El fantasma de una guerra entre EE. UU. y Venezuela dejó de ser una exageración. Lo que empezó como una operación antidrogas en el Caribe se ha transformado en una arquitectura militar, legal y narrativa con objetivos mucho más profundos: forzar el colapso del régimen de Nicolás Maduro desde dentro.
El New York Times reveló esta semana que la administración Trump ha desarrollado opciones de acción militar que incluyen ataques directos contra unidades que protegen a Maduro y la toma de campos petroleros estratégicos. Aunque el presidente aún no ha decidido si proceder, varios de sus asesores impulsan ya el escenario más agresivo: su derrocamiento.
El argumento jurídico que lo sustenta es tan audaz como peligroso. El Departamento de Justicia prepara una guía que considera al mandatario venezolano un objetivo legítimo bajo la figura de “narcoterrorismo”, vinculándolo al Cartel de los Soles y al Tren de Aragua. Esa clasificación, según Washington, elimina los límites tradicionales para usar fuerza letal contra jefes de Estado.
El despliegue militar habla por sí solo. Un portaaviones, tres destructores, drones Reaper y cazas F-35B rondan frente a las costas venezolanas bajo la justificación de cortar rutas del narcotráfico. Empero, la magnitud del operativo sugiere un plan de guerra limitada más que una simple campaña de interdicción.
Una guerra que se libra también en el terreno del relato
La narrativa construida desde Washington combina elementos reales y percepciones útiles. Como advierte el investigador David Smilde, el discurso que presenta a Maduro como jefe de una estructura narco-terrorista que “invade EE. UU. con cocaína” no solo refuerza el sustento legal de una intervención, sino que reconfigura el conflicto como un asunto de defensa nacional estadounidense, no de política exterior.
Esa distinción le permite a Trump operar sin declarar formalmente la guerra ante el Congreso —una maniobra que recuerda los precedentes de la Alien Enemies Act o la doctrina empleada para justificar los bombardeos a lanchas en aguas internacionales.
Pero, al mismo tiempo, dentro y fuera de Venezuela, la percepción se divide. María Corina Machado, galardonada recientemente con el Nobel de la Paz, defiende dicha presión militar como “el único camino para liberar al país”. Los más escépticos la acusan de jugar con fuego y de alentar una intervención extranjera que podría devastar Venezuela sin garantizar la salida del régimen.
En la historia contemporánea, no existe un solo caso en el que bombardeos aéreos por sí solos hayan provocado un cambio de régimen exitoso. Ni en Libia ni en Irak ni en Siria. Los ataques pueden desarticular estructuras, pero no reemplazan el poder.
El patrón que emerge recuerda a dos operaciones: la captura de Manuel Noriega en Panamá (1989) y el asesinato de Qasem Soleimani en Irak (2020). En ambos casos, Washington combinó la presión económica, la legitimidad discursiva y la acción militar precisa para eliminar un obstáculo sin ocupar el país. Esa parece ser la lógica actual: no invadir, sino decapitar.
Trump no busca una guerra larga —los resultados serían devastadores para su popularidad— sino una demostración de poder que precipite una implosión interna. Lo que pretende es que la amenaza creíble y, eventualmente, un golpe quirúrgico, empuje a los mandos medios del chavismo a negociar o entregar al presidente.
Y puede que funcione. El régimen de Maduro depende de una lealtad comprada con privilegios cada vez más costosos. Si la guerra deja de ser hipotética y se convierte en una posibilidad tangible —con la CIA autorizada a intervenir, los puertos bloqueados y los generales mirando hacia Miami—, la traición podría volverse más rentable que la obediencia.
La guerra que quizá nunca ocurra ya empezó: la de los nervios dentro de Miraflores y, en esa, Trump lleva ventaja.
El fantasma de una guerra entre EE. UU. y Venezuela dejó de ser una exageración. Lo que empezó como una operación antidrogas en el Caribe se ha transformado en una arquitectura militar, legal y narrativa con objetivos mucho más profundos: forzar el colapso del régimen de Nicolás Maduro desde dentro.
El New York Times reveló esta semana que la administración Trump ha desarrollado opciones de acción militar que incluyen ataques directos contra unidades que protegen a Maduro y la toma de campos petroleros estratégicos. Aunque el presidente aún no ha decidido si proceder, varios de sus asesores impulsan ya el escenario más agresivo: su derrocamiento.
El argumento jurídico que lo sustenta es tan audaz como peligroso. El Departamento de Justicia prepara una guía que considera al mandatario venezolano un objetivo legítimo bajo la figura de “narcoterrorismo”, vinculándolo al Cartel de los Soles y al Tren de Aragua. Esa clasificación, según Washington, elimina los límites tradicionales para usar fuerza letal contra jefes de Estado.
El despliegue militar habla por sí solo. Un portaaviones, tres destructores, drones Reaper y cazas F-35B rondan frente a las costas venezolanas bajo la justificación de cortar rutas del narcotráfico. Empero, la magnitud del operativo sugiere un plan de guerra limitada más que una simple campaña de interdicción.
Una guerra que se libra también en el terreno del relato
La narrativa construida desde Washington combina elementos reales y percepciones útiles. Como advierte el investigador David Smilde, el discurso que presenta a Maduro como jefe de una estructura narco-terrorista que “invade EE. UU. con cocaína” no solo refuerza el sustento legal de una intervención, sino que reconfigura el conflicto como un asunto de defensa nacional estadounidense, no de política exterior.
Esa distinción le permite a Trump operar sin declarar formalmente la guerra ante el Congreso —una maniobra que recuerda los precedentes de la Alien Enemies Act o la doctrina empleada para justificar los bombardeos a lanchas en aguas internacionales.
Pero, al mismo tiempo, dentro y fuera de Venezuela, la percepción se divide. María Corina Machado, galardonada recientemente con el Nobel de la Paz, defiende dicha presión militar como “el único camino para liberar al país”. Los más escépticos la acusan de jugar con fuego y de alentar una intervención extranjera que podría devastar Venezuela sin garantizar la salida del régimen.
En la historia contemporánea, no existe un solo caso en el que bombardeos aéreos por sí solos hayan provocado un cambio de régimen exitoso. Ni en Libia ni en Irak ni en Siria. Los ataques pueden desarticular estructuras, pero no reemplazan el poder.
El patrón que emerge recuerda a dos operaciones: la captura de Manuel Noriega en Panamá (1989) y el asesinato de Qasem Soleimani en Irak (2020). En ambos casos, Washington combinó la presión económica, la legitimidad discursiva y la acción militar precisa para eliminar un obstáculo sin ocupar el país. Esa parece ser la lógica actual: no invadir, sino decapitar.
Trump no busca una guerra larga —los resultados serían devastadores para su popularidad— sino una demostración de poder que precipite una implosión interna. Lo que pretende es que la amenaza creíble y, eventualmente, un golpe quirúrgico, empuje a los mandos medios del chavismo a negociar o entregar al presidente.
Y puede que funcione. El régimen de Maduro depende de una lealtad comprada con privilegios cada vez más costosos. Si la guerra deja de ser hipotética y se convierte en una posibilidad tangible —con la CIA autorizada a intervenir, los puertos bloqueados y los generales mirando hacia Miami—, la traición podría volverse más rentable que la obediencia.
La guerra que quizá nunca ocurra ya empezó: la de los nervios dentro de Miraflores y, en esa, Trump lleva ventaja.
EL TIPO DE CAMBIO DE HOY ES DE: