La falacia del bien común: cómo la idea del bien colectivo desafía la libertad individual
Así es como forjaremos una nación próspera, justa y fuerte.
El concepto del bien común ha sido una constante en el pensamiento occidental desde la civilización grecorromana. Esta idea ha impregnado profundamente nuestra sociedad, al punto de ser consagrada como un principio básico en nuestra constitución. Sin embargo, desde un análisis lógico y objetivo, propongo que el bien común es un ideal inalcanzable. Uno de los grandes dilemas contemporáneos es la desconexión entre la teoría del bien común y sus resultados prácticos. A lo largo de la historia, este concepto ha sido manipulado para controlar a las masas y beneficiar a unos pocos cercanos al poder.
Desde una perspectiva lógica, una falacia es un razonamiento defectuoso, y al examinar el bien común, encuentro al menos tres falacias principales. La primera es la falacia del idealismo: el bien común es una utopía irrealizable. Immanuel Kant, con su imperativo categórico, defendía que el deber moral se basa en la autonomía del individuo, lo que impide que el bien colectivo prevalezca sobre la libertad personal. Karl Popper también criticó duramente estas utopías, señalando que el colectivismo desemboca en regímenes totalitarios.
Incluso Aristóteles, defensor del bien común, reconocía sus límites. Su teoría requiere una vida compartida, dedicada a actividades cooperativas, lo que implica ceder el control de nuestras vidas a otros. Aristóteles advertía que depender de la justicia de los demás para hacer sacrificios por el bien común abre la puerta a la explotación y la dominación.
La segunda falacia es una falacia de sabiduría popular. San Agustín, figura central en la teología cristina, lo definía como un reflejo del orden divino, pero advertía sobre los peligros del egoísmo humano. «Uno mira por el bien común de la sociedad celestial, mientras que otro busca en el bien común su propio beneficio, por el deseo arrogante de mandar». Aunque la solidaridad y el servicio son fundamentales, el verdadero motor de una comunidad es el interés individual por lograr metas personales, siempre regulado por leyes justas y la virtud del individuo.
Aquí es donde propongo el concepto del interés compartido, en lugar del bien común. A diferencia de este último, que es abstracto y definido por unos pocos con sus propios intereses, el interés compartido se basa en la negociación y el alineamiento de objetivos entre todos los sectores. Un ejemplo claro es Singapur, que tras su independencia en 1965 logró alinear los intereses de diversas comunidades para construir un país próspero, abriendo sus puertas al comercio exterior.
Es hora de dejar de lado los ideales inalcanzables y empezar a construir un país donde cada esfuerzo individual cuente, donde cada meta personal contribuya al bienestar general.
En ese momento, Guatemala y Singapur tenían el mismo ingreso por persona, pero mientras que Guatemala apenas ha duplicado su PIB per cápita desde entonces, Singapur lo ha multiplicado por veinte.
No existe una regla que beneficie a todos por igual. Sin embargo, alinear intereses compartidos fortalece a la sociedad. El ejemplo del Benelux, precursor de la Comunidad Económica Europea, muestra cómo la cooperación entre países con intereses alineados impulsó el crecimiento. En contraste, cuando esos intereses son socavados, como ocurrió con el Brexit, los lazos que los unían se rompen.
El mayor peligro del bien común radica en la tercera falacia, conocida como la hipótesis contraria al hecho, es decir, la suposición de que, en su nombre, se lograrán los mejores resultados. Sin embargo, a lo largo de la historia, se han destruido naciones en nombre del bien común. Juan Domingo Perón, en Argentina, lo utilizó para justificar la persecución de los «malos argentinos» y consolidar su poder. Andrés Manuel López Obrador, en México, ha empleado el lema «por el bien de todos» para polarizar la sociedad, deslegitimar a sus opositores y concentrar poder. Pedro Sánchez, en España, ha justificado decisiones controversiales, como el rescate de Air Europa, con la bandera del bienestar público, cuando detrás de estas acciones se vislumbran intereses personales.
La tensión entre el interés individual y el bienestar colectivo no debe resolverse imponiendo un ideal inalcanzable. La clave está en armonizar los intereses compartidos entre los distintos sectores de la sociedad. Una república florece cuando los intereses convergen hacia un objetivo común a largo plazo, como ocurrió en el Benelux, donde la unión permitió el fortalecimiento económico y social.
¿Qué tipo de país queremos dejar a nuestras próximas generaciones? ¿Uno donde las decisiones colectivas sacrifican la libertad individual o uno donde los intereses de todos se alinean en favor de una sociedad más justa y próspera?
¿Es posible imaginar una Guatemala próspera y en paz, con ciudadanos virtuosos y libres, leyes justas, instituciones fuertes y liderazgo regional? Si compartimos ese interés, podemos construir ese futuro juntos. Y aunque no coincidamos en todos los detalles, encontraremos un camino común, porque el bienestar de nuestra nación depende de la convergencia de nuestras aspiraciones y no de la imposición de un ideal abstracto.
Es hora de dejar de lado los ideales inalcanzables y empezar a construir un país donde cada esfuerzo individual cuente, donde cada meta personal contribuya al bienestar general. El destino de Guatemala está en nuestras manos, en nuestras decisiones diarias y en nuestra capacidad de unirnos en torno a intereses compartidos. Así es como forjaremos una nación próspera, justa y fuerte.
