitara la captura total de su aparato estatal durante décadas.
Defender ese legado hoy no es un debate ideológico: es una obligación republicana. Lo que Raíces propone no es reformar las instituciones, sino debilitarlas. Y eso, en un país tan vulnerable como Guatemala, nunca termina bien.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: