La crisis de EE. UU., más allá de Donald Trump y Kamala Harris
La malinterpretación de la democracia como el gobierno de la mayoría lleva a pensar que el colegio electoral es poco representativo, cuando es todo lo contrario.
A pesar de los contundentes resultados del pasado martes en EE. UU. y de la victoria holgada de Donald Trump, la mayor potencia mundial afrontará cuatro complicados años, marcados por una alta polarización y un declive en la legitimidad democrática del país. El problema trasciende tanto a Donald Trump como a Kamala Harris; sin embargo, es un síntoma derivado de su rígido bipartidismo. A ello se suma un relevo generacional que, cada vez más, presenta una pérdida de cohesión con las instituciones vigentes en EE. UU. desde 1776.
Hace muchos años que las elecciones en EE. UU. se reducen a un número limitado de estados. En esta contienda, 43 de los 50 estados de la Unión se vieron virtualmente marginados de la campaña electoral. Desde antes de anunciarse cualquier candidatura, republicanos y demócratas parten ya con una ventaja de más de un 10 % en varios estados. Los partidos asignan sus recursos, consecuentemente, en los pocos estados que estarán en disputa el día de las elecciones. Aquellos que no se decantan claramente por uno u otro serán los distritos electorales que más verán a los candidatos y cuyos intereses determinarán gran parte de las políticas públicas que los candidatos propongan.
Esto se debe al complejo sistema electoral estadounidense, donde el votante no elige directamente a su presidente. Con la intención de sobrerrepresentar los intereses de los estados minoritarios, EE. UU. funciona con un colegio electoral. Cada estado tiene un número de delegados asignados dependiendo de su densidad poblacional. El candidato que gane —por voto popular— en ese estado se lleva el 100 % de esos delegados (con la excepción de Maine y Nebraska). Dichos delegados luego dan sus votos por el candidato que ganó en su estado y el primero en obtener 270 votos gana la elección.
Si bien, el resultado fue una avalancha republicana debido al colegio electoral, también lleva a un problema aún mayor y es que, por al menos cuatro años más, casi el 50 % del país percibirá una injusticia por parte del sistema electoral. Con gran parte del voto progresista inconforme con el sistema y otra gran parte del voto conservador sospechando de su legitimidad desde 2020, EE. UU. atraviesa una crisis de identidad democrática sin precedentes.
Este sistema tiene sus bondades. Por un lado, permite que el gobierno federal no aísle los intereses de la gran mayoría de estados menos poblados en favor de aquellos más grandes (como California, Texas, Nueva York, entre otros). Sin embargo, genera problemas de legitimidad democrática para aquellos que no son necesariamente partidarios de un sistema republicano federal como el estadounidense: no siempre gana el candidato que más votos obtuvo. Hillary Clinton, a pesar de ganar el voto popular, perdió la elección en 2016. Menos estadounidenses le dieron su voto a Trump en esa ocasión, pero más estados lo eligieron como su presidente. En esta elección, Trump arrasó en ambos, pero la posibilidad de este evento siempre existe. La malinterpretación de la democracia como el gobierno de la mayoría lleva a pensar que el colegio electoral es poco representativo, cuando es todo lo contrario.
Un estudio reciente de Pew Research Center muestra que hasta un 60 % de estadounidenses prefieren un sistema de voto popular en vez del actual colegio electoral. La preferencia es particularmente marcada entre miembros de la generación Z. Los descubrimientos nos indican un problema grave y es que la mayoría de los ciudadanos de EE. UU. no perciben el valor del sistema institucional que ha llevado al país a la hegemonía que ostenta. El cambio en la escala de valores es normal, debido al cambio en la composición demográfica del país: la cultura estadounidense históricamente reconocible está cambiando y no se sabe exactamente en qué se está transformando.
Trump ganó la presidencia con un 50.9 % y por 86 votos electorales, ganando todos los swing states. Si bien, el resultado fue una avalancha republicana debido al colegio electoral, también lleva a un problema aún mayor y es que, por al menos cuatro años más, casi el 50 % del país percibirá una injusticia por parte del sistema electoral. Con gran parte del voto progresista inconforme con el sistema y otra gran parte del voto conservador sospechando de su legitimidad desde 2020, EE. UU. atraviesa una crisis de identidad democrática sin precedentes.
El país que fuera el estandarte de la democracia liberal en el mundo a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI afronta el mayor conflicto de su historia. Esta vez, no es uno armado ni involucra países extranjeros. El estadounidense promedio no entiende sus propias instituciones y, como resultado, no lo valora. La crisis de EE. UU., y en gran parte del mundo occidental, viene desde adentro. El bajo nivel de los candidatos de 2024 no es la causa, sino un síntoma de una democracia enferma y una cultura política en decadente.