PhD. José Ramiro Bolaños
La falacia del bien común: cómo la idea del bien colectivo desafía la libertad individual
Así es como forjaremos una nación próspera, justa y fuerte.
El concepto del bien común ha sido una constante en el pensamiento occidental desde la civilización grecorromana. Esta idea ha impregnado profundamente nuestra sociedad, al punto de ser consagrada como un principio básico en nuestra constitución. Sin embargo, desde un análisis lógico y objetivo, propongo que el bien común es un ideal inalcanzable. Uno de los grandes dilemas contemporáneos es la desconexión entre la teoría del bien común y sus resultados prácticos. A lo largo de la historia, este concepto ha sido manipulado para controlar a las masas y beneficiar a unos pocos cercanos al poder.
Desde una perspectiva lógica, una falacia es un razonamiento defectuoso, y al examinar el bien común, encuentro al menos tres falacias principales. La primera es la falacia del idealismo: el bien común es una utopía irrealizable. Immanuel Kant, con su imperativo categórico, defendía que el deber moral se basa en la autonomía del individuo, lo que impide que el bien colectivo prevalezca sobre la libertad personal. Karl Popper también criticó duramente estas utopías, señalando que el colectivismo desemboca en regímenes totalitarios.
Incluso Aristóteles, defensor del bien común, reconocía sus límites. Su teoría requiere una vida compartida, dedicada a actividades cooperativas, lo que implica ceder el control de nuestras vidas a otros. Aristóteles advertía que depender de la justicia de los demás para hacer sacrificios por el bien común abre la puerta a la explotación y la dominación.
La segunda falacia es una falacia de sabiduría popular. San Agustín, figura central en la teología cristina, lo definía como un reflejo del orden divino, pero advertía sobre los peligros del egoísmo humano. «Uno mira por el bien común de la sociedad celestial, mientras que otro busca en el bien común su propio beneficio, por el deseo arrogante de mandar». Aunque la solidaridad y el servicio son fundamentales, el verdadero motor de una comunidad es el interés individual por lograr metas personales, siempre regulado por leyes justas y la virtud del individuo.
Aquí es donde propongo el concepto del interés compartido, en lugar del bien común. A diferencia de este último, que es abstracto y definido por unos pocos con sus propios intereses, el interés compartido se basa en la negociación y el alineamiento de objetivos entre todos los sectores. Un ejemplo claro es Singapur, que tras su independencia en 1965 logró alinear los intereses de diversas comunidades para construir un país próspero, abriendo sus puertas al comercio exterior.
Es hora de dejar de lado los ideales inalcanzables y empezar a construir un país donde cada esfuerzo individual cuente, donde cada meta personal contribuya al bienestar general.
En ese momento, Guatemala y Singapur tenían el mismo ingreso por persona, pero mientras que Guatemala apenas ha duplicado su PIB per cápita desde entonces, Singapur lo ha multiplicado por veinte.
No existe una regla que beneficie a todos por igual. Sin embargo, alinear intereses compartidos fortalece a la sociedad. El ejemplo del Benelux, precursor de la Comunidad Económica Europea, muestra cómo la cooperación entre países con intereses alineados impulsó el crecimiento. En contraste, cuando esos intereses son socavados, como ocurrió con el Brexit, los lazos que los unían se rompen.
El mayor peligro del bien común radica en la tercera falacia, conocida como la hipótesis contraria al hecho, es decir, la suposición de que, en su nombre, se lograrán los mejores resultados. Sin embargo, a lo largo de la historia, se han destruido naciones en nombre del bien común. Juan Domingo Perón, en Argentina, lo utilizó para justificar la persecución de los «malos argentinos» y consolidar su poder. Andrés Manuel López Obrador, en México, ha empleado el lema «por el bien de todos» para polarizar la sociedad, deslegitimar a sus opositores y concentrar poder. Pedro Sánchez, en España, ha justificado decisiones controversiales, como el rescate de Air Europa, con la bandera del bienestar público, cuando detrás de estas acciones se vislumbran intereses personales.
La tensión entre el interés individual y el bienestar colectivo no debe resolverse imponiendo un ideal inalcanzable. La clave está en armonizar los intereses compartidos entre los distintos sectores de la sociedad. Una república florece cuando los intereses convergen hacia un objetivo común a largo plazo, como ocurrió en el Benelux, donde la unión permitió el fortalecimiento económico y social.
¿Qué tipo de país queremos dejar a nuestras próximas generaciones? ¿Uno donde las decisiones colectivas sacrifican la libertad individual o uno donde los intereses de todos se alinean en favor de una sociedad más justa y próspera?
¿Es posible imaginar una Guatemala próspera y en paz, con ciudadanos virtuosos y libres, leyes justas, instituciones fuertes y liderazgo regional? Si compartimos ese interés, podemos construir ese futuro juntos. Y aunque no coincidamos en todos los detalles, encontraremos un camino común, porque el bienestar de nuestra nación depende de la convergencia de nuestras aspiraciones y no de la imposición de un ideal abstracto.
Es hora de dejar de lado los ideales inalcanzables y empezar a construir un país donde cada esfuerzo individual cuente, donde cada meta personal contribuya al bienestar general. El destino de Guatemala está en nuestras manos, en nuestras decisiones diarias y en nuestra capacidad de unirnos en torno a intereses compartidos. Así es como forjaremos una nación próspera, justa y fuerte.
PhD. José Ramiro Bolaños