Algunas frases se repiten tanto que terminan instalándose en el imaginario colectivo como axiomas inapelables. “Si te esfuerzas, lo vas a lograr”, “cada uno tiene lo que se merece”, “no dependas de nadie”. Son consignas que, a fuerza de repetición, terminan naturalizando una visión del mundo profundamente individualista, injusta y descontextualizada. En apariencia motivadoras, estas expresiones ocultan una lógica peligrosa, la de una meritocracia que promete recompensas proporcionales al esfuerzo, pero que ignora las desigualdades estructurales desde las cuales se parte.
La idea de que el éxito es fruto exclusivo del mérito personal reconforta a quienes han alcanzado posiciones privilegiadas. Les permite pensar que todo ha sido ganado limpiamente, por talento y sacrificio. Sin embargo, esta narrativa silencia los factores contextuales que moldean las trayectorias vitales. John Rawls, en Una teoría de la justicia, subraya que nadie merece moralmente los dones naturales con los que nace ni la posición socioeconómica que le corresponde por azar. Si aceptamos esto, entonces debemos reconocer que el mérito no puede desligarse de la suerte, las circunstancias y las oportunidades disponibles.
En Guatemala, donde más de la mitad de la población vive en condiciones de pobreza (PNUD, 2024), insistir en que “cada quien tiene lo que se merece” no solo es una falacia, sino una expresión de crueldad ciega. ¿Puede hablarse de igualdad de oportunidades en un país donde millones de niños padecen desnutrición crónica y donde el acceso a la educación de calidad sigue siendo un privilegio? Pierre Bourdieu lo advirtió hace décadas: las desigualdades sociales se perpetúan a través de mecanismos invisibles de reproducción cultural, económica y simbólica. No todos corren la misma carrera, ni mucho menos desde la misma línea de salida.
Nada hay más peligroso para una sociedad que creer, con ingenuidad o arrogancia, que el éxito es siempre un asunto de merecimiento.
Tampoco es cierto que la autosuficiencia lo resuelva todo. La afirmación “no dependas de nadie” glorifica una autonomía irreal, como si los logros personales fueran siempre aislados del entorno. Adam Smith, en La teoría de los sentimientos morales, sostiene que la empatía y los vínculos humanos son esenciales para el tejido social. Todo logro tiene raíces colectivas, maestros, padres, cuidadores, trabajadores invisibles, vínculos sociales y redes de apoyo. Incluso las herencias, tanto materiales como culturales, juegan un papel decisivo en las trayectorias individuales. Nadie, absolutamente nadie, “se hace solo”.
Lo que está en juego no es desprestigiar el esfuerzo individual. Por el contrario, es comprender que el esfuerzo es condición necesaria, pero no suficiente. Aristóteles afirmaba que la justicia consiste en tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Si realmente creemos en una sociedad justa, debemos considerar desde dónde parte cada quien, qué condiciones enfrenta y qué obstáculos debe superar. De lo contrario, la meritocracia se convierte en un velo elegante para justificar la desigualdad.
Hoy, más que nunca, urge cuestionar estos discursos simplificadores. No para destruir la noción de responsabilidad personal, sino para enriquecerla con un sentido más profundo de justicia y realidad. La verdadera transformación comienza cuando reconocemos que no basta con repetir consignas. Es necesario pensar críticamente, incomodarnos, abrir espacio para nuevas narrativas. Porque cuando el mérito se convierte en dogma, deja de ser motor de mejora para convertirse en excusa de indiferencia. Y nada hay más peligroso para una sociedad que creer, con ingenuidad o arrogancia, que el éxito es siempre un asunto de merecimiento.
La meritocracia, un cuento bien contado pero mal leído
Algunas frases se repiten tanto que terminan instalándose en el imaginario colectivo como axiomas inapelables. “Si te esfuerzas, lo vas a lograr”, “cada uno tiene lo que se merece”, “no dependas de nadie”. Son consignas que, a fuerza de repetición, terminan naturalizando una visión del mundo profundamente individualista, injusta y descontextualizada. En apariencia motivadoras, estas expresiones ocultan una lógica peligrosa, la de una meritocracia que promete recompensas proporcionales al esfuerzo, pero que ignora las desigualdades estructurales desde las cuales se parte.
La idea de que el éxito es fruto exclusivo del mérito personal reconforta a quienes han alcanzado posiciones privilegiadas. Les permite pensar que todo ha sido ganado limpiamente, por talento y sacrificio. Sin embargo, esta narrativa silencia los factores contextuales que moldean las trayectorias vitales. John Rawls, en Una teoría de la justicia, subraya que nadie merece moralmente los dones naturales con los que nace ni la posición socioeconómica que le corresponde por azar. Si aceptamos esto, entonces debemos reconocer que el mérito no puede desligarse de la suerte, las circunstancias y las oportunidades disponibles.
En Guatemala, donde más de la mitad de la población vive en condiciones de pobreza (PNUD, 2024), insistir en que “cada quien tiene lo que se merece” no solo es una falacia, sino una expresión de crueldad ciega. ¿Puede hablarse de igualdad de oportunidades en un país donde millones de niños padecen desnutrición crónica y donde el acceso a la educación de calidad sigue siendo un privilegio? Pierre Bourdieu lo advirtió hace décadas: las desigualdades sociales se perpetúan a través de mecanismos invisibles de reproducción cultural, económica y simbólica. No todos corren la misma carrera, ni mucho menos desde la misma línea de salida.
Nada hay más peligroso para una sociedad que creer, con ingenuidad o arrogancia, que el éxito es siempre un asunto de merecimiento.
Tampoco es cierto que la autosuficiencia lo resuelva todo. La afirmación “no dependas de nadie” glorifica una autonomía irreal, como si los logros personales fueran siempre aislados del entorno. Adam Smith, en La teoría de los sentimientos morales, sostiene que la empatía y los vínculos humanos son esenciales para el tejido social. Todo logro tiene raíces colectivas, maestros, padres, cuidadores, trabajadores invisibles, vínculos sociales y redes de apoyo. Incluso las herencias, tanto materiales como culturales, juegan un papel decisivo en las trayectorias individuales. Nadie, absolutamente nadie, “se hace solo”.
Lo que está en juego no es desprestigiar el esfuerzo individual. Por el contrario, es comprender que el esfuerzo es condición necesaria, pero no suficiente. Aristóteles afirmaba que la justicia consiste en tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Si realmente creemos en una sociedad justa, debemos considerar desde dónde parte cada quien, qué condiciones enfrenta y qué obstáculos debe superar. De lo contrario, la meritocracia se convierte en un velo elegante para justificar la desigualdad.
Hoy, más que nunca, urge cuestionar estos discursos simplificadores. No para destruir la noción de responsabilidad personal, sino para enriquecerla con un sentido más profundo de justicia y realidad. La verdadera transformación comienza cuando reconocemos que no basta con repetir consignas. Es necesario pensar críticamente, incomodarnos, abrir espacio para nuevas narrativas. Porque cuando el mérito se convierte en dogma, deja de ser motor de mejora para convertirse en excusa de indiferencia. Y nada hay más peligroso para una sociedad que creer, con ingenuidad o arrogancia, que el éxito es siempre un asunto de merecimiento.