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La legitimidad de la opinión en un mundo donde el saber pesa más que la palabra

.
Camilo Bello Wilches |
18 de septiembre, 2025

Hoy vivimos en un escenario donde cualquier persona tiene acceso a las mismas herramientas para expresarse. Todos podemos opinar sobre cualquier asunto, desde política hasta arte, economía y, por supuesto, sobre la construcción de un edificio. Pero, aunque tengamos el derecho de compartir nuestras ideas, la legitimidad de esas opiniones está en el aire, suspendida entre lo que creemos saber y lo que realmente conocemos. Y es que no todas las opiniones son iguales, no todos los pensamientos tienen el mismo peso, especialmente cuando se trata de temas que requieren conocimientos técnicos profundos.

Imaginemos por un momento que uno de nosotros decide opinar sobre cómo debe construirse un edificio, pero no tenemos ni idea de ingeniería. Aún así, la opinión se lanza, muchas veces con una fuerza tan firme como si estuviéramos hablando de algo que realmente comprendemos. Aquí entra en juego lo que se podría llamar la “diferencia entre el deseo de opinar y la necesidad de saber”. Claro, todos podemos pensar en qué tipo de edificio nos gustaría ver, cómo queremos que sea el diseño o cuál debería ser el color de las paredes, pero, si nos adentramos en los aspectos técnicos, las opiniones se deben dejar en manos de quienes han dedicado años de estudio y experiencia a comprender los fundamentos de la ingeniería civil. No es que nuestras voces no cuenten, es que el peso de nuestras palabras tiene que encontrar su lugar en el contexto adecuado.

Los filósofos clásicos lo explicaban con claridad, afirmando que la opinión, la doxa, es algo que nos pertenece a todos, pero el conocimiento profundo, la episteme, no está disponible para cualquiera que simplemente quiera participar del debate. Aristóteles ya nos lo decía en su Ética a Nicómaco; la opinión no tiene el mismo valor que el conocimiento especializado. Y, aunque nuestra libertad de expresión sea inquebrantable, esa misma libertad nos exige que, cuando hablamos de lo que no sabemos, seamos conscientes de nuestros propios límites. Hay un tipo de humildad que se deriva del saber que hay cosas que, simplemente, no dominamos.

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Eso no significa que no debamos participar en la conversación pública. La política, la ética de las construcciones o la calidad de los materiales, son cuestiones que nos afectan a todos, y por lo tanto nuestra voz tiene cabida. La distinción, entonces, no radica en la necesidad de callar, sino en la responsabilidad de reconocer cuándo nuestra opinión debe ceder ante el conocimiento profundo. Como decía Kant, la razón no es una única fuerza universal, sino que cada tipo de saber tiene su propio campo de validez. Y no estamos pidiendo que todos se conviertan en ingenieros, pero sí que se respete el rol de quienes lo son.

Como también nos enseñó Mill, la libertad de expresión no significa que todos tengamos algo válido que decir sobre todo, sino que todos debemos ser escuchados cuando se trata de nuestros derechos y responsabilidades.

Este debate sobre la validez de la opinión técnica y la opinión popular se hace cada vez más pertinente. Vivimos en un tiempo donde todos somos expertos en algo, gracias a la información inmediata que la tecnología nos brinda. Pero, a pesar de que las opiniones sobre cualquier tema se han democratizado, no todas son iguales, y muchas veces la verdadera especialización se diluye en el ruido de las voces que se levantan sin fundamento. Es lo que Foucault entendió cuando habló del poder del conocimiento. Las instituciones, las universidades, los especialistas son quienes realmente generan el conocimiento con el que se toman las decisiones que nos afectan a todos. No es que debamos rendirnos ante una élite intelectual, sino reconocer que hay campos en los que la experticia debe prevalecer, no porque se quiera ejercer poder, sino porque es una cuestión de supervivencia técnica, de seguridad, de bienestar común.

Por supuesto, las opiniones generales sobre el impacto social de una construcción, sobre sus implicaciones ecológicas o estéticas, deben ser escuchadas. Pero siempre con la humildad de reconocer que la calidad de una edificación no depende de que todos opinen sobre cómo deben ser sus cimientos, sino de que se respete el saber especializado que nos asegura que lo que vemos no se caerá en la primera tormenta. Es por esto que, cuando se habla de la construcción de un edificio, como de muchas otras cosas en la vida, las opiniones de los ingenieros y arquitectos no pueden ser reemplazadas por simples deseos populares.

Es necesario, entonces, construir un discurso público que valore el conocimiento técnico. No debemos, por supuesto, claudicar nuestra libertad de pensar y opinar, pero sí reconocer cuándo nuestras palabras se convierten en una simple distracción frente a quienes realmente entienden del tema. Como también nos enseñó Mill, la libertad de expresión no significa que todos tengamos algo válido que decir sobre todo, sino que todos debemos ser escuchados cuando se trata de nuestros derechos y responsabilidades.

La invitación está clara para todos los que me leen, pues no se trata de silenciar nuestras opiniones, sino de saber cuándo el peso de las palabras debe ceder al conocimiento profundo. Porque, al final del día, no es solo la libertad de opinar lo que debe prevalecer, sino la responsabilidad de saber cuándo nuestra opinión es el reflejo de lo que conocemos, y cuándo es, simplemente, una opinión vacía.