La crisis de EE. UU., más allá de Donald Trump y Kamala Harris
La malinterpretación de la democracia como el gobierno de la mayoría lleva a pensar que el colegio electoral es poco representativo, cuando es todo lo contrario.
A pesar de los contundentes resultados del pasado martes en EE. UU. y de la victoria holgada de Donald Trump, la mayor potencia mundial afrontará cuatro complicados años, marcados por una alta polarización y un declive en la legitimidad democrática del país. El problema trasciende tanto a Donald Trump como a Kamala Harris; sin embargo, es un síntoma derivado de su rígido bipartidismo. A ello se suma un relevo generacional que, cada vez más, presenta una pérdida de cohesión con las instituciones vigentes en EE. UU. desde 1776.
Hace muchos años que las elecciones en EE. UU. se reducen a un número limitado de estados. En esta contienda, 43 de los 50 estados de la Unión se vieron virtualmente marginados de la campaña electoral. Desde antes de anunciarse cualquier candidatura, republicanos y demócratas parten ya con una ventaja de más de un 10 % en varios estados. Los partidos asignan sus recursos, consecuentemente, en los pocos estados que estarán en disputa el día de las elecciones. Aquellos que no se decantan claramente por uno u otro serán los distritos electorales que más verán a los candidatos y cuyos intereses determinarán gran parte de las políticas públicas que los candidatos propongan.
Esto se debe al complejo sistema electoral estadounidense, donde el votante no elige directamente a su presidente. Con la intención de sobrerrepresentar los intereses de los estados minoritarios, EE. UU. funciona con un colegio electoral. Cada estado tiene un número de delegados asignados dependiendo de su densidad poblacional. El candidato que gane —por voto popular— en ese estado se lleva el 100 % de esos delegados (con la excepción de Maine y Nebraska). Dichos delegados luego dan sus votos por el candidato que ganó en su estado y el primero en obtener 270 votos gana la elección.
Si bien, el resultado fue una avalancha republicana debido al colegio electoral, también lleva a un problema aún mayor y es que, por al menos cuatro años más, casi el 50 % del país percibirá una injusticia por parte del sistema electoral. Con gran parte del voto progresista inconforme con el sistema y otra gran parte del voto conservador sospechando de su legitimidad desde 2020, EE. UU. atraviesa una crisis de identidad democrática sin precedentes.
Este sistema tiene sus bondades. Por un lado, permite que el gobierno federal no aísle los intereses de la gran mayoría de estados menos poblados en favor de aquellos más grandes (como California, Texas, Nueva York, entre otros). Sin embargo, genera problemas de legitimidad democrática para aquellos que no son necesariamente partidarios de un sistema republicano federal como el estadounidense: no siempre gana el candidato que más votos obtuvo. Hillary Clinton, a pesar de ganar el voto popular, perdió la elección en 2016. Menos estadounidenses le dieron su voto a Trump en esa ocasión, pero más estados lo eligieron como su presidente. En esta elección, Trump arrasó en ambos, pero la posibilidad de este evento siempre existe. La malinterpretación de la democracia como el gobierno de la mayoría lleva a pensar que el colegio electoral es poco representativo, cuando es todo lo contrario.
Un estudio reciente de Pew Research Center muestra que hasta un 60 % de estadounidenses prefieren un sistema de voto popular en vez del actual colegio electoral. La preferencia es particularmente marcada entre miembros de la generación Z. Los descubrimientos nos indican un problema grave y es que la mayoría de los ciudadanos de EE. UU. no perciben el valor del sistema institucional que ha llevado al país a la hegemonía que ostenta. El cambio en la escala de valores es normal, debido al cambio en la composición demográfica del país: la cultura estadounidense históricamente reconocible está cambiando y no se sabe exactamente en qué se está transformando.
Trump ganó la presidencia con un 50.9 % y por 86 votos electorales, ganando todos los swing states. Si bien, el resultado fue una avalancha republicana debido al colegio electoral, también lleva a un problema aún mayor y es que, por al menos cuatro años más, casi el 50 % del país percibirá una injusticia por parte del sistema electoral. Con gran parte del voto progresista inconforme con el sistema y otra gran parte del voto conservador sospechando de su legitimidad desde 2020, EE. UU. atraviesa una crisis de identidad democrática sin precedentes.
El país que fuera el estandarte de la democracia liberal en el mundo a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI afronta el mayor conflicto de su historia. Esta vez, no es uno armado ni involucra países extranjeros. El estadounidense promedio no entiende sus propias instituciones y, como resultado, no lo valora. La crisis de EE. UU., y en gran parte del mundo occidental, viene desde adentro. El bajo nivel de los candidatos de 2024 no es la causa, sino un síntoma de una democracia enferma y una cultura política en decadente.