La legitimidad de la opinión en un mundo donde el saber pesa más que la palabra

Camilo Bello Wilches |
18 de septiembre, 2025
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Hoy vivimos en un escenario donde cualquier persona tiene acceso a las mismas herramientas para expresarse. Todos podemos opinar sobre cualquier asunto, desde política hasta arte, economía y, por supuesto, sobre la construcción de un edificio. Pero, aunque tengamos el derecho de compartir nuestras ideas, la legitimidad de esas opiniones está en el aire, suspendida entre lo que creemos saber y lo que realmente conocemos. Y es que no todas las opiniones son iguales, no todos los pensamientos tienen el mismo peso, especialmente cuando se trata de temas que requieren conocimientos técnicos profundos.

Imaginemos por un momento que uno de nosotros decide opinar sobre cómo debe construirse un edificio, pero no tenemos ni idea de ingeniería. Aún así, la opinión se lanza, muchas veces con una fuerza tan firme como si estuviéramos hablando de algo que realmente comprendemos. Aquí entra en juego lo que se podría llamar la “diferencia entre el deseo de opinar y la necesidad de saber”. Claro, todos podemos pensar en qué tipo de edificio nos gustaría ver, cómo queremos que sea el diseño o cuál debería ser el color de las paredes, pero, si nos adentramos en los aspectos técnicos, las opiniones se deben dejar en manos de quienes han dedicado años de estudio y experiencia a comprender los fundamentos de la ingeniería civil. No es que nuestras voces no cuenten, es que el peso de nuestras palabras tiene que encontrar su lugar en el contexto adecuado.

Los filósofos clásicos lo explicaban con claridad, afirmando que la opinión, la doxa, es algo que nos pertenece a todos, pero el conocimiento profundo, la episteme, no está disponible para cualquiera que simplemente quiera participar del debate. Aristóteles ya nos lo decía en su Ética a Nicómaco; la opinión no tiene el mismo valor que el conocimiento especializado. Y, aunque nuestra libertad de expresión sea inquebrantable, esa misma libertad nos exige que, cuando hablamos de lo que no sabemos, seamos conscientes de nuestros propios límites. Hay un tipo de humildad que se deriva del saber que hay cosas que, simplemente, no dominamos.

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Eso no significa que no debamos participar en la conversación pública. La política, la ética de las construcciones o la calidad de los materiales, son cuestiones que nos afectan a todos, y por lo tanto nuestra voz tiene cabida. La distinción, entonces, no radica en la necesidad de callar, sino en la responsabilidad de reconocer cuándo nuestra opinión debe ceder ante el conocimiento profundo. Como decía Kant, la razón no es una única fuerza universal, sino que cada tipo de saber tiene su propio campo de validez. Y no estamos pidiendo que todos se conviertan en ingenieros, pero sí que se respete el rol de quienes lo son.

Como también nos enseñó Mill, la libertad de expresión no significa que todos tengamos algo válido que decir sobre todo, sino que todos debemos ser escuchados cuando se trata de nuestros derechos y responsabilidades.

Este debate sobre la validez de la opinión técnica y la opinión popular se hace cada vez más pertinente. Vivimos en un tiempo donde todos somos expertos en algo, gracias a la información inmediata que la tecnología nos brinda. Pero, a pesar de que las opiniones sobre cualquier tema se han democratizado, no todas son iguales, y muchas veces la verdadera especialización se diluye en el ruido de las voces que se levantan sin fundamento. Es lo que Foucault entendió cuando habló del poder del conocimiento. Las instituciones, las universidades, los especialistas son quienes realmente generan el conocimiento con el que se toman las decisiones que nos afectan a todos. No es que debamos rendirnos ante una élite intelectual, sino reconocer que hay campos en los que la experticia debe prevalecer, no porque se quiera ejercer poder, sino porque es una cuestión de supervivencia técnica, de seguridad, de bienestar común.

Por supuesto, las opiniones generales sobre el impacto social de una construcción, sobre sus implicaciones ecológicas o estéticas, deben ser escuchadas. Pero siempre con la humildad de reconocer que la calidad de una edificación no depende de que todos opinen sobre cómo deben ser sus cimientos, sino de que se respete el saber especializado que nos asegura que lo que vemos no se caerá en la primera tormenta. Es por esto que, cuando se habla de la construcción de un edificio, como de muchas otras cosas en la vida, las opiniones de los ingenieros y arquitectos no pueden ser reemplazadas por simples deseos populares.

Es necesario, entonces, construir un discurso público que valore el conocimiento técnico. No debemos, por supuesto, claudicar nuestra libertad de pensar y opinar, pero sí reconocer cuándo nuestras palabras se convierten en una simple distracción frente a quienes realmente entienden del tema. Como también nos enseñó Mill, la libertad de expresión no significa que todos tengamos algo válido que decir sobre todo, sino que todos debemos ser escuchados cuando se trata de nuestros derechos y responsabilidades.

La invitación está clara para todos los que me leen, pues no se trata de silenciar nuestras opiniones, sino de saber cuándo el peso de las palabras debe ceder al conocimiento profundo. Porque, al final del día, no es solo la libertad de opinar lo que debe prevalecer, sino la responsabilidad de saber cuándo nuestra opinión es el reflejo de lo que conocemos, y cuándo es, simplemente, una opinión vacía.

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